Read Anna vestida de sangre Online
Authors: Kendare Blake
Desconozco de dónde procede el poder del
áthame
y Gideon nunca me lo ha explicado, si es que él lo sabe, pero si ese poder viene de algo oscuro, entonces que así sea. Yo lo utilizo para algo bueno. Y respecto al olor de la pipa de Elias…
—Probablemente fuera solo algo de lo que estabas asustada después de ver cómo te asesinaban —le digo con cautela—. Ya sabes, como soñar con zombis después de ver
Tierra de los Muertos.
—¿Tierra de los Muertos?
¿Es eso con lo que sueñas? —pregunta—. ¿Tú que te ganas la vida matando fantasmas?
—No. Yo sueño con pingüinos construyendo puentes. No me preguntes por qué.
Anna sonríe y se coloca el pelo detrás de la oreja. Cuando hace eso, siento como un tirón en lo más profundo del pecho. ¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué he venido aquí? Apenas lo recuerdo.
En algún lugar de la casa, una puerta se cierra de golpe. Anna da un respingo. Creo que jamás la había visto sobresaltarse. Su pelo se levanta y empieza a ondear. Es como un gato arqueando la espalda y levantando la cola.
—¿Qué ha sido eso? —pregunto.
Ella sacude la cabeza. No podría decir si está avergonzada o asustada. Parece que ambas cosas.
—¿Recuerdas lo que te enseñé en el sótano? —pregunta.
—¿El montón de cadáveres? No, se me ha borrado de la mente. ¿Te estás quedando conmigo?
Ella ríe, nerviosa.
—Siguen aquí —susurra.
Mi estómago aprovecha la oportunidad para retorcerse y mis pies se arrastran sin mi permiso. La imagen de todos esos cuerpos permanece fresca en mi memoria. De hecho, aún recuerdo el olor del agua verdosa y la podredumbre. La idea de que ahora estén deambulando por la casa con voluntad propia —que es lo que Anna está insinuando— no me agrada.
—Supongo que ahora me rondan ellos a mí —dice en voz baja—. Por eso salí fuera. No es que me asusten —añade rápidamente—, pero no puedo soportar verlos —se detiene y cruza los brazos sobre su estómago, como si se estuviera abrazando a sí misma—. Sé lo que estás pensando.
¿De verdad?, porque yo no.
—Que debería encerrarme aquí dentro con ellos. Después de todo, es culpa mía —su voz no suena malhumorada. No me está pidiendo que muestre mi desacuerdo. Sus ojos, dirigidos hacia los tablones del suelo, son sinceros—. Ojalá pudiera decirles que me gustaría volver atrás.
—¿Qué más da eso? —pregunto en voz baja—. ¿Cambiaría algo si Malvina te dijera que lo siente?
Anna niega con la cabeza.
—Por supuesto que no. Estoy siendo una estúpida.
Desvía los ojos hacia la derecha, solo un instante, pero sé que está mirando el tablón roto del que sacamos el vestido anoche. Parece casi asustada. Tal vez debería venir con Thomas para sellarlo o algo así.
Muevo la mano con nerviosismo. Reúno todo mi coraje y la deslizo hasta su hombro.
—No estás siendo estúpida. Ya pensaremos algo, Anna. Los exorcizaremos. Morfran sabrá cómo conseguir que desaparezcan.
Todo el mundo necesita un poco de descanso, ¿no es verdad? Ahora parece convencida; lo que está hecho, hecho está, y ella merece encontrar algún tipo de paz. Pero incluso así, por sus ojos se deslizan oscuros y perturbadores recuerdos de lo que hizo. ¿Cómo se supone que va a olvidarlo?
Decirle que no se torture lo empeoraría todo. No puedo absolverla, pero quiero intentar que olvide, al menos por un instante. Una vez fue inocente, y me tortura que no pueda recuperar esa inocencia.
—Ahora tienes que encontrar tu camino de regreso al mundo —le digo suavemente.
