Camino a Roma (21 page)

Read Camino a Roma Online

Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

BOOK: Camino a Roma
13.79Mb size Format: txt, pdf, ePub

Tarquinius dejó de lado el resentimiento punzante que sentía. No tenía mucho sentido enfadarse por el saqueo, pensó. Fabricius se limitaba a obedecer órdenes. Lo embargó la emoción al pensar que estaba tan cerca del ingenio que Aristófanes le había descrito. Sus orígenes también eran revolucionarios. Todo el mundo estaba al corriente de las increíbles máquinas que Arquímedes, el matemático griego, había construido para defender a su ciudad de los romanos durante la segunda guerra púnica. Descubrir que podía haber influido en, o incluso diseñado, un artilugio incluso más increíble resultaba asombroso.

—¿Está aquí?

Fabricius señaló con el pulgar por encima del hombro.

—Está en una de las mulas. Bien envuelto, por supuesto, para que el dichoso cacharro no se rompa.

—¿Os lo lleváis todo a Roma?

—Para las marchas triunfales de César —respondió el otro orgulloso—. Para volver a demostrar al pueblo lo buen líder que es.

El último atisbo de borrachera de Tarquinius se desvaneció. Por sí solas, las imágenes de la capital bajo un cielo tormentoso y su pesadilla sobre el Lupanar no bastaban para que emprendiera el viaje de regreso a Roma. Sin embargo, aquello era muy distinto. De repente, se le presentaba una posible solución. Y no podía dejarla escapar.

—¿Hay sitio en los barcos para otro pasajero?

—¿Quieres regresar a Italia? No me extraña. —Fabricius le dio un codazo—. Será un orgullo tenerte a bordo.

—Gracias. —Con energías renovadas, Tarquinius caminó por el puerto a grandes zancadas con el centurión. Mitra lo guiaba hacia Roma, en los mismos barcos que transportaban el contenido de la escuela estoica.

¿Quién era él para llevarle la contraria a un dios?

9 Cautiverio

Ponto, norte de Asia Menor

Petronius tuvo que ir cojeando detrás de Romulus mientras los legionarios se regodeaban arrastrándolo hasta el campamento, por encima de los cadáveres pónticos. En las fortificaciones, la falta de leños impidió al soldado fortachón y sus compañeros que crucificaran a Romulus inmediatamente. Durante la construcción del campamento habían talado los escasos árboles que crecían en la montaña. De todos modos, estaban tan enfadados que cuatro de ellos encontraron hachas y fueron a buscar madera. Los demás se quedaron holgazaneando bajo el sol del atardecer, bebiendo raciones extra de
acetum
que habían conseguido sacarle al oficial de intendencia mediante subterfugios.

Dejaron a Romulus atado con cuerdas en el centro del grupo. Los rayos del sol le caían encima de la herida, lo cual lo convertía en un amasijo de dolor palpitante. Tenía la garganta reseca, sin embargo nadie le dio ni una gota de agua. Apenas era consciente de la presencia de Petronius y se acordaba de los demás porque de vez en cuando le propinaban un puntapié. Sin embargo, la ironía de la situación no se le escapaba del todo. Haber sufrido tanto para acabar estando a punto de ser crucificado en un lugar remoto como Zela le parecía grotesco. Pero así era el destino, pensó Romulus sin mayor capacidad de reacción. Los dioses podían hacer lo que les placiera.

Tarquinius se había equivocado. No habría regreso a Roma.

Poco después Romulus perdió el conocimiento.

Unos gritos airados le despertaron y, confundido por la conmoción, tardó unos instantes en comprender qué pasaba. De pie a su lado estaba el bestia de pelo negro y sus compañeros con los brazos llenos de leña recién cortada. Al otro lado estaba Petronius, su
optio
de la Vigésima Octava y un centurión que no conocía. El ambiente se llenó de las amenazas que intercambiaban los veteranos y Petronius, que parecía seguir solo. A Romulus le llegó al alma ver a su amigo defendiéndole a pesar de las dificultades.

El
optio
no parecía dispuesto a intervenir, pero al final el centurión levantó las manos para pedir silencio. Los veteranos obedecieron de inmediato. Los altos mandos podían recurrir, y así lo hacían, al castigo más duro por falta de disciplina.

El centurión se quedó satisfecho por el momento.

—Por el nombre de Hades, quiero saber, en boca de un solo hombre cada vez, qué está pasando aquí. —Apuntó con la vara de parra a Petronius—. Has ido gritándole a tu
optio
por esto, así que ya puedes empezar.

Petronius relató rápidamente que habían ido al río a lavarse después de la batalla y que los veteranos habían iniciado una conversación sobre la herida de Romulus.

—Todo es fruto de un error, señor. Miradle, está medio aturdido. Probablemente no recuerde contra quién acaba de luchar, y mucho menos dónde se hizo esa vieja herida en la pierna. El burro no ha luchado nunca contra un godo.

El centurión sonrió mientras observaba el aspecto ensangrentado y aturdido de Romulus.

—Parece convincente, pero de todos modos la acusación de esclavitud es muy grave. —Miró al legionario moreno—. ¿Qué tienes tú que decir?

