Cuando Fabiola concluyó su visita inicial, comprendió por qué Jovina se había mostrado tan encantada cuando reapareció con la mitad del dinero.
—Sólo le falta una mano de pintura —le había dicho la vieja con una sonrisa afectada cuando entraron en su viejo despacho, situado justo al lado de la recepción. Era una habitación grande con un escritorio, varias sillas desvencijadas y un altar lleno de cabos de vela. En una esquina se encontraba el depósito de la recaudación del burdel, un gran baúl revestido de hierro con varios candados.
—El local está hecho una ruina —repuso Fabiola con sequedad.
—He estado enferma —masculló Jovina, agarrando con fuerza su copia de la escritura de compraventa—. La situación me desbordó.
—Ya veo. Supongo que podrás soportar una limpieza a fondo, ¿no?
—Por supuesto. —Jovina sonrió y dejó al descubierto los pocos dientes que le quedaban.
—Las chicas no tendrán nada que hacer mientras el burdel está cerrado, así que pueden echar una mano. Los esclavos del servicio doméstico también. Quiero que esta noche hayan acabado de limpiar, porque los albañiles vendrán al amanecer —anunció Fabiola. Se le iluminó el semblante al imaginar que el Lupanar iba a recuperar su esplendor del pasado—. ¿Está claro?
Jovina no puso ninguna objeción. En parte, se alegraba de que alguien nuevo se ocupara del negocio.
—Clarísimo —respondió. A su pesar, una actitud respetuosa asomó a su voz.
«Aún no me lo merezco —pensó Fabiola—. Tal vez cuando los clientes regresen… si es que para entonces Scaevola no ha incendiado el local con nosotras dentro.» Pero no pensaba permitir que sus preocupaciones lo echaran todo a perder. Dedicó una sonrisa a Jovina, pues le satisfacía ver que una persona que había gobernado su vida durante años reconocía sus méritos.
—Bien. ¡Benignus!
Acudió presto a su llamada desde el lugar que ocupaba en la puerta. Los dos porteros lucían una sonrisa perenne desde la llegada de Fabiola. Ella los cuidaba como Jovina no había hecho jamás.
—¿Señora?
Fabiola le lanzó un pequeño monedero de cuero que cogió del escritorio.
El portero arqueó las cejas, sorprendido por lo que pesaba.
—Búscame hombres que sean buenos luchadores. Prueba en los
ludi
. Y ve al mercado de esclavos. Si ahí no tienes suerte, entonces reúne a varios ciudadanos —ordenó—. Con pinta de duros.
Benignus estaba encantado.
—¿Cuántos?
—Por lo menos una docena; pero si encuentras más, mejor. Altos, bajos, viejos, jóvenes, da igual. Me basta con que te asegures de que saben cuidarse solitos. Vivirán aquí y defenderán el Lupanar de ese hombre vil y ruin que es Scaevola. Ofréceles quince
denarii
al mes. —Fabiola apretó la mandíbula—. Por esa cantidad de dinero, espero que peleen. Y que se dejen la vida en ello, si hace falta.
Benignus asintió entusiasmado y levantó el garrote como anticipándose al derramamiento de sangre.
—Tú y Vettius seréis los jefes —continuó—. Tenéis plena libertad para golpear cabezas cuando lo consideréis oportuno. Aseguraos de que saben que las chicas son intocables. Advertidles que el primero que se atreva a tocarlas será hombre muerto.
Para entonces, Benignus sonreía de oreja a oreja. Aquello era lo que él y su compañero habían estado esperando.
—Márchate ya —instó Fabiola—. Tardarás un buen rato.
El portero inclinó la cabeza rapada y salió rápidamente por la puerta.
Fabiola lo siguió con Jovina pisándole los talones, como su nueva sombra. Estaba ansiosa por decidir cómo mejorar la recepción. Aparte de los dormitorios donde las prostitutas recibían a los clientes, aquélla era la estancia más importante del edificio, la que daba una buena o mala primera impresión. Una de las partes esenciales del lavado de cara del Lupanar sería devolverle la clase y la elegancia.
