Anna vestida de sangre (27 page)

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Authors: Kendare Blake

BOOK: Anna vestida de sangre
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El interior de la casa es bonito. Suelos de maderas nobles y gruesas alfombras. La barandilla que conduce escaleras arriba parece que hubiera sido tratada con cera para muebles todos los días desde que fue tallada. Hay obras de arte originales en las paredes; no de las modernas y raras —de esas por las que un delgaducho bastardo de Nueva York califica a otro bastardo delgaducho de genio porque pinta «cuadros rojos realmente intensos»—. Esto es arte clásico, marinas de inspiración francesa y pequeños retratos de mujeres con delicados vestidos de encaje. En otras circunstancias, mis ojos se habrían detenido más en ellos. Gideon me enseñó a apreciar el arte en el Victoria and Albert Museum de Londres.

En vez de eso, susurro a Thomas:

—Recuperemos mi cuchillo y larguémonos.

Abro la marcha escaleras arriba y giro a la izquierda en la parte alta, hacia la habitación de las cortinas corridas. Se me ocurre pensar que podría estar completamente equivocado. Tal vez no sea un dormitorio. Podría ser un almacén o una sala de juegos o cualquier otra habitación que pudiera tener las cortinas echadas. Pero ahora no hay tiempo para eso. Estoy delante de la puerta cerrada.

El pomo gira con facilidad cuando lo agarro y la puerta se abre parcialmente. Dentro hay demasiada oscuridad para ver bien, pero adivino la silueta de una cama y lo que parece una cómoda. No hay nadie en la habitación. Thomas y yo nos deslizamos dentro como verdaderos profesionales. De momento, todo va bien. Avanzo hacia el centro de la estancia y parpadeo para que mis ojos se acostumbren a la oscuridad.

—Tal vez deberíamos encender una lámpara o algo —susurra Thomas.

—Tal vez —respondo distraído. Realmente no le estoy prestando atención. Ahora puedo ver un poco mejor, y lo que estoy distinguiendo no me gusta.

Los cajones de la cómoda están abiertos y hay ropa asomando por los bordes, como si los hubieran revuelto con prisa. Incluso la situación de la cama parece extraña. Está colocada en ángulo con la pared. La han movido.

Giro en círculo y veo que la puerta del armario está abierta y hay un póster rasgado por la mitad cerca de él.

—Alguien ha estado aquí ya —dice Thomas, dejando de susurrar.

Me doy cuenta de que estoy sudando y me limpio la frente con el dorso del guante. No tiene sentido. ¿Quién puede haber estado aquí antes? Tal vez Will tuviera otros enemigos. Es una maldita coincidencia, pero parece que últimamente se están produciendo muchas coincidencias.

En la oscuridad, creo distinguir algo cerca del póster, en la pared. Parecen palabras escritas. Me acerco y mi pie golpea algo en el suelo que produce un sonido familiar. Sé lo que es antes incluso de pedirle a Thomas que encienda la luz. Cuando la claridad inunda la habitación, ya he empezado a retroceder y descubrimos en medio de lo que estábamos.

Están los dos muertos. La cosa contra la que mi pie golpeó era el muslo de Chase —o lo que queda de él— y lo que pensé que era escritura en la pared son en realidad rastros de sangre, largos y anchos. Oscura sangre arterial dibujando arcos. Thomas se ha aferrado a mi camisa por detrás y jadea, atenazado por el pánico. Me libero de él con suavidad. Mi cabeza reacciona de manera fría y clínica. El instinto de investigar es más fuerte que la necesidad de correr.

El cuerpo de Will está detrás de la cama. Está tumbado de espaldas, con los ojos abiertos. Tiene un ojo rojo y al principio pienso que se le han reventado todos los capilares, pero es solo una salpicadura de sangre. A su alrededor, la habitación se encuentra destrozada. Las sábanas y mantas están hechas jirones y descansan en un montón junto al brazo de Will. Aún lleva puesto lo que, supongo, es el pijama, unos pantalones de franela y una camiseta. Chase va vestido de calle. Estoy analizando estos datos como lo haría un agente del CSI, ordenándolos y tomando nota de ellos, para evitar pensar en lo que he visto cuando las luces se han encendido.