Anna abre la boca para hablar, pero nunca sabré lo que pretendía decir. La casa se sacude literalmente, como si la estuvieran levantando con un gato enorme. Cuando se asienta, se produce una sacudida y con la vibración aparece una figura frente a nosotros. Lentamente se aleja de las sombras hasta que resulta visible, un pálido cadáver a plena luz del día.
—Yo solo quería pasar la noche —dice. Suena como si tuviera la boca llena de grava, pero al fijarme mejor me doy cuenta de que tiene todos los dientes sueltos.
—Anna —digo agarrándole el brazo, pero ella no me permite que la arrastre. Aguanta sin rechistar mientras él extiende los brazos a ambos lados. La postura de Cristo lo empeora todo cuando empieza a brotar sangre a través de su ropa harapienta, oscureciendo la tela por todas partes, por todo el cuerpo. Su cabeza queda colgando, se mueve atrás y adelante de forma violenta y, de repente, sale despedida hacia arriba. Él grita.
El sonido que escucho de algo rasgado no es solo la camisa. Sus intestinos salen despedidos en forma de grotesca cuerda y golpean el suelo. Empieza a verterse hacia delante, hacia Anna, y yo tiro de ella con fuerza suficiente para arrastrarla hacia mi pecho. Cuando me coloco entre Anna y él, otro cuerpo atraviesa la pared, esparciendo polvo y astillas por todas partes. Sus trozos ruedan por el suelo, con los brazos y las piernas desgarrados. La cabeza nos mira mientras se desliza, sacando los dientes.
No tengo ganas de contemplar una lengua ennegrecida descomponiéndose, así que envuelvo a Anna con el brazo y la obligo a moverse. Gime con suavidad, pero se deja llevar, así que nos apresuramos a franquear la puerta hacia la seguridad que ofrece la luz del sol. Por supuesto, cuando miramos atrás no hay nada. La casa sigue como antes, sin sangre en el suelo, ni agujeros en la pared.
Mientras mira hacia la puerta, Anna parece abatida —culpable y aterrorizada—. Yo ni siquiera pienso, solo la acerco a mí y la abrazo con fuerza. Mi respiración se agita en su pelo. Sus puños tiemblan aferrados a mi camisa.
—No puedes quedarte aquí —digo.
—No hay ningún sitio al que pueda marcharme —contesta—. No es tan horrible. No tienen demasiada fuerza. Solo pueden hacer demostraciones como esta cada varios días. Probablemente.
—No puedes hablar en serio. ¿Y si se vuelven más fuertes?
—¿Qué esperabas? —exclama y retrocede, fuera de mi alcance—, ¿que todo esto llegaría sin coste alguno?
Quiero replicar, pero nada me suena convincente, ni siquiera en mi cabeza. No puede continuar así. Se volverá loca. No me importa lo que diga.
—Iré a ver a Thomas y a Morfran —aseguro—. Ellos sabrán qué hacer. Mírame —digo, levantándole la barbilla—. No dejaré que esto siga así. Te lo prometo.
Si hubiera respondido con algún gesto, se habría encogido de hombros. Para ella, es un castigo merecido. Pero está muy impresionada, y eso evita que discuta. Cuando me dirijo al coche, vacilo.
—¿Estarás bien?
Anna me regala una sonrisa irónica.
—Estoy muerta. ¿Qué me podría pasar?
Aun así, tengo la sensación de que, mientras yo no esté, pasará la mayor parte del tiempo fuera de la casa. Bajo por el camino.
—¿Cas?
—¿Sí?
—Me alegro de que regresaras. No estaba segura de que lo hicieras.
Asiento con la cabeza y meto las manos en los bolsillos.
—No me marcharé a ninguna parte.
Dentro del coche, pongo la radio a todo volumen. Es agradable cuando estás hasta las narices del escalofriante silencio. Lo hago mucho. Me estoy tranquilizando con algo de los Stones cuando una noticia interrumpe la melodía de
Black.