Fabiola seguía cavilando sobre los detalles, cuando se percató de que Vettius hablaba con alguien justo al otro lado de la entrada.
—Lo siento, señor, pero el local está cerrado por reformas —dijo Vettius educadamente—. Reabriremos dentro de una semana.
—¿Sabes quién soy? —bramó el hombre con una voz profunda y cultivada.
Vettius tosió con incomodidad.
—El jefe de Caballería, señor.
Fabiola se llevó la mano a la boca. ¿Qué estaba haciendo ahí Marco Antonio?
—¡Exacto! —declaró el otro—. Ahora, apártate.
Frunciendo los labios, Fabiola se dirigió airada a la puerta, decidida a despedir a aquel visitante inoportuno. Antonio era el patrón de Scaevola y, si bien probablemente no supiera nada de su odio inveterado con el
fugitivarius
, Fabiola no quería tener nada que ver con él. Era el seguidor más leal de César.
Chocó contra la figura envuelta en una capa que cruzaba el portal y estuvo a punto de caer. Antonio se agachó rápidamente y la cogió del brazo para evitar que cayera. Fabiola se encontró cara a cara con el segundo hombre más poderoso de Roma y se le cortó la respiración. Desde tan cerca, su magnetismo animal resultaba abrumador.
—Marco Antonio —tartamudeó, sorprendida—. ¿Qué estáis haciendo aquí?
Él sonrió, y eso la turbó aún más.
—Yo podría preguntarte lo mismo. Nadie me ha informado de que Venus en persona había venido a vivir al Lupanar.
Fabiola se sonrojó mientras el corazón le palpitaba en el pecho.
—¿Trabajas aquí? —preguntó Antonio.
—No, soy la propietaria —repuso ella.
Él miró a Jovina, que enseguida fingió no darse cuenta.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace unos días —contestó Fabiola, enfadada porque él hacía que se pusiera a la defensiva—. Es un negocio nuevo.
—¿Y tienes experiencia en este campo?
Jovina soltó una risilla que rápidamente se convirtió en tos.
Fabiola fulminó con la mirada a la vieja madama.
—Algo. —No pensaba entrar en más detalles.
—Entonces me perdí haberte conocido antes —musitó Antonio—. ¡Qué pena!
Fabiola pasó por alto el comentario. Lo más difícil de obviar era su mirada seductora, que la desnudaba a toda prisa. De todos modos, Fabiola debía reconocer que aquel hombre poseía un cuerpo fornido y bien musculoso. ¡Por Júpiter, qué poderío!
—Lo siento, pero no abrimos hasta la semana que viene, señor —dijo, intentando evitar que le temblara la voz—. Quizá podáis volver entonces…
—No lo entiendes. —Le dedicó todo el peso de su penetrante mirada—. Hace dos días que no estoy con una mujer.
—En ese caso, seguro que podemos hacer algo —susurró Fabiola, sin saber muy bien a qué se refería—. Diles que empiecen a limpiar —ordenó a Jovina.
Jovina desapareció por el pasillo con expresión decepcionada. Como ya no era la madama, tenía que obedecer.
Fabiola condujo a Antonio a su despacho.
—Sentaos y tomad un poco de vino —dijo—. Iré a buscar a mis mejores chicas.
Él se despojó de la capa y dejó al descubierto la sencilla túnica militar. Del cinturón de cuero le colgaba un
pugio
ornamentado.
—¿Nos hemos visto antes en algún sitio?
—En la Galia. Después de Alesia —contestó Fabiola, sonrojándose como una chiquilla. ¿Cómo podía ser que entonces no hubiera advertido su elegancia innata? Había sentido un gran alivio al volver a ver a Brutus.
—¡Ah, sí, la amante de Decimus Brutus! —Alzó ligeramente la comisura de los labios—. Ahora recuerdo tu belleza… y tu ingenuidad delante de César.
