El calor, junto con su constante autocrítica hizo que sintiera su mente a punto de estallar, y al notar una repentina somnolencia, dio un ligero apretón a «Cisco» con las rodillas. Había distinguido a poco más de medio kilómetro de allí la sombreada boca de un oscuro cañón que daba sobre la pradera.
Las paredes situadas a ambos lados se elevaban a más de treinta metros de altura, y la oscuridad que cayó sobre caballo y jinete fue instantáneamente refrescante. Pero a medida que fueron avanzando por el terreno del cañón, cubierto de rocas, el lugar se fue haciendo cada vez más siniestro. Las paredes se estrechaban más y más sobre ellos. Percibió los músculos de «Cisco» palpitando con nerviosismo, y en la absoluta quietud de la tarde él también fue consciente del latido hueco de su propio corazón.
Le asombró la repentina certidumbre de haber penetrado en algún sitio muy antiguo. Quizá aquello fuera diabólico.
Estaba pensando ya en la conveniencia de regresar cuando, de pronto, el piso del cañón empezó a hacerse más ancho. Por delante de él, en el espacio que había entre las paredes del cañón, pudo ver un bosquecillo de chopos, cuyas copas titilaban bajo la brillante luz del sol.
Después de haber efectuado unos pocos giros más, él y «Cisco» llegaron de pronto a un claro grande y natural, que era donde estaban situados los chopos. El lugar era notablemente verde, incluso a aquellas alturas del verano, y aunque no pudo ver ninguna corriente de agua, sabía que debía haberla por allí.
El caballo canela arqueó el cuello y olisqueó el aire. Probablemente, él también tendría sed, y Dunbar decidió dejarlo avanzar a su aire. «Cisco» rodeó los chopos y recorrió otros cien metros hasta la base de una roca que caía a pico y que marcaba el final del cañón. Una vez allí, se detuvo.
A sus pies, cubierta por una película de hojas y algas, había una pequeña fuente de un par de metros de diámetro. Antes de que el teniente pudiera desmontar, el hocico de «Cisco» atravesó la capa superficial y empezó a beber a grandes tragos. Cuando el teniente se arrodilló junto a su caballo llevando las manos hacia el borde de la fuente, algo llamó su atención. En la base de la pared rocosa había una hendedura lo bastante alta como para permitir sin agacharse la entrada de un hombre.
El teniente Dunbar hundió el rostro junto a la cabeza de «Cisco» y bebió con rapidez. Le quitó la brida al caballo, la dejó caer cerca de la fuente y se introdujo por la oscuridad de la hendedura.
En el interior se estaba maravillosamente fresco. El suelo, por debajo de sus pies, era blando; por lo que podía ver el lugar estaba vacío. Pero a medida que su mirada recorrió el suelo supo que la presencia del hombre era habitual allí. Sobre el suelo, como plumas arrancadas, se veían los carbones de muchas hogueras encendidas.
El techo empezó a encogerse, y cuando el teniente lo tocó, el hollín de aquellas hogueras impregnó las yemas de sus dedos.
Sintiéndose todavía algo mareado, se sentó, y sus nalgas dieron contra el suelo con tal dureza que gimió.
Estaba situado frente al camino por donde había venido y la entrada, a cien metros de distancia, era ahora como una ventana que diera al atardecer. «Cisco» ramoneaba contento los brotes de hierba cercanos a la fuente. Por detrás de él, las hojas de los chopos parpadeaban como espejos. A medida que el fresco fue rodeándole, se sintió repentinamente abrumado por una palpitante fatiga que se fue apoderando de todo su cuerpo. Extendió los brazos como para formar una almohada para su cabeza, se tumbó sobre la tierra suave y arenosa y se quedó mirando fijamente el techo.
El techo de roca sólida estaba ennegrecido por el humo; por debajo de éste se observaban unas marcas muy claras. En la piedra había profundas entalladuras y, al estudiarlas, Dunbar se dio cuenta de que habían sido hechas por manos humanas.
El sueño se apoderaba de él, pero se sentía fascinado por las marcas. Se esforzó por encontrarles un sentido, del mismo modo que un observador de las estrellas puede esforzarse para distinguir el perfil de Taurus.
De repente, las marcas que tenía inmediatamente encima de la cabeza encajaron en su lugar. Se trataba de un búfalo, dibujado de una forma tosca, pero mostrando todos los detalles esenciales. Hasta la pequeña cola aparecía levantada.
Cerca del búfalo había un cazador. Sostenía un palo que con toda probabilidad sería una lanza. Señalaba hacia el búfalo.
Ahora, el sueño era incontenible. La idea de que la fuente hubiera podido estar infectada apareció en su mente cuando sus ojos invisiblemente pesados empezaron a cerrársele.
Cuando ya estuvieron cerrados aún pudo ver al búfalo y al cazador. El cazador le resultaba familiar. No se trataba de un duplicado exacto, pero en su rostro había algo de Pájaro Guía, como si fuese algo transmitido a lo largo de cientos de años. Luego, el cazador fue él.
