Embarcaron en los trirremes un cálido día de verano y navegaron sin contratiempos hasta Brundisium. Durante el viaje, Romulus se acordó a menudo de Brennus y Tarquinius. Él y el galo habían conocido al arúspice en el trayecto contrario de aquel mismo viaje, cuando se dirigían a la guerra con el ejército de Craso. Cuánta esperanza había albergado entonces, y cuántas cosas increíbles había visto desde entonces. Ahora ahí estaba, regresando por la misma ruta, encadenado. Le hacía sentir solo, irreal… y desesperanzado. No podría vengarse de Gemellus después de tanto tiempo. No tendría la alegría de reunirse con Fabiola al llegar a Roma, sino que sufriría una muerte terrible ante una muchedumbre que pediría su defunción a gritos. Tarquinius había estado en lo cierto. Su destino le llevaría a Roma…, aunque para acabar de la peor forma posible.
La presencia de Petronius, inasequible al desaliento y alegre en cierto modo, era lo único que había evitado que se encerrara por completo en sí mismo. El hecho de llegar a Italia también le ayudaba a animarse, por poco que fuera. Se alegró de oír hablar latín por todas partes por primera vez desde hacía ocho años, al igual que de ver la imagen familiar de los pueblos romanos. A Romulus incluso le deleitó el aspecto de los campos en otoño llenos de latifundios. Lo que no fue tan positivo fue la reacción de la gente ante ellos dos y sus compañeros. Mientras los veteranos de la Sexta recibían aplausos arrebatados y guirnaldas de flores dondequiera que fueran, a los prisioneros los vilipendiaban y escupían.
Tras varias semanas así, Romulus se alegró de ver por fin las murallas de Roma. En vez de ser desplegados al instante, a los prisioneros los arrojaron a una empalizada para que pasaran la noche mientras la Sexta se preparaba para armarla. César tenía una fiesta de bienvenida a la que asistir. Miles de veteranos rebeldes, entre otras, de las legiones Novena y Décima, habían acampado al otro lado de las murallas de la ciudad. Las habladurías relativas a los alborotadores les habían recorrido la columna mientras marchaban en dirección norte desde Brundisium; incluso habían llegado a oídos de los cautivos. Después de Farsalia, varias legiones habían sido enviadas de nuevo a Italia, donde las pensiones prometidas no se habían materializado. Contrariados, pronto habían empezado a manifestarse y amenazaban con tomar represalias peores. César los necesitaría para llevar la campaña contra los republicanos a África y ellos lo sabían, así pues los oficiales que Marco Antonio había enviado para sofocar la revuelta habían sido apedreados en los campamentos. Ni siquiera Salustio, aliado carismático de César, fue capaz de hacer entrar en vereda a los rebeldes. Tuvo suerte de escapar de ellos con vida.
Los veteranos, indiferentes al regreso de César, desfilaron en Roma para reivindicar sus derechos. Armados hasta los dientes, resultaban una amenaza inquietante para la estabilidad de la República. Sin embargo, César había conducido a la Sexta hasta un kilómetro y medio de donde estaban y había montado su propio campamento. El hecho de saber que los superaban ampliamente en número había desasosegado a la Sexta, pero la primera noche no pasó nada. Aunque su muerte estaba próxima, Romulus no podía evitar plantearse qué iba a hacer el general. Por increíble que parezca, a media mañana del día siguiente todo había acabado. Los guardas, encantados, se lo contaron todo a Romulus y a los demás.
César, acompañado de unos pocos hombres, había entrado en las hileras de tiendas de los rebeldes con el frío propio de una madrugada de otoño. Una vez dentro, había ascendido al podio situado en el exterior del cuartel general. Cuando se difundió la noticia de su presencia, una gran muchedumbre de amotinados se congregó para ver qué tenía que decir. Según los asombrados hombres que lo habían acompañado, César se había limitado a preguntarles qué querían. Le recitaron una larga lista de quejas, que culminaron con la petición de que todos los veteranos fueran licenciados. En una maniobra hábil que los dejó totalmente desarmados, César prometió liberar de servicio a todos los hombres de inmediato y pagar a tiempo sus recompensas. Fue de vital importancia que se dirigiera a los rebeldes como «ciudadanos» en vez de «camaradas», lo cual puso de manifiesto que ya no consideraba que formaran parte de su ejército.
De inmediato, los asombrados legionarios habían suplicado a su general que los acogiera de nuevo en su seno, para ayudarle a ganar la contienda en África. César puso objeciones repetidas veces, incluso se dispuso a marcharse, pero sus súplicas se tornaron más insistentes. Le prometieron que no necesitaría otras tropas para conseguir la victoria. Con una reticencia magistral, había aceptado el servicio de todos los hombres menos los de la Décima. Esta, que era la legión más emblemática y recompensada de César, era la que más lo había decepcionado, por lo que tenía que prescindir de sus soldados. Cuando el gran orgullo de la unidad se puso en entredicho, los veteranos de la Décima exigieron a César que los diezmara, siempre y cuando volviera a aceptarlos en su ejército. En un último gesto de magnanimidad, había cedido y acogido a la Décima en su seno como hijos descarriados y así había puesto fin a la rebelión de un plumazo.