«El cuerpo fue hallado junto a las puertas del cementerio de Park View y puede haber sido víctima de un rito satánico. La policía aún desconoce la identidad de la víctima, sin embargo Canal 6 ha sabido que el crimen fue especialmente brutal. Aparentemente, la víctima, un hombre de unos cincuenta años, ha sido desmembrada».
Las imágenes que veo delante de mí parecen secuencias de un noticiero con el sonido apagado. Las luces de los coches patrulla lanzan destellos giratorios en blanco y rojo, pero no se escuchan sirenas. Los policías deambulan con monótonas chaquetas negras, las barbillas hundidas y expresión sombría. Tratan de parecer tranquilos, como si esto sucediera todos los días, pero algunos parecen estar deseando esconderse entre los arbustos para vomitar los
donuts
del desayuno. Unos pocos utilizan sus cuerpos para impedir que las entrometidas cámaras tomen imágenes. Y en algún lugar en medio de todo esto hay un cuerpo, despedazado.
Me gustaría poder acercarme más; ojalá tuviera un pase de prensa en la guantera o dinero con el que meterme a unos cuantos polis en el bolsillo. Pero tengo que quedarme junto a la multitud de periodistas, detrás de la cinta amarilla.
No quiero pensar que lo haya hecho Anna. Eso significaría que la muerte de ese hombre ha sido culpa mía. No quiero pensar eso porque significaría que no tiene cura, que no hay redención.
Mientras la multitud mira, la policía abandona el parque con una camilla. Sobre ella hay una bolsa negra que debería tener forma de cuerpo humano, pero parece llena de material de
hockey
. Me imagino que lo habrán metido todo revuelto, lo mejor que hayan podido. Cuando la camilla golpea el bordillo, los restos se mueven y vemos, a través de la bolsa, que uno de los miembros cae, claramente separado del resto. La multitud emite un sonido amortiguado de disgusto e inquietud. Me abro paso a codazos entre la gente en dirección a mi coche.
* * *
Entro en el camino de acceso de la casa de Anna y aparco. Se sorprende al verme. Me he marchado hace menos de una hora. Cuando mis pies aplastan la grava no sé si el sonido que escucho procede de la tierra o de mis dientes al rechinar. La expresión de Anna cambia de agradablemente sorprendida a preocupada.
—¿Cas? ¿Qué sucede?
—Dímelo tú —me sorprendo al descubrir lo cabreado que estoy—. ¿Dónde estuviste anoche?
—¿De qué estás hablando?
Necesita convencerme. Tiene que ser muy convincente.
—Solo dime dónde estuviste. ¿Qué hiciste?
—Nada —dice ella—. Me quedé cerca de la casa. Puse a prueba mi fuerza y… —se calla.
—¿Qué, Anna? —exijo.
Su expresión se endurece.
—Me escondí en mi habitación un rato. Después de darme cuenta de que los espíritus seguían aquí.
Sus ojos muestran resentimiento. Tiene esa mirada de
ahí lo tienes, ¿estás contento?
—¿Estás segura de que no saliste de aquí? ¿No intentaste explorar Thunder Bay de nuevo, o tal vez ir al parque y, no sé, desmembrar a un pobre corredor?
La expresión sorprendida de su rostro provoca que el enfado se desplome hasta mis pies. Abro la boca para tratar de enmendar mis palabras pero, ¿cómo le explico por qué estoy enfadado? ¿Cómo le explico que necesita darme una coartada mejor?
—No puedo creer que me estés acusando.
—Y yo no puedo creer que tú no te lo puedas creer —replico. No entiendo por qué me muestro tan combativo—. Vamos. En esta ciudad no se encuentra gente masacrada a diario. Y justo la noche después de liberar al fantasma asesino más poderoso del hemisferio occidental, ¿aparece alguien a quien le faltan los brazos y las piernas? Es una maldita coincidencia, ¿no crees?