—Ese perro no está tan malherido —dijo con furia—. Y reconoció que un godo le había herido, señor. ¡En un
ludus
! ¿Qué más pruebas hacen falta?

Sus compañeros profirieron protestas airadas para mostrar que estaban de acuerdo, pero ninguno se atrevió a desafiar a su superior directamente.

Frunciendo el ceño, el centurión se dirigió al
optio
, un hombre bizco de Campania que nunca había sido del agrado de Romulus.

—¿Qué tal soldado es?

—Es un buen soldado, señor —respondió el
optio
, lo cual animó a Romulus durante un instante—. Pero se alistó a la legión en extrañas circunstancias.

Interesado, el centurión le indicó que continuara.

—Fue durante la batalla nocturna de Alejandría, señor. Mi sección y yo estábamos vigilando el Heptastadion cuando él y otro tipo de aspecto dudoso aparecieron de no se sabe dónde. Eran italianos e iban bien armados, así que los recluté a la fuerza ahí mismo.

Recibió un asentimiento aprobatorio por ello.

—¿De dónde venían?

—Dijeron que habían estado trabajando para un
bestiarius
, en el sur de Egipto, señor.

—¿Y éste es el otro? —preguntó el centurión señalando a Petronius.

El
optio
frunció el ceño.

—No, señor. Desapareció esa misma noche. Por desgracia, no me di cuenta de que el hijo de perra había desaparecido hasta que finalizó la batalla. No hallé ni rastro de él por ningún sitio.

—Sospechoso —musitó el centurión—. Muy sospechoso. —Dio un ligero empujón a Romulus con el pie—. ¿Eres un esclavo huido?

A Romulus le costó concentrarse en su acusador. Al cabo de un momento, dejó vagar la mirada por el mar de rostros que lo observaban. Salvo el de Petronio, todos estaban llenos de odio o indiferencia. Lo embargó un hastío total. ¿Qué sentido tenía continuar?

—Sí, señor —repuso lentamente—. Pero Petronius, mi compañero, no tenía ni idea.

A pesar de la salvaguarda de Romulus a su favor, Petronius estaba deshecho.

—¿Lo veis, señor? —gritó el soldado de pelo moreno, con indignación renovada—. Yo tenía razón. ¿Podemos crucificar ya a este cabrón?

—No. Tengo una idea mejor —espetó el centurión—. César tiene intención de celebrar unos juegos festivos multitudinarios cuando regrese a Roma. Habrá necesidad de más cuerpos de los que hay en las escuelas o en las cárceles. Es posible que este pedazo de mierda escapara de la arena en una ocasión, pero no lo conseguirá dos veces. Encadenadlos. Ambos pueden usarse de
noxii.

Los veteranos sonrieron, con los ánimos aplacados por la solución.

Petronius apretó los puños porque no daba crédito a sus oídos. Ser condenado a morir luchando contra animales salvajes o delincuentes y asesinos era un destino degradante. Entonces vio la expresión de regodeo en el rostro de sus captores. Si intentaba rebelarse, lo liquidarían sin contemplaciones. Seguía teniendo aprecio por la vida. Petronius abrió los puños y no se resistió cuando dos legionarios lo ataron con un trozo de cuerda.

—No, señor —masculló Romulus, resistiéndose a sus ligaduras—. ¡Petronius no ha hecho nada malo!

—¿Qué? —exclamó con desprecio el centurión—. Ese imbécil se hizo amigo de un esclavo. Se merece la misma muerte miserable que tú.

—¿Cómo se supone que iba a saberlo? —gritó Romulus—. ¡Dejadlo en paz!

La respuesta del centurión fue apisonarle la cabeza con la suela tachonada de una de sus
caligae.

La oscuridad se apoderó de Romulus.

Despertó al notar unos dedos que le hurgaban la herida. Romulus abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba en el
valetudinarium
del campamento, una serie de tiendas grandes cerca del cuartel general. Era casi el atardecer, seguía atado y un médico de piel amarillenta con un delantal ensangrentado lo estaba examinando. No había ni rastro de Petronius, sólo un legionario con expresión aburrida que hacía guardia cerca de él. Desesperado, volvió a cerrar los ojos.

El griego enseguida dictaminó que no había fractura. Limpió la herida con
acetum
y colocó una hilera bien recta de grapas metálicas en la piel para cerrarla. La inserción de cada una de ellas le provocó un dolor punzante. A continuación, a Romulus le envolvieron la cabeza con un trozo de tela basto. Vestido con una vieja túnica, lo dieron de alta del
valetudinarium
. Había innumerables heridos que necesitaban de los cuidados del médico más que él. El legionario puso a Romulus en pie y lo condujo a la fuerza a la prisión del campamento, una empalizada de madera situada junto a la entrada principal. Lo arrojó al interior. Cuando cayó despatarrado en el suelo, cerraron de un portazo. Romulus se quedó inmóvil durante unos instantes, dejándose embargar por la amargura de lo que había ocurrido.

—¿Romulus? —Oyó la voz de Petronius muy cerca.