Al oír la historia, la admiración de Romulus por César se elevó por las nubes. Durante meses, Petronius le había llenado la cabeza con historias de Alesia, Farsalia y otras victorias. En el Ponto había visto con sus propios ojos lo que César era capaz de hacer, pero aquella capacidad lo convertía en único. César no sólo llevaba ejércitos a la batalla en circunstancias totalmente adversas y ganaba sino que era un líder sin parangón. Craso había sido todo lo contrario, pues había sido un comandante impersonal y sin carisma. Aunque había estado bajo el mando de César poco tiempo, Romulus se alegraba de haber gozado de esa experiencia antes de morir.
En cuanto se hubo hecho cargo de los amotinados, no hubo más esperas. César se dirigió a la capital para reunirse con el jefe de Caballería y el Senado. Por el momento, la Sexta fue desmovilizada y los soldados se dirigieron enseguida a las tabernas y burdeles de la ciudad. Al cabo de unos días, regresarían a casa con sus familias. Ese mismo día también se hicieron cargo de los prisioneros. Escoltados por una docena de soldados, el centurión que había dictado sentencia para los dos amigos los condujo al interior de la ciudad.
Petronius no había estado nunca en Roma y las gruesas murallas servianas, el tamaño espectacular de los edificios y la gran cantidad de personas lo dejaron anonadado. A Romulus, por el contrario, lo embargó una sensación de pavor cuando recorrieron las calles por las que había hecho recados de jovencito. Aquél no era el modo como quería regresar a casa. Hasta la visión del imponente templo de Júpiter que coronaba la colina Capitolina no le produjo más que un atisbo de gozo, y ese pequeño placer se esfumó al pasar por la intersección cercana a la casa de Gemellus. A pesar de las dificultades económicas de las que Hiero le había hablado, era posible que el comerciante siguiera viviendo allí. Un resentimiento embotado le llenó el vientre. No estaba más que a cien pasos de la puerta del hombre que había soñado matar durante años, y no podía hacer nada al respecto.
Por último se acercaron al Ludus Magnus, la escuela de gladiadores más importante, y el temor de antaño hizo que a Romulus se le parara el corazón un instante. Él y Brennus habían huido de ese lugar, en vano, por lo que parecía. Había sido Tarquinius quien había matado al noble exaltado, no Romulus. Para entonces, su furia inicial por la revelación del arúspice se había convertido en amargura prolongada por lo que podría haber sido. Era difícil sentirse de otro modo. Brennus podría seguir todavía con vida si no hubieran huido y quizá se hubieran ganado el
rudis
. Sin embargo, Romulus no era un ingenuo: subyacía el hecho de saber que Tarquinius se habría comportado como le hubiera parecido mejor… siguiendo el viento o las estrellas. ¿Acaso sus predicciones acertadas no le habían ofrecido un gran consuelo durante el calvario de Carrhae y Margiana? Después de haber pasado tanto tiempo juntos, Romulus conocía bien al arúspice y no consideraba que fuera un hombre que actuara con malicia.
Aquella constatación lo ayudó a ponerse derecho mientras leía la inscripción de una piedra situada encima de la puerta principal: LUDUS MAGNUS. La primera vez que Romulus la había visto, siendo un joven analfabeto de trece años, se había limitado a suponer el significado de las dos palabras. Sin embargo, gracias a Tarquinius ahora sabía leerlas. Su presencia allí resultaba curiosa, pensó Romulus. Había cuatro
ludi
en Roma, sin embargo ahí estaban, en el exterior del que fuera su lugar de entrenamiento.
Una sonrisa irónica asomó a sus labios cuando el centurión pidió la entrada.
Al cabo de unos momentos, las
caligae
con suela claveteada resonaron por el corto pasillo que conducía a la plaza abierta del interior de los gruesos muros. Era media tarde y había docenas de gladiadores haciendo prácticas físicas entre sí y contra los
pali
, los gruesos postes de madera altos como un hombre. Los entrenadores armados con látigos caminaban entre ellos, señalando y dando órdenes a gritos. Provistos de escudos de mimbre y armas de madera que pesaban el doble que las auténticas, los luchadores bailaban alrededor los unos de los otros, lanzando estocadas y clavando el arma. Romulus no reconoció a ninguno de ellos, y se le cayó el alma a los pies. Era probable que hiciera mucho tiempo que Sextus, el pequeño español, y Otho y Antonius, otros dos gladiadores amigos, estuvieran muertos. Lo mismo podía decirse de Cotta, su entrenador. Escudriñó los balcones para ver si veía a Astoria, la amante nubia de Brennus, pero tampoco había ni rastro de ella, sólo las siluetas amenazadoras de los arqueros del
lanista
, ojo avizor por si surgía algún problema. No era de extrañar que Astoria no estuviera por allí, pensó Romulus sombríamente. Memor debía de haberla vendido a un prostíbulo.
