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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (25 page)

BOOK: Bailando con lobos
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Resultó que no hubo ninguna clase de repercusiones como consecuencia de su encuentro con las mujeres que bailaban. Pero, para su desesperación, Dunbar se encontró con que alrededor de la hoguera encendida delante de la tienda de Pájaro Guía había una gran cantidad de indios que seguían festejando, y que insistieron en que fuera él quien tomara el primer bocado de las costillas que acababan de sacar del fuego.

Así que el teniente permaneció sentado durante un rato más, participando del buen humor de quienes le rodeaban, mientras le obligaban a meterse más carne en su ya hinchado estómago.

Una hora más tarde apenas si podía mantener los ojos abiertos y cuando se encontró con los de Pájaro Guía, el chamán se levantó. Hizo entrar al soldado blanco en su tienda y lo condujo hacia un jergón que le habían preparado especialmente contra la pared del fondo.

El teniente Dunbar se dejó caer sobre las ropas y empezó a quitarse las botas. Estaba tan adormilado que ni siquiera pensó en decir buenas noches y apenas si vio fugazmente la espalda del chamán, que se retiraba.

Dunbar dejó que la última bota cayera descuidadamente al suelo y rodó sobre la cama. Se echó un brazo sobre los ojos y flotó hacia el sueño. En la penumbra anterior a la inconsciencia su mente empezó a llenarse de una corriente de calor y de unas imágenes inconcretas y vagamente sexuales. Las mujeres se movían a su alrededor. No podía distinguir sus rostros pero sí escuchar el murmullo de sus voces suaves. Podía ver sus formas pasando cerca de él, girando como los pliegues de un vestido que revolotea bajo la brisa.

Las sintió tocándole ligeramente y al moverse sintió la presión de la carne desnuda contra la suya.

Alguien estaba emitiendo una risita junto a su oreja y él no pudo abrir los ojos. Los sentía demasiado pesados. Pero las risitas persistieron y no tardó en cobrar conciencia de un olor en la nariz. Era la chaqueta de búfalo. Se dio cuenta entonces de que la risita no estaba en su oreja, pero sí muy cerca: en la estancia. Abrió los ojos haciendo un esfuerzo y giró la cabeza hacia el lugar de donde procedía el sonido. No pudo ver nada y se incorporó ligeramente. El interior de la tienda estaba en calma y las formas oscuras de la familia de Pájaro Guía no se movían. Todo el mundo parecía estar durmiendo.

Entonces, volvió a escuchar la risita. Era alta y dulce, definitivamente femenina y procedía de un lugar situado directamente al otro lado. El teniente se incorporó un poco más, lo suficiente como para que su mirada distinguiera las brasas de la hoguera, en el centro de la estancia.

La mujer volvió a emitir una risita y entonces una voz de hombre, baja y suave, flotó hasta él. Distinguió el extraño bulto que había siempre sobre la cama de Pájaro Guía. Los sonidos procedían de allí.

Dunbar no fue capaz de imaginarse lo que estaba sucediendo y, frotándose los ojos con rapidez, se incorporó un poco más.

Ahora pudo distinguir las formas de dos personas, cuyas cabezas y hombros sobresalían de entre las ropas de la cama y su vivo movimiento le pareció fuera de lugar a aquellas horas. El teniente estrechó los ojos, tratando de taladrar la oscuridad.

De repente, los cuerpos se quedaron rígidos. Uno se levantó por encima del otro y ambos se fundieron en uno solo. Hubo un momento de absoluto silencio antes de que llegara hasta sus oídos un gemido largo y bajo, como un suspiro exhalado con fuerza, y sólo entonces se dio cuenta de que estaban teniendo relaciones sexuales. Sintiéndose como un verdadero asno, se apresuró a dejarse caer de nuevo, confiando en que ninguno de los amantes hubiera visto su rostro estúpido y boquiabierto mirándolos desde el otro lado de la estancia.

Ahora, más despierto que dormido, permaneció tumbado, escuchando los sonidos firmes y cada vez más urgentes de su acto de amor. Ya se había adaptado a la oscuridad y ahora pudo distinguir la figura de la persona que dormía más cerca de él.

La elevación y descenso regular de las ropas le indicaron que se hallaba profundamente dormida. Estaba tumbada de costado, dándole la espalda. Pero conocía muy bien la forma de su cabeza y aquel cabello enmarañado de color cereza oscuro.

En Pie con el Puño en Alto dormía sola, y él empezó a plantearse preguntas sobre ella. Podía ser blanca por sangre, pero en todo lo demás era un miembro más de aquel pueblo. Hablaba su lengua como si fuera su idioma nativo. El inglés le resultaba extraño. No actuaba como si se hallara bajo ninguna imposición. Su actitud no indicaba el menor atisbo de que estuviera en cautividad. Ahora parecía ser una persona absolutamente igual a cualquiera de la tribu. Supuso, correctamente, que debían de haberse apoderado de ella cuando aún era muy joven.

