Se oyeron una serie de gruñidos de fastidio antes de que un animal inmenso de piel marrón saliera trotando a la arena. Sólo tenía pelos en el extremo de las anchas orejas y al final de la cola y la cabeza era larga e inclinada. De la nariz le salían dos cuernos afilados y de aspecto temible. Tenía las pezuñas grandes y con tres dedos y una protuberancia en la base del cráneo, entre las orejas.
El rinoceronte se paró mientras sus pequeños ojos de cerdo se acostumbraban a la luz brillante.
El público profirió un grito ahogado al unísono al ver el aspecto estrafalario del animal. Era más raro que la jirafa y las cebras importadas por Pompeyo, y más exótico que los elefantes que ahora ya se habían acostumbrado a ver.
A Romulus se le detuvo el corazón. Era mayor y tenía un aspecto más peligroso del que recordaba.
—Si nos quedamos quietos, no nos verá —le susurró a Petronius.
—¿Y de qué coño nos sirve eso? —replicó el otro.
Como sabía de la posibilidad de que los dos soldados utilizaran ese ardid, Memor asintió hacia los arqueros, que lanzaron media docena de flechas al aire. Habían apuntado con cuidado y aterrizaron en la arena a pocos pasos de la pareja. El mensaje estaba claro: moveos o las siguientes no fallarán.
Romulus dio un paso adelante con la boca seca por la tensión.
Con una sonrisa complacida, los arqueros se relajaron.
El rinoceronte giró la cabeza al advertir el movimiento. Resopló con actitud suspicaz.
Romulus se quedó petrificado. Igual que Petronius, que estaba recogiendo una flecha.
La bestia blindada chilló unas cuantas veces y luego piafó. Los había visto.
Romulus cerró los ojos y rezó con todo el fervor del que fue capaz. «Por lo menos, déjame morir luchando, gran Mitra. Así no.»
El rinoceronte bajó la cabeza y embistió.
En cuestión de segundos, el rinoceronte galopaba hacia ellos a toda velocidad. Aunque el ruedo era grande, enseguida se les echaría encima. A pesar de ello, Romulus tenía los pies clavados en el suelo. Su vida había llegado a su fin. Escudriñó a los espectadores a cámara lenta. Los nobles ricos con toga y los pobres mugrientos con las túnicas deshilachadas. César, en su cojín de terciopelo, con sus seguidores y soldados dispuestos a su alrededor. El grasiento maestro de ceremonias. Memor, que parecía encantado de que la suerte de Romulus estuviera echada. Los guardas situados en los límites del recinto con los arcos y lanzas.
Un plan osado fue formándose en su interior.
—¡Rápido! Coge una flecha —susurró Petronius—. Nos servirá para defendernos.
—Tengo una idea mejor —musitó Romulus—. Tú vas hacia la izquierda y yo hacia la derecha.
—¿Por qué?
—La bestia sólo puede perseguir a uno. Cuando lo haga, el otro puede intentar arrebatarle una lanza al guarda. —Romulus indicó al más cercano con un movimiento de cabeza—. Mira. La tiene apuntando hacia abajo por si necesita usarla rápido. Muchos están de pie así. Da un salto, tira del asta con fuerza y tenemos la posibilidad de conseguir un arma que podría resultarnos muy útil. Entonces, el que vaya armado podrá proteger al otro.
—Los arqueros recibirán la orden de abatirnos si hacemos eso —dijo Petronius con voz entrecortada. De todos modos, una chispa de fiereza se encendió en sus ojos—. ¿No?
—Es probable. Será peligroso para los dos.
Se produjo una brevísima pausa mientras ambos se planteaban algo obvio: aquel al que el rinoceronte persiguiera moriría.
—Vale la pena probar —reconoció Petronius al cabo de unos instantes.
—Mejor que morir como cobardes.
—Cierto. —Petronius respiró hondo—. ¿Preparado?