Las heridas que ambos tienen: brillantes, rojas y aún sangrantes. Grandes trozos de músculo y hueso desgarrados en forma de media luna. Reconocería esas heridas en cualquier parte, aunque solo las haya visto en mi imaginación. Son marcas de mordiscos.

Algo se los ha comido.

Igual que se comió a mi padre.

—¡Cas! —grita Thomas, y por el tono de su voz me doy cuenta de que ha dicho varias veces mi nombre sin obtener respuesta—. ¡Tenemos que largarnos de aquí!

Tengo las piernas paralizadas. Parece que no puedo reaccionar pero, entonces, Thomas me rodea por el pecho, sujetándome los brazos, y me arrastra fuera. Hasta que no apaga la luz y la escena de la habitación se vuelve negra, no me libero de él y echo a correr.

Capítulo veinte

—¿Qué hacemos?

Es lo que Thomas no deja de preguntar. Carmel ha llamado dos veces, pero sigo sin contestar. ¿Qué hacemos? No tengo ni idea. Simplemente permanezco sentado con tranquilidad en el asiento del copiloto mientras Thomas conduce sin rumbo fijo. Esto debe de ser algo parecido a la catatonia. No hay pensamientos de pánico surcando mi mente. No estoy haciendo planes, ni evaluando la situación. Solo repito unas palabras de forma rítmica y suave.
Está aquí. Está aquí.

Uno de mis oídos reconoce la voz de Thomas. Está hablando con alguien por teléfono, explicándole lo que hemos encontrado. Debe de ser Carmel. Tal vez desistió de llamarme a mí y lo intentó con él, sabiendo que recibiría una respuesta.

—No sé —dice Thomas—. Creo que está flipando. Quizá lo hayamos perdido.

Mi cara se contorsiona como si quisiera reaccionar y asumir el reto, pero la noto insensible, igual que cuando el dentista te inyecta anestesia. Los pensamientos gotean lentamente en mi cerebro. Will y Chase están muertos. La cosa que se comió a mi padre. Thomas está conduciendo hacia ninguna parte.

Ninguno de los pensamientos se mezcla con los demás. Ninguno tiene mucho sentido. Pero al menos, no estoy asustado. Luego el grifo gotea más deprisa y Thomas grita mi nombre y me golpea el brazo, devolviendo el agua a su sitio.

—Llévame a casa de Anna —digo, y él se muestra aliviado. Al menos he hablado. Al menos he tomado algún tipo de decisión y he dado alguna orden.

—Vamos a hacerlo —oigo que dice al teléfono—. Sí. Ahora vamos para allá. Reúnete con nosotros en la casa. ¡No entres si no hemos llegado!

Lo ha entendido mal. ¿Cómo puedo explicárselo? Él no sabe cómo murió mi padre. No sabe lo que esto significa: que finalmente ha dado conmigo. Se las ha apañado para encontrarme, ahora, cuando estoy prácticamente indefenso. Y ni siquiera sabía que me estuviera buscando. Casi podría sonreír. El destino me está gastando una broma.

Los kilómetros se suceden de manera borrosa. Thomas parlotea frases alentadoras. Entra en el camino de acceso de la casa de Anna y sale del coche. Mi puerta se abre unos segundos después y Thomas me saca agarrándome por el brazo.

—Vamos, Cas —dice. Lo miro con gravedad—. ¿Estás preparado? —pregunta—. ¿Qué vas a hacer?

No sé qué responder. El estado de conmoción está perdiendo su encanto. Quiero recuperar mi cerebro. ¿Es que no puede simplemente sacudirse como un perro y volver a funcionar?

Nuestros pies hacen crujir la grava fría. Mi aliento se torna visible al formar una pequeña nube brillante. A mi derecha, las pequeñas nubes de Thomas aparecen más rápidamente, en pequeños resoplidos nerviosos.