A Fabiola le ardieron las mejillas al recordar.
—Había bebido demasiado vino —musitó.
Se miraron a los ojos durante un buen rato.
Fabiola no sabía qué decir. Después de todos los hombres con los que se había acostado en contra de su voluntad, nunca había pensado que desearía a alguno. Pero deseaba a Antonio con cada fibra de su ser. En ese preciso instante.
—Voy a buscar a las chicas —balbució.
Era como si él se hubiera dado cuenta. Antonio se acercó a ella de puntillas.
—No hace falta —murmuró—. La que yo quiero está aquí mismo.
—Soy la dueña —protestó Fabiola débilmente—. No una puta.
Antonio no le hizo caso y la acercó a su cuerpo. Le acarició los pechos generosos y la besó en el cuello.
Fabiola disfrutó con sus caricias y le costó sobremanera quitárselo de encima. «¿Qué está pasando? —pensó, presa del pánico—. Nunca pierdo el control.»
—Venga —murmuró él—. Está claro que me deseas.
Un sonido del exterior de la habitación salvó a Fabiola de su propia debilidad. ¿Había sido una tos ahogada? Se llevó un dedo a los labios y señaló. Antonio la observó, sonriendo complacido, cuando Fabiola se acercó corriendo a la puerta y la abrió de golpe. Para su gran alivio, no había nadie en el pasillo ni en la recepción, pero seguía sintiendo un hormigueo de incomodidad por la espalda. Hizo señas a Antonio. Si alguien, sobre todo Jovina, había oído su conversación por casualidad, Brutus se enteraría. Fabiola se estremeció al pensar en su reacción.
—¿Cuándo podemos vernos? —preguntó Antonio.
—No lo sé —dijo ella, confundida. Entonces, a su pesar, le dio un beso en los labios—. Aquí no podemos vernos.
—En una de mis propiedades sí. Enviaré un mensajero para informarte de adónde ir. —Antonio le dedicó una profunda reverencia. Comprobó que no había nadie en la calle y salió discretamente.
Mientras le veía marcharse, Fabiola se sintió embargada por un torrente de sentimientos encontrados: euforia por el deseo que había sentido, y un miedo atroz a que alguien hubiera escuchado lo que había sucedido en el despacho. A pesar de ello, era incapaz de detener la avalancha de emociones ante la perspectiva de volver a ver a Antonio.
Fabiola sonrió al caer en la cuenta de algo trascendental.
Si se convertía en la amante de Antonio, Scaevola no se atrevería a hacerle ningún daño.
Isla de Rodas, próxima a Asia Menor
Tarquinius subió por la estrecha callejuela que ascendía desde el puerto mientras los recuerdos se materializaban de nuevo en su mente. Había estado allí hacía décadas, en su juventud. De los muchos lugares que había visitado tras la muerte de Olenus, Rodas le había parecido uno de los más interesantes. Antes de llegar allí, había estado en las legiones, luchando tanto bajo el mando de Lúculo como de Pompeyo en Asia Menor. Tarquinius había crecido en la tranquilidad de un latifundio, por lo que su carrera militar había supuesto todo un cambio que le había brindado la posibilidad de saber lo que era la camaradería, la experiencia militar y otra forma de ver mundo. Esbozó una irónica sonrisa. En su mayor parte, esos cuatro años habían sido positivos para su vida. Aunque Tarquinius odiaba a Roma por todo lo que había hecho al pueblo etrusco, el suyo, durante ese período había llegado a sentir, a su pesar, una gran admiración por la eficiencia, coraje y verdadera determinación de sus soldados. Incluso después de haber escapado por los pelos de los hombres de César en Alejandría, la seguía sintiendo.