El rinoceronte se acercaba y el terreno temblaba. Tenía la cabeza gacha y presentaba una imagen de lo más aterradora: el largo cuerno frontal, capaz de penetrar en la carne hasta lo más hondo. En caso de no acertar, el ancho cráneo del animal, ayudado por un peso equivalente al de quince hombres, partiría huesos, machacaría costillas o ambas cosas. Inmovilizada a consecuencia de cualquiera de estas lesiones, la víctima moriría entonces pisoteada.
—¡Vete! —gritó Romulus. Agitando brazos y piernas, salió disparado hacia un lado. El miedo le otorgó un impulso extra de velocidad, pero no se atrevió a mirar a su alrededor hasta que hubo contado quince o veinte pasos. Entonces, como no había sido atropellado, volvió la vista atrás. Se le cayó el alma a los pies al ver que el rinoceronte embestía a Petronius. El veterano, con un amago atrevido hacia un lado, evitó el primer intento de cornearlo en la espalda. Ahora corría en la dirección contraria. No duró mucho. La enorme bestia resultó ser extraordinariamente rápida y fue a por Petronius otra vez. Como no tenía dónde esconderse, no tardaría demasiado en alcanzarle.
Romulus se apartó. Cada centésima de segundo resultaba vital. Si no quería que los dos acabaran enseguida como dos cadáveres ensangrentados en la arena, tenía que olvidarse de Petronius. El guarda que había visto medio agachado por el lado bajo del recinto estaba a unos veinte pasos de distancia. El hombre, pendiente de la acción, no se había movido y le bastaba estirar el brazo para quitarle la lanza. Comportándose como si buscara una salida, Romulus corrió alrededor del enladrillado, contando las zancadas en silencio. Se esforzó por desviar la mirada del lancero.
El ambiente se llenó de insultos cuando los espectadores que estaban cerca mostraron su desprecio por lo que percibían como cobardía.
—¡Perro miserable! ¿Intentas salvar el pellejo? ¡Imbécil! ¡Hijo de perra gallina! —Romulus siguió corriendo de todos modos. Oía los bufidos iracundos del rinoceronte a lo lejos. Sin embargo, no había oído gritos, lo cual le hacía pensar que todavía no había matado a Petronius. Diez pasos. Quince.
Romulus apretó los dientes a medida que se acercaba. Era imprescindible que el guarda observara lo que le ocurría al pobre Petronius, o estaba perdido. Veinte pasos y se arriesgó a alzar la vista. La hoja ancha peciolada apuntaba hacia abajo, su propietario embotado ajeno a su aproximación. «Mitra, ayúdame», pensó. Un paso más y Romulus dobló las rodillas y dio un buen salto. Agarró el asta con ambas manos justo por debajo de la cabeza y tiró hacia abajo. El guarda profirió un grito ahogado de sorpresa cuando siguió la trayectoria de su arma en la arena. Aterrizó con torpeza y se encontró mirando su propia lanza, a la que Romulus le había dado la vuelta para apuntarle al corazón. El hombre fue lo bastante sensato para no recurrir a la espada que llevaba.
—¡No te muevas, cabrón! —bramó Romulus antes de salir disparado para ayudar a Petronius. Mientras corría, oía los gritos airados de los demás guardas y los gritos de asombro de los espectadores. De un momento a otro le caería encima una lluvia de flechas y espadas, pero no podía pararse a pensar en eso. Lo que sucedía delante de sus narices era mucho peor que eso. Romulus se maldijo por no haber corrido más rápido. El rinoceronte ya había asestado a Petronius un golpe lateral. Aunque su amigo seguía corriendo, se escoraba hacia un lado sujetándose las costillas. Con la otra mano blandía su única arma, la flecha inútil. La dichosa bestia también estaba justo detrás de él.
Romulus calibró la distancia que los separaba. Treinta pasos como mínimo.
Si arrojaba entonces la lanza, tenía pocas posibilidades de herir al rinoceronte.
