Desde que al trauma de separarse de Romulus se le añadiera su huida de Alejandría, la falta de confianza había hecho mella en Tarquinius. No era de extrañar. A pesar de realizar un viaje tan extraordinario como el del León de Macedonia, el arúspice no había llegado a descubrir de dónde procedía su misterioso pueblo. Mientras sus compañeros, dos de los hombres más valientes que había conocido jamás, se habían quedado por el camino o desaparecido, él había completado un círculo, ileso salvo por las cicatrices. Sentía la necesidad de protestar ante tamaña injusticia. Brennus había decidido morir como un héroe, luchando contra un elefante loco para que sus amigos pudieran escapar. Romulus estaba vivo, pero era un recluta forzoso en una de las legiones de César: teniendo en cuenta que se enfrentaba a la muerte a diario en la guerra civil tendría mucha suerte si sobrevivía. Para Tarquinius cada vez tenía menos sentido vivir.
Cuando se dio cuenta de que sus pensamientos lo estaban arrastrando al abismo, el arúspice intentó serenarse. El no tenía la culpa de que Brennus no estuviera allí. La última decisión del galo estaba escrita en el destino, predicha no sólo por Tarquinius sino por el druida alóbroge. Además, la visión que había tenido de Romulus entrando en Ostia, el puerto de Roma, había sido una de las más potentes de su vida. Su protegido regresaría algún día a su ciudad natal. Tarquinius esperaba que el regreso a casa de Romulus resultara ser todo lo que había deseado.
El arúspice tenía pocas ganas de volver a Italia. Al fin y al cabo, pensó, ¿qué más daba si, tal como su visión le revelaba constantemente, había peligro en Roma? Importaba si afectaba a alguien que él apreciara, le respondía la voz de la conciencia. A su pesar, Tarquinius empezaba a preguntarse si la capital de la República no era el mejor lugar para él. Una visita al burdel en cuyo exterior había matado a Caelius, lo cual había cambiado su vida para siempre, quizá sirviera de acicate para proporcionarle más información.
Detrás de él oyó cómo se vociferaban unas órdenes, y Tarquinius se volvió. Dos filas de legionarios subían por la calle a paso ligero encabezados por un centurión y un
signifer
. Por lo menos formaban una centuria e iban vestidos para la batalla. Muchos lugareños no se alegraron precisamente de verlos. Más de un siglo después de que Roma conquistara su país, los griegos seguían guardándole rencor. A Tarquinius tampoco le gustaba verlos en un lugar como aquél.
Sin duda, los soldados habían salido de la media docena de trirremes que había visto amarrados en el puerto. Tarquinius no tenía ni idea de qué estaban haciendo allí. Rodas era un lugar pacífico que llevaba mucho tiempo bajo el influjo de la República. No había piratas escondidos en las calas de la costa, pues Pompeyo se había encargado de ellos. Tampoco se veía a sus seguidores; la población de la isla era demasiado escasa para proporcionar el número de reclutas necesarios para enfrentarse a César.
Tarquinius, interesado en pasar desapercibido, entró en una pequeña tienda de frente abierto. El interior estaba lleno de ánforas: sobre balas de paja y amontonadas una encima de la otra de tres en tres o de cuatro en cuatro. En medio había un viejo escritorio repleto de rollos de pergamino, tinteros y un ábaco de mármol; una tosca barra de madera ocupaba media pared. Oía al propietario moviéndose por la trastienda.
Los legionarios pasaron con gran estrépito sin ni siquiera mirar de reojo. Iban seguidos de una fila de esclavos y mulas. Tarquinius se dio cuenta de que los animales llevaban las alforjas vacías. Le pareció sospechoso, pero la llegada del tendero interrumpió sus pensamientos cuando apareció cargado con un ánfora pequeña y polvorienta con una pesada lacra.
El último soldado que pasó recibió una mirada feroz.