Después, perdió el sentido.
Los árboles no tenían hojas.
Había manchas de nieve sobre el suelo.
Y hacía mucho frío.
Un gran círculo de incontables soldados rasos esperaban inmóviles, con los rifles apoyados en sus costados.
Él fue de uno a otro, mirándoles los rostros azulados y congelados, buscando señales de vida. Nadie le reconoció.
Encontró a su padre entre ellos, con el revelador maletín de médico colgándole de una mano, como si fuera una extensión natural de su cuerpo. Vio a un amigo de la infancia que se había ahogado. Vio al propietario de un establo en su vieja ciudad, que pegaba a los caballos cuando se mostraban desobedientes. Vio al general Grant, tan inmóvil como una esfinge, con la capucha militar coronándole la cabeza. Vio a un hombre de ojos acuosos con el alzacuellos de un sacerdote. Vio a una prostituta, con su rostro muerto salpicado de carmín y polvos. Vio a su maestra de la escuela elemental con su maciza delantera. Vio el rostro dulce de su madre, con las lágrimas congeladas en las mejillas.
Este vasto ejército de su vida desfiló ante sus ojos como si no tuviera fin.
Había armas de fuego y grandes cañones del color del latón, sobre ruedas.
Alguien se acercó al círculo de soldados que esperaban.
Era Diez Osos. Caminó con suavidad bajo el mordiente frío, con una sola manta envolviéndole los hombros huesudos. Mirándolo todo como si fuera un viajero, se plantó delante de uno de los cañones. Una mano cobriza surgió de debajo de la manta, deseando sentir el cañón.
En ese momento, el gran cañón disparó y Diez Osos desapareció envuelto en una nube de humo. La mitad superior de su cuerpo se vio lanzada lentamente hacia el cielo muerto del invierno. La sangre surgía del lugar donde había estado su cintura, brotando como de una manguera. Su rostro era inexpresivo. Sus trenzas flotaban con indolencia, alejándose de sus orejas.
Otros cañones se dispararon y, al igual que Diez Osos, las tiendas de su poblado salieron volando por los aires. Giraron por el espacio como pesados conos de papel y cuando volvieron a descender sobre la tierra, los
tipis
se hundieron en el terreno duro como el hierro, hincándose por las puntas.
Ahora, el ejército no tenía rostro. Se lanzó sobre la gente que había quedado al descubierto allí donde antes habían estado las tiendas, avanzando como un rebaño de bañistas alegres, que se apresuran hacia el mar en un día muy caluroso.
Los primeros en ser apartados fueron los bebés y los niños pequeños. Salieron volando por el aire. Las ramas de los árboles desnudos atravesaron los pequeños cuerpos, y los niños quedaron allí, retorciéndose, con la sangre goteando por los troncos de los árboles, mientras el ejército continuaba haciendo su trabajo. Abrieron a los hombres y las mujeres como si fueran regalos de Navidad; dispararon contra sus cabezas, levantándoles las tapas de los sesos; rajaron los vientres con las bayonetas y luego apartaron la piel con manos impacientes; cortaron las extremidades y las arrancaron.
Dentro de cada indio había dinero. De sus extremidades surgía plata; en sus vientres aparecían billetes de banco. Había oro en sus cráneos, como chocolate en barras.
El gran ejército se retiraba con carretas en las que se apilaban las riquezas. Algunos de los soldados corrían junto a las carretas, recogiendo lo que se caía al suelo.
La lucha estalló entre las filas del ejército, y bastante después de que éste hubiera desaparecido, el sonido de su combate relampagueaba y se alejaba como si fuera una tormenta tras las montañas.
Un único soldado quedó atrás; caminaba con expresión muy triste y medio aturdido por entre un campo cubierto de cadáveres.
Era él mismo.
Los corazones de las personas desmembradas aún seguían latiendo, golpeando al unísono, con una cadencia que sonaba como si fuera música.
Se deslizó una mano por debajo de la guerrera y la vio elevarse y caer con el latido de su propio corazón. Vio cómo la respiración se le congelaba delante de su rostro. Dentro de poco, él también se habría quedado congelado.
Se tumbó entre los cadáveres y al extenderse escapó de sus labios un largo suspiro de dolor. Pero, en lugar de desvanecerse, el suspiro fue adquiriendo fortaleza. Rodeó el terreno donde se había producido la matanza, pasando más y más rápidamente junto a sus oídos, gimiendo un mensaje que él no pudo comprender. El teniente Dunbar tenía el frío metido hasta los huesos.
Había oscurecido.
El viento soplaba a través de la hendedura.
Se levantó de un salto, se golpeó con fuerza la cabeza contra el techo de roca sólida y cayó sobre sus rodillas. Parpadeando a causa del aguijonazo de dolor producido por el fuerte golpe, pudo ver una luz plateada que brillaba a través de la entrada de la hendedura. Era la luz de la luna.