—Pero es una coincidencia —insiste. Sus delicadas manos se han cerrado en apretados puños.
—¿Es que no recuerdas todo lo que ha sucedido? —gesticulo como un loco hacia la casa—. Despedazar cuerpos es como tu
modus operandi.
—¿Qué significa
modus operandi
? —pregunta.
Sacudo la cabeza.
—¿Es que no pillas lo que esto significa? ¿No comprendes lo que tendré que hacer si sigues matando?
Como ella no responde, mi lengua enloquecida sigue adelante.
—Significa que tendré que enfrentarme a un final como el de la película
Fiel amigo
—suelto de golpe. En el instante en que digo estas palabras, me arrepiento de haberlo hecho. Ha sido estúpido y mezquino, y ella capta la indirecta. Por supuesto que la capta.
Fiel amigo
se filmó alrededor de 1957 y probablemente la vio cuando se estrenó en los cines y sepa que el protagonista tiene que matar a su fiel amigo el perro cuando enferma de rabia. Me mira con expresión dolida y ofendida; no sé si alguna otra mirada me ha hecho sentir peor. Aun así, me siento incapaz de articular una disculpa. La idea de que probablemente sea una asesina le impide salir.
—Yo no lo hice. ¿Cómo puedes pensar eso? ¡Ni siquiera puedo soportar lo que ya he hecho!
Ninguno de los dos dice nada más. Tampoco nos movemos. Anna está enfadada y trata con todas sus fuerzas de retener las lágrimas. Cuando nos miramos, algo en mi interior trata de ubicarse, de encontrar su lugar. Lo siento en mi mente y en mi pecho, como una pieza de rompecabezas que sabes que tiene que encajar en algún sitio mientras tratas de colocarla en diferentes posiciones. Y luego, como si nada, lo encuentra. De manera tan perfecta y absoluta que no puedes imaginar cómo era cuando no estaba ahí, aunque fuera solo unos segundos atrás.
—Lo siento —me oigo susurrar—. Es que… no sé lo que está pasando.
Los ojos de Anna se dulcifican y las lágrimas testarudas empiezan a desvanecerse. La postura de su cuerpo, el modo en que respira, me indica que quiere acercarse a mí. Una nueva sensación invade el aire entre nosotros, pero ninguno de los dos quiere respirarla. No puedo creerlo. Nunca he sido ese tipo de persona.
—Tú me has salvado, ¿lo sabes? —dice Anna por fin—. Tú me liberaste. Pero que no esté presa, no significa… que pueda conseguir las cosas que… —se detiene. Quiere decir algo más. Lo sé. Pero igual que sé que quiere, sé que no lo hará.
Noto que se obliga a mantenerse alejada. La calma la cubre como una manta que tapa la melancolía y silencia cualquier deseo de algo diferente. En mi garganta se acumulan mil argumentos, pero los retengo con los dientes.
No somos unos niños, ninguno de los dos. No creemos en los cuentos de hadas. Y, si creyéramos en ellos, ¿quién seríamos? El príncipe encantador y la Bella Durmiente por supuesto que no. Yo corto las cabezas de mis víctimas y Anna estira la piel de las suyas hasta que se rasga y parte huesos como ramas verdes en pedazos cada vez más pequeños. Seríamos el dragón fuera de control y el hada malvada. Lo sé. Pero, aun así, tengo que decírselo.
—No es justo.
La boca de Anna se contrae en una sonrisa. Debería ser amarga —debería ser despectiva—, pero no lo es.
—Sabes lo que eres, ¿verdad? —pregunta—. Eres mi salvación. Mi camino hacia la expiación. Para pagar por todo lo que he hecho.
Cuando me doy cuenta de lo que quiere, siento como si alguien me hubiera dado una patada en el pecho. No me sorprende que se muestre reacia a salir por ahí y caminar entre tulipanes, pero nunca imaginé, después de todo esto, que quisiera desaparecer.