—Cabrones hijos de puta —masculló en griego.
—Lo son —convino Tarquinius sin contemplaciones—. Al menos, en su mayoría.
Sorprendido por el oído fino del forastero con cicatrices, el tendero palideció.
—No pretendía ofender —tartamudeó—. Soy un súbdito leal.
Tarquinius alzó las manos en actitud pacífica.
—No me tengas ningún miedo —dijo—. ¿Me sirves una copa de vino?
—Por supuesto, por supuesto. Nikolaos no le niega una bebida a ningún hombre. —Claramente aliviado, el tendero dejó la carga. Sacó una jarra de loza roja y un par de vasos que dejó en la barra. Los llenó y ofreció uno a Tarquinius.
—¿Has venido aquí a estudiar?
Tarquinius dio un buen trago y asintió en señal de satisfacción. El vino estaba bueno.
—Más o menos —respondió.
—Pues ya puedes ir rezando para que lo que buscas no haya desaparecido mañana. —Nikolaos señaló—. Esos cabrones se dirigían a la escuela estoica.
Tarquinius estuvo a punto de atragantarse con el segundo trago.
—¿Qué van a hacer?
—Llevarse todo lo de valor que pillen —se lamentó el otro—. Si lo que queda del Coloso no fuera tan grande para transportar, probablemente también se lo llevarían.
Tarquinius hizo una mueca. Al igual que todos los visitantes de Rodas, había recorrido el lugar en el que otrora se erigiera la mayor estatua del mundo. Aunque un terremoto la había hecho caer del pedestal de mármol hacía casi dos siglos, los fragmentos gigantescos del dios Helios seguían desperdigados por el suelo en uno de los lados del puerto. Por destrozados que estuvieran seguían resultando impresionantes. Unas grandes placas de bronce en forma de partes del cuerpo estaban rodeadas por barras de hierro, piedras de relleno y miles de remaches. Todos ellos daban testimonio del trabajo hercúleo que debió de suponer la construcción de la estatua. Sin embargo, ahora no eran más que fragmentos. A diferencia de los tesoros de la escuela, que quizá fueran la clave que le revelaría el futuro.
Tarquinius no se lo acababa de creer. Hasta eso iba a serle negado.
—¿Estás seguro? —insistió con voz tensa y apagada.
El tendero asintió, un tanto asustado de su nuevo cliente.
—Empezaron ayer. Dicen que César quiere infinidad de riquezas para mostrar en sus marchas triunfales. Estatuas, pinturas, libros… se lo están llevando todo.
—¿Con qué derecho lo hace ese cerdo arrogante? Luchó contra los dichosos romanos en Farsalia, no contra los griegos —exclamó Tarquinius—. ¡Esta tierra ya está conquistada!
Varios transeúntes miraron con curiosidad al oír los gritos.
Nikolaos estaba muy preocupado. Aquellos comentarios eran sumamente peligrosos.
Tarquinius apuró el vaso de vino y plantó cuatro monedas de plata en la barra.
—Más —espetó.
El otro cambió de actitud de inmediato. Con aquel dinero podía pagarse un ánfora de buen vino. Llenó la copa de Tarquinius hasta el borde con una sonrisa aduladora.
Tarquinius observó el líquido rubí del vaso durante bastante rato antes de bebérselo todo. «Como si el alcohol fuera a ayudar», pensó malhumorado. ¿Por qué se le frustraban todos los planes? Los motivos de los dioses eran exasperantes, incluso escandalosos, pero se sentía impotente ante ellos.
—¿Otra? —preguntó Nikolaos solícitamente.
Respondió con un seco asentimiento.
—Y otra para ti.
—Gracias. —Nikolaos inclinó la cabeza y decidió que, al final, aquel cliente no parecía tan malo—. La cosecha del año pasado fue buena.