—¿Estás bien? —me pregunta—. Tío, nunca había visto nada igual. No puedo creer que ella… Aquello era… —se detiene y dobla el cuerpo. Está recordando y como lo haga con demasiada intensidad, o demasiada precisión, puede que vomite. Alargo el brazo para sujetarlo.

—Tal vez deberíamos esperar a Carmel —dice, y tira de mí para retroceder.

La puerta de la casa se ha abierto. Anna sale hacia el porche, lentamente, como un gamo. Miro su vestido primaveral. No hace ningún movimiento para protegerse del frío, aunque el viento debe de estar atravesándola como afiladas planchas de hielo. Sus hombros desnudos y muertos no pueden sentirlo.

—¿Lo tienes? —pregunta Anna—. ¿Lo has encontrado?

—¿Si tienes el qué? —susurra Thomas—. ¿De qué está hablando?

Niego con la cabeza para responder a ambos y subo los escalones del porche. Paso junto a Anna, entro en la casa y ella me sigue.

—Cas —dice Anna—. ¿Qué sucede? —sus dedos rozan mi brazo.

—¡Atrás, tía! —chilla Thomas. Luego la empuja y se interpone entre nosotros. Está haciendo ese ridículo gesto que imita una cruz con los dedos, pero no lo culpo. Está flipando. Igual que yo.

—Thomas —digo—. No fue ella.

—¿Qué?

—Ella no lo hizo.

Lo miro con tranquilidad para que vea que las consecuencias de la conmoción se están difuminando; estoy volviendo en mí.

—Y deja de hacer eso con los dedos —añado—. Anna no es un vampiro y, si lo fuera, no creo que hacer una cruz con las falanges ayudara en nada.

Thomas baja las manos. El alivio relaja los músculos de su cara.

—Están muertos —le digo a Anna.

—¿Quiénes están muertos? ¿Y por qué no vas a acusarme de nuevo?

Thomas se aclara la garganta.

—Bueno, él no lo hará, pero yo sí. ¿Dónde estuviste anoche y esta mañana?

—Estuve aquí —responde—. Siempre estoy aquí.

Fuera, escucho el chirrido de unos neumáticos. Carmel ha llegado.

—Eso servía para cuando estabas contenida —refuta Thomas—, pero tal vez ahora que estás libre te muevas por toda la ciudad. ¿Por qué no ibas a hacerlo? ¿Por qué permanecer aquí, donde has estado atrapada durante cincuenta años? —mira a su alrededor, nervioso aunque la casa esté tranquila. No hay señales de espíritus enfadados—. A mí ni siquiera me apetece estar aquí ahora.

Unas pisadas golpean los escalones del porche y Carmel aparece con algo inesperado, un bate de béisbol metálico.

—¡Aléjate de ellos, maldita! —grita con todas sus fuerzas. Balancea el bate en un amplio arco y golpea a Anna en la cara. El efecto es como darle una bofetada a Terminator con una tubería de plomo. Anna parece sorprendida y, luego, ofendida. Me parece ver que Carmel traga saliva.

—Basta ya —digo yo, y Carmel baja el bate unos centímetros—. Ella no lo hizo.

—¿Cómo lo sabes? —pregunta ella. Sus ojos brillan y el bate tiembla en sus manos. La adrenalina y el miedo corren por sus venas.

—¿Que cómo sabe el qué? —la interroga Anna—. ¿De qué estáis hablando? ¿Qué ha sucedido?

—Will y Chase están muertos —respondo.

Anna mira al suelo, luego pregunta:

—¿Quién es Chase?

¿Podría dejar todo el mundo de hacer tantas condenadas preguntas? ¿O puede alguien, al menos, responderlas?

—Era uno de los tíos que ayudó a Mike a jugármela la noche que… —me detengo—. Era el otro que estaba junto a la ventana.

—Ah.

Como no continúo, Thomas le cuenta todo a Anna. Carmel se estremece en las partes sangrientas. Thomas la mira con expresión de disculpa, pero sigue hablando. Anna escucha y me mira.

