A tan sólo un brazo de distancia, Romulus y Petronius observaron asqueados cómo un lobo atacaba al hombre por la espalda. Le colocó las grandes garras en los hombros, y le hincó los colmillos en la nuca. Se tambaleó hacia atrás moviendo los brazos y el soldado se convirtió en el blanco perfecto para otro lobo. Se abalanzó sobre él y le agarró la entrepierna, lo cual le hizo proferir un grito agónico que arrancó una mueca de dolor a Romulus, que giró la cabeza.
No podía evitar oír los horribles sonidos de angustia del desertor mientras lo despedazaban a media docena de pasos de donde se encontraban. Ni los gritos de delirio del público sentado por encima de ellos. Si bien Romulus no sentía compasión alguna por hombres capaces de huir y dejar a sus compañeros en plena batalla, no creía que merecieran morir como ovejas o ciervos. La crucifixión era un castigo de lo más cruel, pero aquello era peor. Sin embargo, para los furibundos ciudadanos de encima, eso era hacer justicia.
Transcurrió un buen rato hasta que dejaron de oírse chillidos; sin embargo, la muerte de los hombres no trajo silencio a la arena. Los gritos fueron sustituidos por los gruñidos de los lobos que se peleaban por sus presas, y el ruido de los huesos que crujían al ser devorados por las potentes fauces. Los espectadores empezaron a desinteresarse y enseguida docenas de esclavos hicieron salir a los lobos del ruedo. Algunos tocaban tambores y platillos para confundirlos, y otros llevaban escudos y trozos de madera planos. Caminando juntos en fila, hicieron entrar a los lobos de nuevo en las jaulas.
Durante este intervalo, Memor reapareció en el pasillo. Dedicó un guiño cruel a Romulus, escogió a un segundo trío de soldados y los envió a enfrentarse a dos osos y a un par de toros salvajes. Volvió a desaparecer sin dar ninguna pista a los dos amigos sobre lo que les esperaba. A Romulus se le hizo un nudo en el estómago y se sentó. No tenía la menor intención de contemplar otro espectáculo como el anterior. Además, el miedo amenazaba con sobrecogerle. Aunque la muerte había sido una presencia continua en su vida desde que Gemellus lo vendiera al Ludus Magnus, siempre había tenido una mínima posibilidad de sobrevivir. Había derrotado a un gladiador mayor y más experimentado; había sobrevivido a la matanza de Carrhae y lo habían hecho prisionero; había escapado de una aniquilación prácticamente segura de la Legión Olvidada a manos de un vasto ejército indio. En esos momentos, mientras los aullidos de muerte de sus compañeros cautivos resonaban en sus oídos, su vida parecía haber llegado a un callejón sin salida.
Lanzó una mirada a Petronius, sentado a su lado. El veterano tenía los ojos cerrados y murmuraba una oración a Júpiter. «Tiene más entereza que yo —pensó Romulus asombrado—, y encima el pobre diablo ni siquiera tendría que estar aquí. Podía haberse marchado y dejarme solo ante el peligro. Como buen amigo que es, no lo hizo.» Romulus sintió una profunda vergüenza. ¿Cómo podía ser que Petronius se enfrentara a la muerte como un hombre mientras él se comportaba como un niño asustado? Su camarada le merecía mucho más respeto.
—Ha llegado el momento —se oyó la voz de Memor.
Romulus alzó la mirada. Con los brazos en jarras, el
lanista
sonreía con satisfacción a pocos pasos de distancia. Sólo los separaba el metal de la jaula.
—Lo que daría por tener la oportunidad de cortarte el cuello —dijo apretando los dientes.
Memor sonrió.
—Lo siento —dijo—. Si eso ocurriera, mis guardas te matarían. Y entonces la buena gente de Roma se perdería el último espectáculo de la mañana. No vamos a permitir que eso pase, ¿verdad que no?
Romulus se puso de pie.
Petronius, absorto en sí mismo, se quedó donde estaba.
Sacudiéndose el polvo de las manos, Romulus se colocó justo al lado de los barrotes. A partir de ese momento no iba a mostrar más que una determinación férrea.
—¿Qué nos tienes preparado, pedazo de mierda? —preguntó enfurecido.
Sorprendido, Memor retrocedió. De todos modos, recuperó enseguida la compostura.
—Un toro etíope —repuso—. Algunos lo llaman rinoceronte.
Petronius, que ignoraba al
lanista
a propósito, se levantó y observó a los guardas que abrían la salida. El único indicio de tensión interna era que apretaba y soltaba la mandíbula. Entre los rumores más disparatados del
ludus
se incluía una bestia blindada conocida vulgarmente con el nombre de «toro etíope». Se habían quedado aterrorizados.