Por instinto, Tarquinius musitó una oración de agradecimiento a Mitra. Aunque el dios no le había permitido descubrir nada realmente valioso en la biblioteca, seguro que era quien había guiado sus pasos cansados por una calle en la que estaban a punto de producirse unos disturbios contra los romanos. Los legionarios que lo perseguían se habían olvidado de Tarquinius, su presa, y se habían juntado con sus camaradas asediados, lo cual le permitió llegar al puerto y tomar un barco con destino a Rodas. Su huida había parecido caída del cielo. ¿O acaso los dioses se limitaban a jugar con él? Lanzó una mirada a aquel cielo despejado, pero no le reveló nada. Hacía semanas que le ocurría lo mismo. Lo único que veía era una sensación desasosegante de amenaza para Roma. Si Tarquinius intentaba ver quién corría algún peligro, la visión se desvanecía. No tenía ni idea de si debía preocuparse de Romulus, de su hermana Fabiola o de algún otro conocido de la capital. Había tenido una pesadilla recurrente y perturbadora sobre un asesinato en la zona del Lupanar, una reyerta sangrienta que acababa con un hombre ensangrentado e inmóvil mientras otras siluetas borrosas gritaban por él. Tarquinius lo interpretó como el momento en que había matado a Caelius, lo cual no le decía nada. Se encogió de hombros, resignado. Por algún motivo había llegado a Rodas, otro lugar de gran sabiduría. Tal vez encontrara alguna respuesta.
Tarquinius se detuvo al llegar a una zona abierta dominada por un templo dórico pintado con colores vivos. Dejó escapar un pequeño suspiro de satisfacción. Había ascendido desde el asentamiento más importante, con su trazado de calles paralelas y bloques de viviendas para llegar allí: el Ágora, el corazón de la ciudad. Aquel mercado lleno de puestos era también el lugar de reunión histórico para los ciudadanos locales. Un majestuoso santuario dedicado a Apolo dominaba la zona; había numerosos altares para otros dioses y su destino, la escuela estoica, se encontraba a tan sólo una manzana de distancia.
Tarquinius recordaba con claridad la primera vez que había entrado en el Ágora. No había transcurrido demasiado tiempo desde su huida de las legiones, cuando el temor a ser descubierto le había acompañado de forma constante. Había desertado después de hacer frente al hecho de que alistarse al ejército romano no había sido más que un intento fútil de olvidar a Olenus y sus enseñanzas. Se había dado cuenta de que aquélla no era forma de vivir la vida. Por consiguiente, después de que una búsqueda en Lidia, Asia Menor, revelara poca información sobre el origen de los etruscos, había acudido allí, a Rodas. La escuela estoica de la ciudad había sido un centro de enseñanza durante siglos, hogar de sabios como Apolonio y Posidonio, de quien el arúspice había oído hablar en varias ocasiones. Aquí era donde los jóvenes romanos ricos iban a aprender retórica, filosofía y a pulir sus dotes de oratoria para el tira y afloja del Senado. Sula había estudiado allí, al igual que Pompeyo y César.
La primera visita había proporcionado a Tarquinius poca información sobre el pasado de los etruscos, o sobre su propio futuro. Frunció el ceño y deseó que esta vez fuera distinto. Que recibiera una explicación sobre su sueño recurrente. El hecho de haber llegado a Rodas por segunda vez, sobre todo cuando no se lo esperaba, le parecía de lo más prometedor. El arúspice, que había llegado jadeante y desesperado al puerto comercial de Alejandría, había subido a bordo del primer barco que aceptaba pasajeros de pago. Por suerte, llevaba dinero suficiente para pagar al capitán, un fenicio duro. No obstante, desesperado ante la perspectiva de no descubrir nunca qué hacer a continuación, Tarquinius había caído en una depresión que le duró varios días, mientras el buque mercante aprovisionaba las poblaciones de la costa de Judea y Asia Menor. Sin embargo, luego había navegado hasta Rodas. ¿Mera coincidencia? Tarquinius no estaba seguro. Como tantas otras veces, sus intentos de hacer adivinaciones se habían revelado poco o nada útiles. ¿Acaso su llegada allí era una broma pesada de los dioses para demostrarle la futilidad de su vida? Esperó que no fuera así. Algo debían de significar sus visiones de Roma y del Lupanar.