Sin embargo, ya no siguieron hablando. Tarquinius ignoró al tendero y se quedó en la barra bebiendo vino sin parar. Su efecto le ensombreció aún más el ánimo. Acababa de llegar y su viaje a Rodas ya se había convertido en una absoluta pérdida de tiempo. Con el expolio de la escuela, ¿qué posibilidades tenía de encontrar información que le ayudara a decidir qué hacer? Tenía la impresión de estar dando palos de ciego, buscando una puerta que nunca encontraría. «Roma —le decía su voz interior—. Regresa a Roma.» Pero no le hacía caso.
Transcurrió más de una hora. Cuando Tarquinius volvió a levantar la jarra, se la encontró vacía.
Nikolaos se le acercó corriendo.
—Ya la vuelvo a llenar.
—No. Ya he tenido suficiente —respondió Tarquinius bruscamente. No se sentía tan desgraciado como para querer acabar inconsciente o peor. Baco no era el dios que lo acompañaría al Hades.
—¿Vas a ir ahora a la escuela?
Tarquinius soltó una risa breve y airada.
—No tiene mucho sentido, ¿no?
—Quizá me haya equivocado con lo de los soldados —comentó el tendero sin convicción—. Al fin y al cabo no son más que rumores.
—Esos hijos de puta no vendrían hasta aquí con mulas para nada —gruñó Tarquinius—. ¿Verdad que no?
—Supongo que no. —No se atrevió a decir nada más. El forastero estaba demasiado seguro y el hacha doble que asomaba bajo su capa parecía haber sido utilizada infinidad de veces.
Tarquinius dio un paso hacia la puerta y entonces se volvió hacia Nikolaos.
—Esta conversación nunca se ha producido. —Sus ojos oscuros no eran más que dos hoyos en su rostro maltratado.
—N… no —respondió el tendero, tragando saliva—. Por supuesto que no.
—Bien. —Sin volver la vista atrás, Tarquinius salió a la calle.
«¿Hacia dónde? —se preguntó—. Ya puestos, podría visitar el lugar que me ha traído hasta aquí —decidió de repente—. A ver qué queda, a ver si hay algo que valga la pena.» Más fatigado que nunca, el arúspice recorrió el Ágora lentamente. Entre la muchedumbre ajetreada de tenderos, hombres de negocios y marineros del puerto, él no era más que una figura anónima. Y le daba exactamente igual.
Al llegar a la esquina de la calle que conducía a la escuela estoica, a Tarquinius se le enganchó la sandalia en un fragmento de azulejo de cerámica. Cayó hacia delante y se hizo unos buenos rasguños en las rodillas con el terreno irregular. Soltando improperios, se esforzó para levantarse.
—Un poco temprano para estar pedo, ¿no?
Tarquinius alzó la mirada con ojos de sueño. Una figura tocada con un casco de bronce y penacho transversal de plumas rojas y blancas se cernía sobre él. La luz brillante del sol oscurecía el rostro del centurión. Desde aquella posición, todo lo que Tarquinius distinguía eran las canilleras ornamentadas que protegían la parte inferior de las piernas del oficial y las
caligae
de calidad.
—Vivimos en un mundo libre —masculló—. Y no estoy en las legiones.
—De todos modos tienes pinta de haberlo estado. —Un brazo musculoso descendió hacia él, ofreciéndole ayuda—. El hacha esa que llevas parece muy útil.
Tarquinius se quedó quieto unos instantes antes de aceptar la ayuda. No pensaba resistirse más a lo que le acontecía.
El centurión tiró de él y lo levantó. Era un hombre corpulento de mediana edad que llevaba una cota de malla larga, cinturones cruzados decorativos con un
gladius
y un
pugio
y una falda con ribete de cuero. Las cinchas que lucía en el pecho estaban llenas d
e phalerae
de oro y plata.
