Read Anna vestida de sangre Online
Authors: Kendare Blake
—Sí —responde con escepticismo—. Y ahora si me puedes conseguir 1,21 giga vatios y un condensador de flujo, estaremos listos.
Me río.
—Ya está aquí de nuevo santo Tomás. No seas tan negativo. Esto va a funcionar.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta.
—Porque tiene que funcionar —trato de mantener los ojos abiertos cuando mi cabeza empieza realmente a retumbar.
* * *
Se han creado dos frentes en la casa, en la que no había habido tanto movimiento desde… posiblemente jamás. En el piso de arriba, Thomas y Morfran están espolvoreando una línea de incienso a lo largo de la parte alta de las escaleras. Morfran ha sacado su propio
áthame
y está dibujando con él el símbolo del pentagrama en el aire. No es ni por asomo tan guay como el mío, que descansa en su funda de cuero colgado de mi hombro, con la correa cruzándome el pecho. He tratado de no pensar demasiado en lo que Morfran y Thomas me dijeron sobre él. Es solo un objeto; no se trata de un artefacto inherentemente bueno o malo. No tiene voluntad propia. Además, tampoco he estado todos estos años saltando por ahí y llamándolo «mi amorcito». Y en cuanto al vínculo entre el cuchillo y el hechicero
obeah
, juro que quedará roto esta noche.
En el piso de arriba, Morfran susurra y gira lentamente en el sentido contrario a las agujas del reloj. Thomas sostiene algo que parece una mano de madera con los dedos extendidos, barre los escalones superiores y luego lo suelta. Morfran ha terminado su cántico; hace un gesto con la cabeza a Thomas y este enciende una cerilla y la deja caer. Aparece una línea de llamas azules a lo largo del segundo piso y luego empieza a humear.
—Aquí huele como en un concierto de Bob Marley —digo yo mientras Thomas desciende las escaleras.
—Es el pachuli —responde.
—¿Y qué pasa con la escoba de dedos de madera?
—Raíz de consuelda. Para una casa segura —Thomas mira a su alrededor. Puedo ver en sus ojos que está haciendo una lista mental de todo lo que vamos a necesitar.
—Por cierto, ¿qué estabais haciendo ahí arriba?
—Es desde donde haremos el hechizo de amarre —dice señalando con la cabeza hacia la segunda planta—. Y es nuestra línea defensiva. Vamos a sellar toda la planta superior. Si las cosas se ponen feas, nos reagruparemos allí. No será capaz de acercarse a nosotros —suspira—. Así que será mejor que empiece a marcar pentagramas en las ventanas.
El segundo frente está haciendo ruido en la cocina. Deben de ser mi madre, Carmel y Anna. Anna está ayudando a mi madre a aprender a usar la cocina de leña mientras trata de hervir pociones de protección. También me llega el olor de las aguas curativas de romero y lavanda. Mi madre es el tipo de persona que se prepara para lo peor y espera lo mejor. En sus manos está fabricar algo que lo atraiga hasta aquí —aparte de mi táctica de recostarnos sobre las cuerdas, claro está—.
No sé por qué pienso en clave. Todo esto de recostarnos sobre las cuerdas, hasta yo estoy empezando a preguntarme a qué me refiero. Se trata de una táctica de engaño, una estrategia de boxeo que hizo famosa Mohamed Alí. Hacer pensar a tu oponente que estás perdiendo; llevarlo a donde tú quieres que esté; y acabar con él.
Entonces, ¿cuál es mi estrategia? Matar a Anna.
Supongo que debería decírselo.
En la cocina, mi madre está picando una especie de hierba frondosa. En la encimera, hay una jarra abierta con un líquido verde que huele a encurtidos mezclados con corteza de árbol. Anna está removiendo el contenido de una cazuela al fuego, mientras Carmel husmea cerca de la puerta del sótano.
—¿Qué hay aquí abajo? —pregunta y la levanta.
Anna se pone tensa y me mira. ¿Qué encontraría Carmel ahí abajo, si descendiera? ¿Cadáveres desconcertados arrastrando los pies?
Probablemente no. La aparición de los fantasmas parece ser una manifestación de la culpa de Anna. Si Carmel tropezara con algo, serían probablemente débiles puntos fríos y algún portazo misterioso y ocasional.
—Nada de lo que tengamos que preocuparnos —digo yo, acercándome para cerrarla—. Las cosas marchan a la perfección en el piso de arriba. ¿Cómo van por aquí?
Carmel se encoge de hombros.
—No soy de mucha utilidad. Se parece mucho a cocinar y yo no sé cocinar. Pero ellas parece que lo tienen controlado —arruga la nariz—. Aunque todo va un poco lento.
—Una buena poción nunca debe hacerse deprisa —mi madre sonríe—. Saldría todo mal. Y has sido de gran ayuda, Carmel. Ha limpiado los cristales.
Carmel le devuelve la sonrisa, pero me lanza una mirada crítica.
—Creo que iré a ayudar a Thomas y a Morfran.