Romulus volvió a centrar su atención en el presente al ver a otros tipos de luchadores que le resultaban familiares: tracios con los escudos cuadrados y espadas curvas, y
murmillones
con los típicos cascos con el penacho en forma de pez. Incluso había dos pares de
retiarii
luchando contra el mismo número de
secutores
, la categoría a la que él había pertenecido como cazador. Se paró un momento a observar. Enseguida le pincharon en la espalda.
—Muévete —gruñó uno de los legionarios, pinchándole otra vez con el
pilum
—. Sigue al centurión.
Romulus se tragó la ira y obedeció. Enseguida él y los demás fueron alineados delante de una figura conocida, una persona que nunca había imaginado volver a ver: Memor, el
lanista
. Los años no le habían cambiado demasiado. Tal vez tuviera la tez más oscura, pensó Romulus, y la espalda ligeramente más encorvada, pero los tics y la forma como trataba a los gladiadores eran exactamente igual que antes. Igual que su sarcasmo. A Romulus se le encogió el estómago. ¿Memor lo reconocería?
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó el
lanista
con voz cansina—. ¿Desertores?
—Sobre todo cobardes —repuso el centurión—. Huyeron en plena batalla.
Mostrando su desaprobación, Memor sacudió el látigo contra el suelo.
—Entonces tampoco serán buenos gladiadores. ¿Por qué no sacrificasteis a estos perros?
—Los juegos conmemorativos de las victorias de César andan escasos de reclutas —gruñó el centurión—. Serán clasificados como
noxii.
Memor hizo una mueca de desagrado.
—Yo no me dedico a eso.
«Sólo porque no te proporciona ingresos», pensó Romulus con acritud.
—Acogerlos se consideraría un favor para César —respondió el otro.
Memor enseguida desplegó una amplia sonrisa.
—¿Por qué no lo has dicho antes? Será un honor para mí preparar a estos hijos de puta para la muerte. Quizás incluso sea capaz de hacerlos quedar bien. —Dedicó una mirada desagradable a los presos. Curiosamente, esa mirada se posó más tiempo en Romulus y Petronius—. ¿Por qué están aquí estos dos?
El centurión soltó un bufido.
—Uno es un puto esclavo que tuvo el rostro de alistarse a las legiones.
Memor enarcó las pobladas cejas.
—¿Y el otro?
—El tonto de su amigo. Intentó defender al esclavo cuando fue descubierto.
—Interesante —declaró Memor, caminando delante de los hombres encadenados como si los estuviera evaluando. Arrastraba el látigo detrás de él y el extremo lastrado iba dibujando una raya en la arena. Se colocó al lado de Petronius y se lo quedó mirando como un leopardo a su presa.
El veterano lo miró con desprecio.
—¿Todavía estás orgulloso, eh? —Memor sonrió de oreja a oreja—. Ya me encargaré yo de que eso cambie.
Petronius tuvo la sensatez de no responder.
Memor se colocó en la arena ante Romulus que, interesado en que no lo reconociera, apartó la mirada. Pero el
lanista
entrecano le sujetó por la barbilla y le giró la cabeza, por lo que Romulus se sintió como si volviera a tener trece años. Sus profundos ojos azules se encontraron con los pozos negros que Memor tenía por ojos y se miraron el uno al otro durante un buen rato.
—¿Cuál es el esclavo? —preguntó Memor de repente.
—El que estás mirando —respondió el centurión.
Memor frunció el entrecejo arrugado.
—Nariz grande, ojos azules. Además eres fuerte. —Soltó la barbilla de Romulus y le subió la manga derecha de la túnica militar rojiza. Donde se suponía que estaba la marca de esclavo había una cicatriz lineal, oscurecida en parte por un tatuaje de Mitra sacrificando al toro. Sin embargo, bajo una mirada experta resultaba obvio que Romulus había sido esclavo. La extirpación de Brennus había sido como la de un cirujano de guerra, muy distinta de la perfección de quienes se habían especializado en eliminar marcas a esclavos liberados que eran ricos, y el tatuaje por el que Romulus había pagado en Barbaricum sólo servía para desviar las miradas. Memor supo enseguida qué tenía ante los ojos. Dio un paso atrás y observó a Romulus de arriba abajo.
—Por todos los dioses —dijo, enrojeciéndose de ira acumulada—. ¿Romulus? ¿No te llamas así?
Resignado, Romulus asintió.
El centurión se mostró sorprendido.
—¿Le conoces?
Memor soltó un violento juramento.