El arúspice se asustó al ver que el muy condecorado oficial no iba solo. Detrás de él, en filas perfectas, estaban los soldados que había visto con anterioridad. En la parte posterior iban las mulas, bien cargadas. Los rostros que lo observaban tenían una expresión desdeñosa y Tarquinius bajó la mirada avergonzado. Era un hombre orgulloso, poco acostumbrado a que los soldados rasos se rieran de él.
Al centurión le llamó la atención aquel loco de aspecto extraño con la cara marcada, el pelo rubio y un pendiente de oro. No era un griego típico.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
El arúspice no veía por qué debía seguir ocultándolo.
—Tarquinius —musitó. La ira se acrecentaba en su interior por lo que los romanos acababan de hacer.
—¿De dónde eres?
—De Etruria.
El centurión arqueó las cejas. El borracho era italiano.
—¿Qué te trae a Rodas?
Tarquinius señaló más allá de los soldados que esperaban.
—Quería estudiar en la escuela, ¿sabes? Pero vosotros, perros sanguinarios, habéis truncado mis esperanzas.
Los legionarios profirieron gruñidos de asombro ante tamaña osadía, pero el centurión levantó una mano para acallarlos.
—¿Cuestionas las órdenes de César? —preguntó con frialdad.
«Los romanos hacen lo que quieren. Siempre lo han hecho —pensó Tarquinius con aire de cansancio—. No lo puedo remediar. —Vio muerte cuando miró a los ojos del hombre—. Hay peores formas de morir», concluyó. La estocada de un
gladius
no debía de doler mucho.
—¡Respóndeme, por Mitra!
Esas palabras lo fulminaron como un rayo y le despejaron la mente, aturdida por la bebida. Por algún motivo recordó el cuervo que había atacado al elefante indio que iba en cabeza junto al Hidaspo. Si aquello no había sido una señal del dios guerrero, entonces él no era arúspice. Aquello tenía que ser otra señal. No iba a morir entonces.
—Por supuesto que no, señor —dijo Tarquinius en voz baja—. César puede hacer lo que le plazca. —Le tendió la mano derecha haciendo el tipo de gesto que sólo hacían los devotos de Mitra.
El centurión lo miró con incredulidad.
—¿Eres seguidor del dios guerrero? —susurró.
—Sí —respondió Tarquinius, tocándose la cicatriz en forma de hoja que tenía en la mejilla izquierda—. Me hicieron esto estando a su servicio. —No iba tan desencaminado. Volvió a tenderle la mano.
Pronunciando un juramento, el oficial se la cogió y se la estrechó con fuerza.
—Caldus Fabricius, Primer Centurión, Segunda Cohorte, Sexta Legión —dijo—. Y yo que te había tomado por un alborotador.
—De eso nada. —Tarquinius sonrió—. Mitra debe de haberme guiado hasta ti.
—¡O Baco! —Fabricius sonrió—. Me alegro de haberte conocido, camarada. Me encantaría hablar contigo, pero ahora mismo tengo mucha prisa. ¿Me acompañas?
Tarquinius asintió agradecido y se colocó al lado del centurión. Notó un alivio extraño, ahora que la amenaza de una muerte inminente había desaparecido. Estaba claro que el vino había alimentado aquella bravuconada temeraria, pensó. No obstante, había bebido porque los romanos habían saqueado la escuela. «Espera siempre lo inesperado», pensó. Conocer al centurión era una prueba fehaciente del favor de Mitra.
—En la escuela tienen unos objetos increíbles —reveló su nuevo amigo—. Instrumentos y artilugios de metal que no había visto en mi vida. Hay uno muy raro en una caja con esferas delante y detrás. No te lo vas a creer, pero tiene unas manecillas que se mueven y muestran la posición del sol, la luna y los cinco planetas. ¡Increíble! Al otro lado hay una cara capaz de predecir todos los eclipses. El viejo que lo lleva lloró cuando se lo quité. Me dijo que un discípulo de Arquímedes lo había hecho en Siracusa. —Se echó a reír.