Romulus, en un intento por proteger a su amigo, había negado todo conocimiento al respecto. Ahora se daba cuenta de que había sido en vano. Se agarró a los barrotes con fuerza y recordó haber presenciado la captura de un rinoceronte cuando trabajaba para Hiero. Habían necesitado casi a una veintena de esclavos con cuerdas y redes para doblegar a la gigantesca criatura de dos cuernos e introducirla en una jaula. Más de un esclavo había muerto en el proceso. Muchos otros habían resultado heridos en las semanas y meses siguientes. El rinoceronte, irritable y agresivo, había sido la captura estrella de Hiero. Incluso podría tratarse del mismo animal, caviló Romulus. Qué irónico. Cerró los ojos y elevó una oración a Mitra. «Concédenos una muerte rápida.»
Memor se reía por lo bajo.
—Nunca deberías haberte escapado —dijo, casi con tristeza—. A estas alturas quizás hubieras ganado un
rudis
. Y encima me habrías hecho ganar una fortuna. Y, ahora, mírate.
Se oyó un gran estrépito cuando alzaron los pesados tablones de la salida y los dejaron en el suelo. La luz cegadora del sol inundó la jaula, lo cual impedía ver la arena con claridad. Como era habitual en las pausas entre combates, el público estaba mayoritariamente en silencio. Lo único que se oían eran las voces de los vendedores de comida ambulantes pregonando sus salchichas, pan y vino aguado, y los corredores que ofrecían apuestas para las luchas de gladiadores que se celebrarían más tarde.
—Ojalá ardas en el Hades, Memor —espetó Romulus. Sin esperar respuesta, salió trotando a la arena. Era el único gesto de desafío que podía hacer. Ese y morir como un hombre.
Petronius le siguió lanzando calumnias espantosas a los parientes del
lanista.
Memor no respondió. Cuando las planchas volvieron a colocarse en su sitio, los dos amigos se quedaron solos en el ruedo. El público advirtió que había actividad en la arena e interrumpió sus conversaciones.
—Bazofia desertora —gritó una figura corpulenta que llevaba una túnica andrajosa.
—Cobardes —gritó otro. Las acusaciones eran contagiosas y enseguida los insultos llovieron sobre la pareja.
El hecho de que su crimen no fuera la deserción resultaba irrelevante, pensó Romulus. Coloca a cualquier persona en este círculo de muerte y los ciudadanos darán por supuesto que es culpable. Y, estrictamente hablando, él lo era. Aunque le habían obligado a alistarse a la Vigésima Octava, Romulus se había alistado al ejército de Craso siendo esclavo. Sin embargo, a pesar de estar ante la más cruel de las muertes imaginable, se alegraba de haberlo hecho. En sólo ocho años había visto cosas extraordinarias y se había hecho amigo íntimo de Brennus, Tarquinius y Petronius. Lo único que lamentaba era no haber podido hablar con Fabiola ni siquiera un momento. Aquello, y haber hecho las paces con el arúspice.
—Este toro etíope —dijo Petronius, ¿de verdad tiene un cuerno tan largo como el brazo de un hombre?
—Sí. —Romulus todavía recordaba al esclavo que el rinoceronte de Hiero había corneado. Había sido una muerte lenta—. Por lo menos.
—¿Es el doble de grande que un toro?
—O más —reconoció Romulus—. Y además agresivo. Si te sirve de consuelo, es medio ciego.
—¿Qué más da? No podemos escondernos en ningún sitio. —Al final, el miedo asomó al rostro de Petronius, pero él no se dejó vencer por el pánico—. ¿Qué crees que deberíamos hacer? —preguntó, con un tono deferente que otorgaba a Romulus el papel de líder.
Romulus escudriñó el perímetro del recinto. No había barrotes para impedir que los animales saltaran, sino lanceros y arqueros a intervalos regulares. Todo intento de escapatoria les granjearía la misma suerte que había corrido el desertor hacía un rato. Alzó la vista al cielo, sin perder la esperanza de recibir una señal. Una pista. Cualquier cosa. Pero nada. No era más que otra espléndida mañana de otoño.
—No lo sé —dijo con voz profunda—. Soy incapaz de pensar.
Petronius soltó una risotada burlesca.
—Yo también —reconoció—. De todos modos, me alegro de haberte conocido.
—Sí, camarada —respondió Romulus—. Yo también.
Entrelazaron los antebrazos haciendo caso omiso de los gritos de la muchedumbre.
Se produjo una pequeña pausa. Al principio, Romulus pensó que se trataba de una artimaña cínica urdida por Memor o el maestro de ceremonias para incrementar el miedo y el terror que los embargaba. Atisbo al
lanista
dirigiéndose a las gradas situadas justo a un lado del palco de dignatarios, protegido del fuerte sol por un
velarium
, un gran toldo de tela. Como encargado del suministro de desertores, Memor tenía que estar a mano por si el
editor
, o patrocinador, quería preguntarle algo. Hoy, por supuesto, se trataba de César en persona. Sin embargo, el asiento del gran general estaba vacío. El palco estaba ocupado por el presentador, un hombre bajito con el pelo lubricado y actitud engreída, junto con un par de altos mandos de aspecto aburrido. Probablemente César no fuera a aparecer hasta mucho más tarde, pensó Romulus. ¿Qué interés iba a tener en ver a bestias despedazando hombres? Para aquello no se necesitaba ningún talento marcial.