Después de que se haya ido, siento ganas de que no lo hubiera hecho. Con Anna, mi madre y yo, la habitación parece extrañamente abarrotada. Hay cosas que es necesario decir, pero no delante de mi madre.
Anna se aclara la garganta.
—Creo que esto está ligando, señora Lowood —dice—. ¿Necesita que haga algo más?
Mi madre la mira.
—En este momento no, querida. Gracias.
Mientras atravesamos el salón en dirección al vestíbulo, Anna alza la cabeza para ver lo que está sucediendo en la planta de arriba.
—No tienes ni idea de lo extraño que es —dice—. Que haya gente en casa y no querer despedazarlos en trocitos diminutos.
—Pero eso es una mejoría, ¿no?
Arruga la nariz.
—Eres un… ¿qué fue lo que Carmel dijo antes? —baja los ojos y luego los dirige hacia mí—. Un imbécil.
Me río.
—Te están poniendo al día.
Salimos al porche y me ajusto la chaqueta. No me la he quitado en ningún momento; la casa llevaba medio siglo sin calentarse.
—Me gusta Carmel —dice Anna—. Al principio no era así.
—¿Por qué no?
Se encoge de hombros.
—Pensé que era tu novia —sonríe—. Aunque es una razón estúpida para que alguien no te guste.
—Sí, bueno. Creo que Carmel y Thomas llevan rumbo de colisión —nos apoyamos contra la casa y siento la podredumbre en los tablones detrás de mí. No parecen firmes; en el momento en que me reclino da la sensación de que soy yo el que está sujetando la casa y no al revés.
El dolor de cabeza se está volviendo más intenso y estoy empezando a sentir un principio de flato. Debería preguntar si alguien tiene un ibuprofeno. Aunque es una estupidez porque, si esto es místico, ¿qué diablos me va a hacer el ibuprofeno?
—Te empieza a doler, ¿verdad?
Anna me está mirando con preocupación. Me imagino que estaba frotándome los ojos sin darme cuenta.
—Estoy bien.
—Tenemos que conseguir que venga, y pronto —se acerca a la barandilla y vuelve—. ¿Cómo vas a lograr atraerlo hasta aquí? Dímelo.
—Voy a hacer lo que siempre has querido que hiciera —respondo.
Tarda un instante en comprender mis palabras. Si es posible que el rostro de una persona exprese al mismo tiempo dolor y agradecimiento, eso es lo que refleja el suyo.
—No te entusiasmes demasiado. Solo voy a matarte un poquito. Será más como un derramamiento de sangre ritual.
Frunce el ceño.
—¿Funcionará?
—Con todos los conjuros de llamada adicionales que se están preparando en esa cocina, creo que sí. Debería comportarse como un perro de cómic flotando tras el rastro del olor de un perrito caliente.
—Eso me debilitará.
—¿Cuánto?
—No lo sé.
Maldita sea. La verdad es que yo tampoco lo sé. No quiero hacerle daño, pero su sangre es la clave. El flujo de energía moviéndose por la hoja de mi cuchillo hacia donde demonios esté el brujo debería atraerlo como el aullido del macho alfa a la manada. Cierro los ojos. Hay un millón de cosas que podrían salir mal, pero es demasiado tarde para pensar en otra opción.
El dolor entre los ojos me obliga a parpadear en exceso. Está socavando mi capacidad de enfoque. Como los preparativos duren mucho más, no sé si estaré suficientemente bien para realizar los cortes.
—Casio. Tengo miedo por ti.
Sonrío de forma sarcástica.
—Probablemente sea sensato tener miedo.
Cierro los ojos con fuerza. Ni siquiera es un dolor punzante. Eso sería mejor, algo con idas y venidas, de modo que pudiera recuperarme entre medias. Esto es constante y enloquecedor. No me da ni un respiro.
Algo fresco toca mi mejilla. Unos dedos suaves se deslizan entre mi pelo por las sienes, retirándomelo hacia atrás. Luego noto su roce en los labios, con mucha delicadeza y, cuando abro los ojos, estoy mirando directamente a Anna. Los cierro de nuevo y la beso.
Cuando nos separamos —y tardamos un rato en separarnos—, nos apoyamos contra la casa con las frentes unidas. Mis manos están en la parte baja de su espalda. Ella sigue acariciándome los laterales de la cabeza.
—Nunca pensé que haría esto —susurra.
—Yo tampoco. Creí que iba a matarte.
Anna sonríe. Ella piensa que no ha cambiado nada, pero se equivoca. Todo es diferente. Todo, desde que llegué a esta ciudad. Ahora sé que debía venir, que desde el momento en el que escuché su historia —esa conexión que sentí, ese interés— existía un propósito.
No estoy asustado. A pesar del dolor agudo entre los ojos y de saber que algo viene a por mí, algo que podría arrancarme el bazo sin problemas para reventarlo como un globo de agua, no tengo miedo. Ella está conmigo. Ella es mi propósito y vamos a salvarnos el uno al otro. Vamos a salvar a todos los demás. Y luego voy a convencerla de que tiene que permanecer aquí. Conmigo.