Si no la arrojaba, Petronius era hombre muerto.
Romulus aminoró la marcha y cerró el ojo izquierdo. Apuntó al hombro de la bestia blindada y arrojó la lanza hacia delante haciéndole describir una trayectoria curva. Al hacerlo, cruzó una mirada con Petronius. El veterano esbozó una débil sonrisa que le transmitió una miríada de emociones. Orgullo por el éxito del intento de Romulus. Respeto por su valentía y habilidad. Y el amor que dos camaradas se profesan.
La lanza cayó a toda velocidad y alcanzó al rinoceronte de lleno entre los omóplatos. Rebotó en el duro pellejo.
—¡No! —exclamó Romulus.
El animal le clavó el cuerno delantero a Petronius en plena espalda y lo alzó en el aire. Perforándole el abdomen con facilidad, emergió con el extremo ensangrentado justo debajo del esternón. Petronius dejó escapar un gran grito de agonía. Atravesado como un jabalí en un espetón, forcejeó para soltarse mientras el rinoceronte lo zarandeaba sin problemas de un lado a otro.
La muchedumbre profería gritos de entusiasmo. También se oía a alguien vociferando órdenes.
Romulus se paró embargado por el dolor. Apenas era consciente de que todavía no le había abatido nadie, pero no sabía por qué.
A Petronius le brotaba sangre de entre los labios cuando el rinoceronte bajó la cabeza y lo dejó caer. Dio un paso atrás, dispuesto a hacerlo picadillo. Entonces vio a Romulus. Piafando con un pie enorme, bramó enfadado. Ahí había otro molesto humano que matar. Dejó a Petronius y empezó a moverse hacia Romulus.
«Ya está —pensó, mirando la lanza, que yacía en la arena detrás del rinoceronte—. Mis esfuerzos han sido en vano y soy hombre muerto.»
Petronius consiguió arrastrarse y medio incorporarse. Además de la sangre que le brotaba del enorme agujero en el vientre, tenía a la vista bucles de intestino desgarrado y heces.
—¡Tú, bestia fea! —gritó con el rostro ceniciento—. ¡Vuelve aquí!
Tal como había querido Petronius, el rinoceronte desvió la atención de Romulus. Gruñó y se dio la vuelta.
Romulus volvió a la vida. Incluso muriéndose, Petronius intentaba hacerle ganar tiempo. No podía desperdiciar aquella oportunidad. Mientras el rinoceronte machacaba con la cabeza el cuerpo ya roto de su amigo, rodeó el sangriento panorama para alcanzar la lanza. Al levantarla, notó que la larga asta de madera estaba caliente. Era un arma de caza pesada con una hoja de hierro peciolada, adecuada para matar a un oso o un león. Romulus no tenía ni idea de si podía hacer lo mismo con el poderoso animal que había matado a Petronius. Porque seguro que eso era lo que había pasado. El rinoceronte había golpeado a su compañero varias veces con una fuerza descomunal. Había oído un grito ahogado después del primer impacto y luego nada más.
Hubo algo que hizo que Romulus alzara la vista hacia los espectadores más cercanos. Sin darse cuenta, se había colocado justo debajo del palco de dignatarios. Julio César, con expresión interesada, se encontraba a poco menos de veinte pasos de distancia. Romulus echó un vistazo a los guardas más próximos, que tenían las armas alzadas y listas. Resultaba sorprendente que no le estuvieran apuntando. «Se me permite luchar», se percató con un estremecimiento. Volvió la mirada hacia el rinoceronte e hizo una mueca. Había acabado con el cadáver de Petronius, reducido a un puñado deforme de fragmentos sangrientos. El animal no lo había visto. Sin mover un músculo, aguardó a ver qué hacía.
El animal, resoplando por las anchas narinas, se alejó de Romulus.