Sintió pánico. Dunbar fue saliendo de allí a gatas, llevando esta vez una mano por encima de la cabeza para evitar el techo. Cuando pudo ponerse de pie sin obstáculos corrió hacia la boca de la hendedura y no se detuvo hasta encontrarse de pie bajo la brillante luz de la luna, en el claro.
«Cisco» había desaparecido.
El teniente emitió un silbido agudo y estridente.
Nada.
Avanzó más por el claro y volvió a silbar. Escuchó algo moverse entre los chopos. Luego escuchó un bajo relincho, y el costado canela de «Cisco» relució como el ámbar bajo la luz de la luna en cuanto salió de entre los árboles.
Dunbar se encaminó hacia la fuente para recoger la brida que había dejado allí cuando un movimiento se agitó en el aire. Se volvió a tiempo para atisbar la forma de un gran búho que pasó por encima de la cabeza de «Cisco», se elevó en el aire y finalmente se desvaneció entre las ramas de uno de los chopos más altos.
El vuelo del búho fue perturbadoramente misterioso, y tuvo que haber ejercido el mismo efecto sobre «Cisco», porque cuando llegó a su lado el caballo estaba temblando de miedo.
Salieron del cañón y cuando se encontraron de nuevo sobre la pradera abierta sintieron la clase de alivio que siente un nadador al salir a la superficie, después de un chapuzón particularmente largo y profundo.
El teniente Dunbar desplazó el peso ligeramente hacia adelante, y «Cisco» se lanzó a un galope natural, transportándole sobre la pradera plateada.
Al cabalgar se sintió vigorizado, emocionado por el hecho de estar despierto y vivo, y por interponer distancia entre él y aquel sueño extraño y perturbador. No importaba de dónde había surgido aquel sueño ni lo que pudiera significar. Las imágenes aún eran demasiado recientes y profundas como para repasarlas ahora. Alejó, pues, la alucinación en favor de otros pensamientos, al tiempo que escuchaba el suave golpeteo de los cascos de «Cisco».
Una sensación de potencia fue apoderándose de él, aumentando a cada kilómetro que recorrían. Lo percibió en el movimiento sin esfuerzo del galope de «Cisco» y en la unicidad de sí mismo: unicidad con su caballo y con la pradera y la perspectiva de regresar entero al poblado que ahora se había convertido en su hogar. En el fondo de su mente sabía que habría una reconciliación con En Pie con el Puño en Alto, y que aquel sueño grotesco tendría que ser asimilado en alguna parte de su futuro.
Por el momento, sin embargo, esas cosas eran pequeñeces. No le amenazaban en lo más mínimo, pues se sentía estimulado por la idea de que su vida como ser humano había quedado repentinamente en blanco, y la hoja de su historia había quedado totalmente limpia. El futuro se extendía ante él tan abierto como el nuevo día que empieza, y eso animaba su espíritu. Él era el único hombre sobre la tierra. Un rey sin súbditos que vagaba por el territorio ilimitado de su vida.
Le alegraba que hubieran sido comanches y no kiowas, pues ahora recordaba su apodo, escuchado o leído en alguna parte de su muerto pasado.
Los Señores de las Llanuras, así es como los llamaban. Y él era uno de ellos. Dejándose llevar por una especie de ensoñación, soltó las riendas y cruzó los brazos, apoyando cada mano en el peto de hueso que le cubría el pecho.
—Yo soy Bailando con Lobos —gritó en voz alta—. Yo soy Bailando con Lobos. Aquella noche, cuando entró en el poblado, encontró a Pájaro Guía, Cabello al Viento y algunos otros hombres sentados alrededor de la hoguera.
El chamán se había sentido lo bastante preocupado como para enviar a un pequeño grupo para que se dedicara a explorar en las cuatro direcciones en busca del soldado blanco. Pero no se había dado la alarma general. Todo se hizo tranquilamente. Habían regresado sin nada que informar y Pájaro Guía había apartado el asunto de su mente. Cuando se trataba de cuestiones situadas más allá de su esfera de influencia, siempre confiaba en la sabiduría del Gran Espíritu.
Se había sentido más perturbado por lo que vio en el rostro y en la actitud de En Pie con el Puño en Alto que por la desaparición de Bailando con Lobos. Ante la sola mención de su nombre, captó en ella una vaga desazón, como si tuviera algo que ocultar.
Pero decidió que aquello también se hallaba al margen de su control. Si algo importante había sucedido entre ellos dos, se revelaría a su debido tiempo.
Se sintió aliviado al ver el caballo color canela y a su jinete, que se acercaron a la hoguera.
El teniente desmontó y saludó en comanche a los hombres sentados alrededor del fuego. Ellos le devolvieron el saludo y esperaron a ver si iba a decir algo importante sobre su desaparición.
Dunbar permaneció en pie delante de ellos, como un invitado no bienvenido, retorciendo las riendas de «Cisco» entre las manos. Todos se dieron cuenta de que su mente estaba ocupada con algo.