Dentro de la casa se produce un pequeño ruido. Creo que a mi madre se le debe de haber caído algo en la cocina. Nada grave, pero provoca que Anna dé un respingo y retroceda. Me doblo sobre el costado y me estremezco. Creo que el hechicero
obeah
ha debido de empezar su trabajo ablandándome el bazo del que hablaba antes. Por cierto, ¿dónde está el bazo?
—¡Cas! —exclama Anna.
Regresa para permitir que me apoye en ella.
—No te vayas —le digo.
—No me voy a ninguna parte.
—No te vayas, jamás —bromeo y, por la cara que pone, creo que está pensando en estrangularme. Me besa de nuevo y yo no dejo que su boca se aleje; ella se retuerce, empieza a reír y trata de mantenerse seria.
—Vamos a concentrarnos en esta noche —dice.
Concentrarse en esta noche. Sin embargo, que me haya besado de nuevo me parece mucho más importante.
* * *
Los preparativos han terminado. Estoy tumbado de espaldas en el polvoriento sofá, apretando una botella de agua mineral tibia sobre mi frente. Tengo los ojos cerrados. El mundo parece mucho más agradable en la oscuridad.
Morfran ha tratado de hacer otra limpieza o contrarresto o lo que sea, pero no ha funcionado tan bien como la primera. Ha mascullado unos cánticos y golpeado un pedernal, provocando una bonita pirotecnia, y luego me ha frotado la cara y el pecho con algo negro, una especie de ceniza que olía a azufre. El dolor del costado se ha atenuado y ha dejado de intentar subir hacia la caja torácica. El de la cabeza se ha reducido hasta una punzada moderada, pero todavía molesta. Morfran parecía preocupado y decepcionado con los resultados. Dijo que habría resultado más efectivo si hubiera utilizado sangre de pollo fresca. Aunque me duela todo, me alegro de que no tuviera a mano un pollo vivo. Vaya espectáculo que habría preparado.
Estoy recordando las palabras del hechicero
obeah
: que el cerebro me escurriría por las orejas o algo así. Espero que no fuera literal.
Mi madre se sienta en el sofá, cerca de mis pies. Tiene la mano sobre mi espinilla y la acaricia, distraída. Aún quiere salir corriendo. Su instinto maternal le dice que me envuelva en una manta y me saque de aquí. Pero ella no es una madre cualquiera. Es mi madre. Así que se sienta y se prepara para luchar a mi lado.
—Siento lo de tu gato —le digo.
—Era de los dos —responde—. Yo también lo siento.
—Trató de advertirnos —continúo—. Debería haber escuchado a esa pequeña bola de pelo —bajo la botella de agua—. Realmente lo siento, mamá. Voy a echarlo de menos.
Ella asiente con la cabeza.
—Quiero que subas al segundo piso antes de que empiece todo —le digo. Asiente de nuevo. Sabe que no puedo concentrarme si estoy preocupado por ella.
—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunta—. Que habías estado investigando sobre él todos estos años. Que tenías planeado ir en su busca.
—No quería preocuparte —respondo, y me siento algo estúpido—. ¿Ves lo bien que ha salido todo?
Me retira el pelo de los ojos. No le gusta que lo lleve siempre encima de la cara. Su rostro se tensa de preocupación y se aproxima para mirarme de cerca.
—¿Qué pasa? —pregunto.
—Tienes los ojos amarillos —creo que se va a poner de nuevo a llorar. Desde la otra habitación, escucho maldecir a Morfran—. Es el hígado —dice mi madre en voz baja— y tal vez los riñones. Están fallando.
Bueno, eso explica la sensación que tengo en el costado, como si se me estuviera licuando.
Estamos solos en el salón. Todos los demás se han dispersado por sus respectivos rincones. Me imagino que estarán meditando, tal vez rezando. Espero que Thomas y Carmel hayan aprovechado para enrollarse en algún armario. En el exterior, un fogonazo eléctrico llama mi atención.
—¿No está muy avanzada la estación para que haya rayos? —pregunto.
Morfran responde desde donde esté a través de la puerta de la cocina.
—No son solo rayos. Creo que nuestro muchacho está acumulando algo de energía.
—Deberíamos hacer el conjuro de llamada —dice mi madre.
—Iré a buscar a Thomas —me levanto con esfuerzo del sofá y subo las escaleras lentamente. En la parte de arriba, la voz de Carmel sale del interior de una de las antiguas habitaciones de invitados.
—No sé lo que estoy haciendo aquí —dice con voz asustada, pero también algo irritada.
—¿Qué quieres decir? —pregunta Thomas.
—Vamos. Soy la maldita reina del baile del instituto. Cas es como Buffy Cazavampiros, tú, tu abuelo y su madre sois todos brujos o hechiceros o lo que sea y Anna… es Anna. ¿Qué estoy haciendo yo aquí? ¿Cuál es mi cometido?
—¿No te acuerdas? —pregunta Thomas—. Tú eres la voz de la razón. Piensas en las cosas que el resto olvidamos.
—Sí. Y pienso que me van a matar. A mí y a mi bate de aluminio.
—De eso nada. No te va a pasar nada, Carmel.