«Es cierto que ve muy poco», pensó con una punzada de emoción. Aquello le concedía un ínfimo atisbo de esperanza. Quizás ahora tenga la posibilidad de asestarle un golpe certero. Pero ¿dónde? Antes de dar un paso, Romulus se desesperó. El rinoceronte tenía la piel más gruesa que la cota de malla de los legionarios. Si le clavaba la lanza en los cuartos traseros o en el vientre, no lo mataría y ni siquiera le infligiría una herida que le impidiera cornearlo o pisotearlo. Su enorme cabeza huesuda era invulnerable y los grandes músculos del cuello tampoco eran un punto débil. «El corazón —pensó—. Tengo que alcanzarle ahí.»
El rinoceronte se encontraba entonces a unos veinte pasos de distancia, y los espectadores más impacientes le lanzaban objetos para hacer que se volviese. Lo único que conseguían era enfurecer todavía más a la criatura, que trotaba hacia el extremo opuesto del recinto.
Romulus dio un paso hacia él, y luego otro. A cada paso que daba le resultaba más fácil continuar; sin embargo, llegó un momento en que tuvo que pasar por los restos mutilados de Petronius. Romulus no pudo evitarlo. Bajó la mirada y se sintió asqueado. Las facciones de su amigo apenas resultaban reconocibles entre la sangre y los huesos rotos del cráneo. La furia bulló en Romulus al ver que un compañero leal había muerto de ese modo. Qué injusticia tan grande. Lo mínimo que podía hacer era intentar matar al rinoceronte con todas sus fuerzas. Decidido, sujetó la lanza con ambas manos. En vez de avanzar, se retiró hacia los tablones de madera del extremo del recinto. Una idea realmente desesperada se estaba formando en su interior.
Los espectadores le dedicaron abucheos y burlas.
Se fueron apagando cuando Romulus gritó al rinoceronte:
—¡Ven! ¡Aquí estoy!
A pesar del alboroto, el animal oyó su grito. Se dio la vuelta con más agilidad de la que lo creía capaz, alzó la cabeza y aceptó el desafío. Tenía el cuerno delantero rojo y pegajoso hasta la base. «Es la sangre de Petronius», pensó Romulus estremeciéndose de miedo. Notó la calidez de la madera en la espalda y se quedó quieto. «La mía pronto se derramará, pero a lo mejor no, si ésa es la voluntad de los dioses. De todos modos, aquí acaba todo.» Se alegraba de que el final fuera a ser rápido. Costaba vivir con tal nivel de pavor. Plantado en el suelo con los pies separados, Romulus observó al rinoceronte, que daba más indicaciones de estar a punto de embestir. Piafó la arena, aplanó las anchas orejas y resopló. Levantó y bajó la cabeza unas cuantas veces y luego fue a por él. Aceleró, alcanzando rápidamente la velocidad de un caballo al galope.
Los espectadores, que por fin tenían lo que querían, profirieron gritos y vítores. El exotismo del rinoceronte les había llamado la atención, pero los correteos resultaban aburridos. Pronto ese idiota quedaría empotrado contra la pared y entonces empezaría el verdadero espectáculo: las luchas entre gladiadores.
Aunque le resultaba sumamente aterrador, Romulus permaneció en el sitio. De todos modos, ¿adónde iba a huir? Por lo menos, ahora iba armado y podía lucirse antes de ser enviado al Elíseo. El corazón le palpitaba como un martinete y lo único que se le pasaba por la cabeza eran sus seres queridos. Su madre. Fabiola. Juba. Brennus. Tarquinius. Y el valiente de Petronius. Su hermana era la única que seguía con vida, pero de todos modos nunca la volvería a ver. «Quieran los dioses que Fabiola esté bien y sea feliz —pensó Romulus—. Algún día la veré, en el paraíso.» Después de esto, se preparó para el único movimiento que se le ocurría. Arrojó la lanza hacia su derecha, asegurándose de que aterrizaba en posición recta, con el extremo hacia él.