Mientras volvía a quedarse lentamente dormido, las preguntas que se hada sobre la mujer que era dos personas, se entrelazaron lentamente en una sola.

«Me pregunto si se sentirá feliz con esta clase de vida», se dijo a sí mismo.

El interrogante quedó en su cabeza, entrelazándose perezosamente con los sonidos que producían Pájaro Guía y su esposa al fornicar.

Luego, sin ningún esfuerzo, el interrogante empezó a girar, haciéndolo de una forma lenta que fue ganando velocidad a cada giro que daba. Fue girando cada vez más y más rápido hasta que ya no pudo seguir viéndolo y el teniente Dunbar volvió a quedarse profundamente dormido.

Capítulo
20

Pasaron menos de tres días completos en el campamento temporal, y eso es un breve espacio de tiempo para experimentar un cambio amplio.

Sin embargo, eso fue lo que sucedió.

El curso de la vida del teniente Dunbar cambió.

No se produjo ningún acontecimiento único y espectacular que pudiera considerarse como responsable del cambio. No tuvo ninguna visión mística. Dios no se le apareció. No fue declarado oficialmente como guerrero comanche.

No hubo ningún momento de prueba, ninguna reliquia evidente a la que la gente pudiera señalar para decir que fue aquí o allí, esto o aquello.

Pero todo fue como si durante mucho tiempo hubiera llevado consigo un hermoso y misterioso virus del despertar que ahora, de pronto, hubiese surgido en un primer plano de su vida.

A la mañana siguiente después de la caza se despertó con una extraña lucidez. No quedaba en él el menor resto de sueño, y el teniente pensó en cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que se había despertado así. Por lo menos desde que era un muchacho.

Sentía los pies pegajosos, así que tomó las botas y abandonó la tienda pasando junto a los que dormían, confiando en encontrar en alguna parte un lugar donde pudiera lavarse entre los dedos de los pies. Lo encontró en cuanto salió del
tipi
. La pradera, cubierta de hierba, estaba empapada de rocío.

Dejó las botas junto a la tienda y echó a caminar hacia el este, sabiendo que la manada de ponis se encontraba en aquella dirección, por alguna parte. Quería comprobar cómo estaba «Cisco».

Las primeras vetas rosadas del amanecer habían surgido ya a través de la oscuridad y las contempló reverencial-mente mientras caminaba, inconsciente de las perneras del pantalón que ya estaban empapadas de rocío.

«Cada día empieza con un milagro», pensó de pronto.

Las vetas se hacían más grandes, cambiando de color a cada instante.

«Sea quien fuere Dios, le doy las gracias por este día».

Aquellas palabras le gustaron tanto que tuvo que decirlas en voz alta:

—Sea quien fuere Dios, le doy las gracias por este día.

Aparecieron las cabezas de los primeros caballos, con las orejas levantadas silueteadas contra el amanecer. También vio la cabeza de un indio. Probablemente era aquel muchacho que siempre estaba sonriendo.

Encontró a «Cisco» sin grandes dificultades. El caballo de color canela relinchó ante su aproximación y al teniente se le aceleró un poco el corazón. El caballo colocó el suave hocico sobre el pecho de Dunbar y los dos permanecieron quietos por un momento, dejando que les envolviera el frío de la mañana. Luego, con suavidad, el teniente levantó la cabeza de «Cisco» y le arrojó aliento caliente en cada una de las ventanas de la nariz.

Abrumados por la curiosidad, los otros caballos también empezaron a acercarse, y antes de que pudieran constituir una molestia, el teniente Dunbar pasó una brida sobre la cabeza de «Cisco» e inició el camino de regreso hacia el campamento. Avanzar en la dirección opuesta fue tan impresionante como a la venida. El poblado temporal se adaptaba perfectamente al horario de la naturaleza y, al igual que el día, se despertaba lentamente a la vida.

Ya se habían encendido unas pocas hogueras y en el corto espacio de tiempo que él había estado fuera fue como si todos se hubieran levantado. A medida que la luz se fue haciendo más intensa, como el giro gradual de una lámpara, las figuras que se movían por el campamento también fueron adquiriendo mayor vivacidad. —Qué armonía —dijo el teniente con sencillez mientras caminaba con un brazo colgado sobre las crines de «Cisco».

Luego, se vio inmerso en una línea compleja y profunda de pensamiento abstracto relacionado con las virtudes de la armonía, con la que estuvo ocupado durante todo el desayuno.

Aquella misma mañana volvieron a salir y Dunbar mató otro búfalo. Esta vez sostuvo a «Cisco» perfectamente controlado durante la carga, y en lugar de lanzarse en medio del rebaño, se aproximó por el costado, buscó un animal idóneo y se le acercó. A pesar de que llevó buen cuidado al apuntar, su primer disparo le salió alto y necesitó de una segunda bala para terminar el trabajo.