—¿Por qué no han hecho entrar al puto animal? —preguntó Petronius con incomodidad—. Lo que quiero es que esto acabe de una vez.
Sin responder, Romulus observó al público.
Hasta los espectadores guardaban silencio.
Romulus inclinó la cabeza y aguzó el oído.
Al cabo de unos instantes, las
bucinae
tronaron desde el exterior del anfiteatro. Entre los ciudadanos que esperaban reinaba un ambiente expectante, y el maestro de ceremonias se puso en pie de un salto y se acomodó el pelo lubricado con afectación mediante unos golpecitos. Memor miró por encima del hombro y Romulus profirió un grito ahogado.
—Es César —susurró—. Ha venido a vernos.
A Petronius se le escapó una risita.
—¿A nosotros, que somos los perdedores? Lo que tendrá son ganas de ver al toro etíope.
Romulus esbozó una sonrisa torcida.
—Seguro.
Un grupo de legionarios liderado por un centurión de aspecto distinguido apareció en el palco y le echaron un vistazo rápido. Cuando el oficial estuvo satisfecho, el presentador recibió una señal.
Alzando las manos para llamar la atención, dio un paso adelante.
—Ciudadanos de Roma. ¡Tenemos el honor de contar con la presencia del
editor
de los juegos de hoy antes de lo esperado! —Hizo una pausa.
Una oleada de emoción sacudió a los espectadores, y de repente todas las miradas se posaron en el palco de dignatarios. Unas cuantas personas de las más entusiastas del público empezaron a aplaudir y vitorear.
—Es el conquistador de la Galia, Britania y Germania —anunció el maestro de ceremonias—. ¡Salvador de la República! ¡Vencedor en Farsalia, en Egipto y en Asia Menor!
El público gritó entusiasmado, pues siempre se alegraba de oír hablar de los éxitos militares romanos obtenidos en su nombre. Gracias a la bien engrasada maquinaria propagandística de César, estaban al corriente de sus increíbles hazañas y le adoraban por ello. Hacía años que César gozaba de una gran popularidad y sus victorias recientes sobre Pompeyo y los republicanos intransigentes eran comparables para muchos con sus triunfos anteriores. César, un hombre que compartía las creencias de sus soldados y que siempre ganaba cuando parecía imposible, personificaba la naturaleza obstinada de Roma.
—Descendiente de Venus personificada, y el vástago más importante del clan de los Julii —bramó el presentador. Movió los brazos para animar todavía más a la multitud—. Os presento al reciente vencedor de Zela: ¡Julio César!
El público reaccionó con un rugido ensordecedor.
Un trío de esclavos apareció en la arena. Cada uno llevaba una pancarta en la que había una sola palabra corta. La primera era «Veni», la segunda era «Vidi», y la última, «Vici». Romulus volvió a quedarse impresionado por la confianza de César en sí mismo. «Vine, vi y vencí.» Aquella valoración sucinta de la batalla se había propagado a través del ejército de César en el momento de las celebraciones y ahora se utilizaba para ganarse al pueblo romano. A juzgar por la respuesta entusiasta, el movimiento había sido muy astuto.
Entonces el aclamado hombre hizo acto de presencia en el palco. Vestido con una toga blanca con un ribete púrpura, César reaccionó a los gritos de la gente con un movimiento lánguido de la mano derecha. Unos cuantos oficiales del Estado Mayor, senadores y miembros de su cohorte se apelotonaron detrás de él, ansiosos por compartir parte de la gloria. Por supuesto, a los espectadores sólo les interesaba César. Los aplausos se prolongaron hasta mucho después de que tomara asiento.
Mientras tanto, Romulus y Petronius permanecían en la arena caliente, aguardando su muerte.
Tras dar varias vueltas, los esclavos que llevaban las pancartas desaparecieron de la vista y el presentador engreído pidió calma. El nivel de ruido fue reduciéndose paulatinamente mientras el público emocionado se sentaba, ansioso por que empezara la siguiente parte del espectáculo.
—En un alarde de generosidad, César ha dispuesto la presencia de un animal que nunca antes se ha visto en Roma. Capturado en las tierras salvajes del este de África, ha sido transportado hasta aquí para vuestro disfrute. Muchos hombres han muerto para traerlo a este ruedo. Ahora matará a dos más: a los
noxii
que tenéis delante.
Se produjo una pausa deliberada y la muchedumbre se estremecía ante la expectativa.
—¡Mayor que el más grande de los bueyes, más fiero que un león y con una piel blindada más dura que el
testudo
de los legionarios, César presenta… al toro etíope!
Romulus y Petronius intercambiaron una mirada llena de temor… y determinación.
Una gran reja de hierro situada frente al lugar que ocupaba César se alzó lentamente gracias a unas poleas y cadenas engrasadas. Enseguida se vio un enorme cuadrado negro: la abertura de una jaula. No salió nada y, durante un instante, Romulus albergó la fantasía de que la criatura hubiera conseguido escapar. Los fuertes gritos y el sonido de las armas chocando contra las barras de las entrañas del anfiteatro se encargaron de disipar tal esperanza.