Romulus se las apañó para darse la vuelta tumbado y mirar en derredor. En la prisión había siete soldados, pero su amigo era el único que se le había acercado. Petronius lo acompañó hasta un rincón alejado de los demás. Se sentaron juntos en la tierra compactada.

—Lo siento —dijo Romulus con voz queda—. No deberías estar aquí. Todo esto es culpa mía.

Petronius exhaló un fuerte suspiro.

—Mentiría si te dijera que no me enfadé cuando pasó.

Romulus empezó a hablar, pero el otro alzó la mano.

—La forma en que esos cabrones se volvieron contra mí como una jauría de perros me repugnó. Me dio que pensar, porque yo también fui así —reconoció Petronius con arrepentimiento y pesar—. No obstante, soy ciudadano igual que ellos. ¿Cómo iba a saber que eras un esclavo? Tampoco es que importara, la verdad. A nadie le ha importado que hayas demostrado tu valor conmigo y con toda la Vigésima Octava. Los esclavos ya lucharon por Roma en el pasado, contra Aníbal. —Volvió a suspirar—. Pero ahora ya no, claro está.

Romulus aguardó.

Petronius le clavó la mirada.

—Te debo una, compañero, más que a cualquiera de esos cabrones de la Sexta o al centurión.

Aquella acogida negaba todo el rechazo que Romulus había sufrido con anterioridad. El y Petronius eran hermanos de sangre; les unía el mismo vínculo que a él y a Brennus. Embargado por la emoción, sólo fue capaz de extender el brazo derecho. Petronius estiró el suyo y entrelazaron los antebrazos al estilo militar.

—¿Sabes lo que pasará ahora? —preguntó Romulus.

—César y la Sexta serán transportados a la costa en cuanto acabe la limpieza, y nos llevarán con ellos —repuso Petronius frunciendo el ceño—. Según parece hay disturbios en Italia. Según nuestros nuevos camaradas, los veteranos están descontentos con su suerte. —Meneó la cabeza hacia los demás hombres.

—¿Qué hicieron? —preguntó Romulus.

—Intentaron escapar durante la batalla —dijo Petronius con indignación.

—Me extraña que no los hayan crucificado.

—Supongo que César necesita mucha carne fresca para los juegos —respondió Petronius.

Intercambiaron una mirada de pavor.

Al cabo de aproximadamente un mes, Romulus, Petronius y el resto de los prisioneros viajaban hacia el suroeste de Asia Menor, donde les aguardaba la flota de César. Los obligaban a marchar encadenados detrás de la caravana de carretas, por lo que el trato que recibían era brutal. Aparte de tragar el polvo que dejaba tras de sí el paso de la Sexta, apenas les daban comida o agua. Si cualquiera de ellos osaba siquiera mirar a uno de los guardas, recibía una paliza despiadada. Era preferible ir con la cabeza gacha y no decir nada, que es lo que hacían los dos amigos. Rehuían a sus compañeros pues preferían la compañía el uno del otro a la de aquellos cobardes que habían huido del campo de batalla. Sin embargo, era imposible hacer caso omiso de las visitas del veterano de pelo negro y sus compinches. Cada día sin falta, llenaban el ambiente de insultos y comentarios despectivos. El calvario duraba hasta que sus torturadores se hartaban y se marchaban, o el oficial de guardia los echaba.

Por suerte para Romulus, la conmoción cerebral había mejorado rápidamente. La herida también se le había curado bien. Al cabo de diez días, el médico visitó la empalizada para retirarle las grapas; sólo le quedó una cicatriz larga y rojiza que resultaba visible por entre el pelo ralo. Le serviría de recordatorio permanente de una
rhomphaia
. No es que le quedara mucho tiempo de vida, pensó con amargura, observando la flota de trirremes que los transportaría a Italia. Hasta entonces, la rutina de marchar y montar el campamento había otorgado una extraña sensación de normalidad a su existencia. Los barcos les devolvieron a la brutal realidad. Igual que la falta de comunicación por parte de Fabiola. Aunque hubiera oído su grito y enviado a buscarlo, sabía que nadie se molestaría en buscar entre los
noxii
a un hombre llamado Romulus. El hecho de haberse visto en Alejandría ahora le parecía cruel.

Sin embargo, él y Petronius no habían renegado de su suerte. Además de los treinta y cinco kilómetros que tenían que recorrer todos los días, ambos habían hecho el máximo de ejercicio posible, corriendo sin moverse del sitio, haciendo flexiones y luchando entre sí. Como soldados que eran, su buena —o mala— forma física podía significar la vida o la muerte. Sin embargo, su duro trabajo era un gesto fútil, porque en su nueva profesión, la de
noxius
, todos morían. Era el único motivo de su presencia en la arena. A pesar de ello, los amigos estaban decididos a prepararse lo mejor posible.

Other books

Architects Are Here by Michael Winter
My Million-Dollar Donkey by East, Ginny;
A Hopeless Romantic by Harriet Evans
Undead and Unwed by MaryJanice Davidson
Undeniable (Undeniable series) by Claire, Kimberly
The Ambassador's Wife by Jennifer Steil
Moscow Rules by Daniel Silva
Fever Dream by Douglas Preston, Lincoln Child