—¿Quién ha podido hacerlo? —pregunta Carmel enfadada—. ¿Tocasteis algo? ¿Os vio alguien? —nos mira a Thomas y a mí alternativamente.

—No. Llevábamos guantes y creo que no movimos nada mientras estuvimos allí —responde Thomas. Las voces de Carmel y Thomas suenan firmes, aunque algo aceleradas. Se están centrando en los aspectos prácticos, lo que facilita todo, pero no puedo permitirles que sigan. No comprendo lo que está sucediendo y necesito que lo averigüemos. Tienen que saberlo todo, o tanto como sea capaz de contarles.

—Había tanta sangre —dice Thomas débilmente—. ¿Quién lo haría? ¿Por qué alguien…?

—No es exactamente quién. Es más bien qué —digo yo. De repente, me siento cansado. El respaldo del sofá cubierto de polvo parece muy cómodo. Me apoyo sobre él.

—¿Un «qué»? —pregunta Carmel.

—Sí. Una cosa. No es una persona. Ya no. Es lo mismo que desmembró al tipo del parque —trago saliva—. Probablemente no se informó de las marcas de mordiscos para mantener las evidencias en secreto. No las mencionaron. Por eso no lo comprendí antes.

—Marcas de mordiscos —murmura Thomas, y sus ojos se abren mucho—. ¿Eran eso? Es imposible. Eran demasiado grandes; había trozos enormes desgarrados.

—Ya las había visto antes —digo—. Bueno, eso no es totalmente cierto. Nunca las había visto. Y no sé lo que esa cosa está haciendo aquí y ahora, diez años después.

Carmel está golpeando despreocupadamente el bate de aluminio contra el suelo; el sonido retumba como una campana mal afinada en la casa vacía. Sin decir nada, Anna pasa junto a ella y le quita el bate, luego lo coloca sobre los almohadones del sofá.

—Lo siento —susurra Anna y se encoge de hombros mirando a Carmel, que se cruza de brazos y se encoge de hombros también.

—No pasa nada. No me había dado cuenta de que lo estaba haciendo. Y… perdona por, ya sabes, golpearte antes.

—No me dolió —Anna se coloca junto a mí—. Casio. Tú sabes lo que es esa cosa.

—Cuando tenía siete años, mi padre salió en busca de un fantasma en Baton Rouge, Luisiana —bajo los ojos al suelo, hacia los pies de Anna—. Nunca regresó. Esa cosa acabó con él.

Anna coloca la mano sobre mi brazo.

—Él era cazador de fantasmas, como tú —dice.

—Como todos mis antepasados —respondo—. Él era como yo, y mejor que yo —la idea de que el asesino de mi padre esté aquí provoca que me dé vueltas la cabeza. Se suponía que no debía suceder de esta manera. Se suponía que yo tenía que ir tras él. Se suponía que debía de estar preparado y contar con todas las herramientas, y se suponía que yo debía cazarlo—. Y, aun así lo mató.

—¿Cómo lo mató? —pregunta Anna con suavidad.

—No lo sé —respondo. Me tiemblan las manos—. Solía pensar que tal vez estuviera distraído. O que le tendió una emboscada. Incluso se me pasó por la cabeza que el cuchillo deje de funcionar cuando alcanzas tu límite de capturas. Pensé que tal vez fui yo quien lo provocó. Que lo maté simplemente por crecer y estar listo para sustituirlo.

—Eso no es cierto —dice Carmel—. Es ridículo.

—Sí, bueno, tal vez sí y tal vez no. Cuando eres un crío de siete años y tu padre muere y su cuerpo acaba como si hubiera formado parte del menú de unos jodidos tigres siberianos, piensas un montón de tonterías absurdas.

—¿Se lo comieron? —pregunta Thomas.

—Sí. Se lo comieron. Escuché la descripción de los policías. Grandes trozos arrancados de su cuerpo, igual que les ha sucedido a Will y Chase.

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