El búfalo que cobró era grande, y también fue felicitado por su buena elección por un grupo de guerreros que luego se acercaron a inspeccionar su pieza. No hubo ya la misma clase de excitación que había sido la característica dominante del primer día de caza. Tampoco comió el hígado fresco, pero se sintió mucho más competente en todos los sentidos.

Una vez más, las mujeres y los niños se desparramaron por la llanura para efectuar su trabajo de carniceros, y el campamento temporal se vio inundado de carne a últimas horas de la tarde. Las incontables perchas montadas para el secado se hundían bajo el peso de muchos cientos de kilos de carne, extendiéndose como hongos después de un aguacero, y hubo un nuevo festín con los trozos más delicados recién asados.

Los guerreros más jóvenes y una serie de muchachos no preparados todavía para seguir el sendero de la guerra, organizaron una carrera de caballos poco después de que todos regresaran al campamento. Risueño había puesto todo su corazón en la posibilidad de montar a «Cisco». Planteó su petición con tal respeto que el teniente no se lo pudo negar, y ya se habían corrido varias carreras cuando se dio cuenta, con horror, de que a los ganadores se les entregaban los caballos de los perdedores. Apoyó con sus gritos a Risueño, cuidando de mantener cruzados los dedos de las dos manos y, afortunadamente para él, el muchacho ganó las tres carreras en las que participó.

Más tarde hubo juego; Cabello al Viento hizo que el teniente participara en él. A excepción de que se jugaba con un dado, el juego le resultó desconocido, y aprender las reglas le costó a Dunbar todo su suministro de tabaco. Algunos de los jugadores se mostraron interesados por los pantalones con rayas amarillas, pero después de haber intercambiado ya la guerrera y el sombrero, al teniente le pareció que debía conservar alguna apariencia de uniforme.

Además, tal y como se desarrollaban las cosas, bien podía perder los pantalones y no tener nada que ponerse.

También les gustó el peto, pero eso quedaba igualmente descartado. Ofreció el viejo par de botas que llevaba, pero los indios no vieron ningún valor en ellas. Finalmente, el teniente sacó su rifle y los indios se mostraron unánimes en aceptarlo. Aquello de jugarse un rifle creó una gran agitación, y la partida alcanzó instantáneamente apuestas muy altas, atrayendo a numerosos observadores.

Ahora, el teniente ya sabía lo que estaba haciendo y, a medida que continuaba, el juego empezaba a gustarle. Tuvo una racha de buena suerte y para cuando se hubieron calmado los ánimos no sólo había conservado su rifle, sino que se encontró como propietario de tres ponis excelentes.

Los perdedores entregaron sus tesoros con tal gracia y buen humor que Dunbar se sintió impulsado a contestar de la misma forma, y regaló inmediatamente sus ganancias. El más alto y el más fuerte de los tres se lo regaló a Cabello al Viento. Luego, con un tirón de la traílla, condujo los otros dos caballos a través del campamento y, al llegar ante la tienda de Pájaro Guía, le entregó las riendas de ambos al chamán.

Pájaro Guía se sintió contento, pero perplejo. Cuando alguien le explicó de dónde procedían los caballos, miró a su alrededor, vio a En Pie con el Puño en Alto, la llamó y le indicó que deseaba que hablara por él.

Mientras estaba allí de pie, escuchando al chamán, el aspecto de ella era un tanto horrible. El trabajo con la carne le había salpicado de sangre los brazos, la cara y el delantal.

Ella aparentó ignorancia, haciéndole sacudir la cabeza a Pájaro Guía, pero éste insistió, y la pequeña asamblea que se había reunido delante de la tienda guardó silencio, a la espera de ver si ella era capaz de pronunciar en inglés aquello que Pájaro Guía le pedía.

En Pie con el Puño en Alto bajó la mirada hacia los pies y balbuceó una palabra varias veces. Luego, miró al teniente y lo intentó en voz alta.

—Jacia —dijo ella.

El teniente contorsionó el rostro.

—¿Qué? —replicó, forzando una sonrisa.

—Grazia. —Tiró de uno de sus brazos y con un dedo señaló hacia los ponis—. Bailo.

—¿Gracias? —aventuró el teniente—. ¿Me estás dando las gracias?

En Pie con el Puño en Alto asintió con la cabeza. —Sí —dijo con claridad.

El teniente Dunbar se adelantó para estrecharle la mano a Pájaro Guía, pero ella le detuvo. Aún no había terminado y sosteniendo un dedo en alto, se introdujo entre los ponis.

—Bailo —dijo señalando al teniente con la mano libre.

Luego repitió la palabra y señaló a Pájaro Guía.

—¿Uno para mí? —preguntó el teniente utilizando los mismos signos de la mano—. ¿Y otro para él?

En Pie con el Puño en Alto suspiró feliz y, al darse cuenta de que él la había comprendido, sonrió ligeramente.

—Sí —asintió y, sin pensárselo dos veces de su boca, surgió otra palabra perfectamente pronunciada—. Correcto.

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