El público respondió con risas de incredulidad.
—¿Ahora estás demasiado asustado para utilizarla? —gritó un hombre.
La arena que Romulus tenía debajo de los pies empezó a temblar. El rinoceronte se veía cada vez mayor. El instinto le pedía a gritos que echara a correr, que se escondiera, que saliera de en medio. Tenía la impresión de que el corazón se le iba a salir del pecho, pero sin saber muy bien por qué Romulus consiguió no moverse del sitio. Si se movía antes de tiempo, el rinoceronte se daría la vuelta y lo apresaría. Si se movía una fracción de segundo más tarde, le machacaría todos los huesos del cuerpo contra la pared de atrás.
Todo su mundo había quedado reducido a un túnel situado directamente delante de él.
El iracundo rinoceronte lo ocupaba por completo.
Romulus pensó que los músculos se le quedarían paralizados cuando llegara el momento de moverse. «Gran Mitra, dame valor», suplicó. La imagen de Brennus delante del elefante le pasó como un destello por la cabeza. Luego la de Petronius, haciéndole ganar tiempo. Romulus hizo una mueca. Ya era suficiente. Había tiempo para una última respiración profunda antes de que la bestia blindada le alcanzara y acabara con aquella farsa.
Respiró hondo.
Cuando el rinoceronte estuvo a menos de tres pasos de distancia, se echó a un lado.
Se oyó un estrépito de mil demonios cuando el animal chocó contra las pesadas planchas de madera, y rompió unas cuantas y rajó otras. Había cogido tanto impulso que los cuernos y la mitad delantera de la cabeza atravesaron el otro lado y se quedó atrapado. A Romulus se le llenó la espalda de las astillas que salieron disparadas al caer de boca en la arena. Por suerte había cerrado los ojos, por lo que los granos amarillos sólo le llenaron la boca. Por encima y detrás de él, oía al enfurecido rinoceronte revolviéndose para liberarse de la prisión de madera que le rodeaba el enorme cuello. Los aullidos de furia resonaban por entre las planchas mientras el animal empujaba y tiraba. Los crujidos siniestros indicaron a Romulus que no le quedaba demasiado tiempo.
Desesperado, se puso de rodillas y se enfrentó a su enemigo. Estaba tan cerca que estirando el brazo podía tocarle la gruesa piel marrón. El animal dio una patada con una pata trasera que estuvo a punto de descalabrar a Romulus cuando estiró el brazo derecho para buscar la lanza en la arena. ¿Dónde estaba el dichoso artilugio? Empezó a entrarle el pánico. Los forcejeos del rinoceronte eran tan peligrosos que no podía permitirse bajar la mirada. Cuando palpó con los dedos el asta de madera, profirió un grito de alivio. Alzó la lanza y observó la gran extensión de piel correosa que tenía delante. A duras penas identificaba las costillas. Gracias a su experiencia de cazador, sabía que el corazón estaba situado detrás del codo izquierdo. Sin embargo, la pata delantera de ese lado daba tantas patadas que era imposible asestarle una buena estocada.
Varias maderas se rompieron de golpe y el rinoceronte se tambaleó hacia atrás.
Romulus soltó una maldición. Si no actuaba de inmediato, todos sus esfuerzos serían en vano. Confiando en su habilidad, clavó la lanza en el costado del rinoceronte con todas sus fuerzas. Notó que la cuchilla rechinaba por una costilla, se ralentizaba por momentos y luego se deslizaba hasta el fondo de la cavidad pectoral. Romulus introdujo el asta hasta una longitud como la de su antebrazo por lo menos, retorciéndola para asegurar el golpe. La afilada hoja tenía que conseguir muchos objetivos: rebanarle tejido pulmonar, cortar grandes arterias y penetrarle en el corazón. Tenía que conseguir todo eso para abatir a aquel coloso.
El rinoceronte dejó escapar un bramido ensordecedor y se separó de las planchas. Se tambaleó hacia atrás y escupió una bola de espuma sangrienta del tamaño de un puño. Para horror de Romulus, le clavó los ojos atentos. Seguían estando a escasos pasos de distancia. «Buena distancia para matar. He tenido mi oportunidad —pensó Romulus, cuya esperanza se convirtió en desesperación—. No lo he hecho lo bastante bien.»
El rinoceronte dio un paso hacia él y entonces las patas delanteras le flaquearon y cedieron. Le pasó lo mismo con las patas traseras y se desplomó con un gemido. Un fluido rosáceo empezó a brotarle por la boca como si de un torrente se tratara y manchó la arena. Alrededor del asta de la lanza que le sobresalía del pecho brotaba más. A juzgar por el rojo brillante de la sangre, Romulus llegó a la conclusión de que le había cortado alguna arteria importante. Sin saber cómo, había asestado un golpe mortal al rinoceronte. La gratitud embargó todo su ser. Petronius había sido honrado y vengado. Sin duda los arqueros dispararían en cualquier momento y acabarían con su vida. Pero cuando entrara en el Elíseo, Romulus sabía que podría ir con la cabeza bien alta, incluso entre héroes de la talla de Brennus y Petronius.
Regresó al presente cuando el rinoceronte dio unas cuantas patadas más. Al cabo de un instante, la gran cabeza cornuda cayó hacia delante y el animal se quedó quieto.
El silencio cubrió el enorme anfiteatro como si de un manto se tratara.
Romulus alzó la vista hacia los rostros asombrados y atónitos de los espectadores. Nadie se creía la hazaña que acababa de conseguir. Resultaba impensable que un hombre desarmado sobreviviera a un combate contra un animal tan temible como el rinoceronte.
Unas manos empezaron a aplaudir. Primero despacio, luego a mayor velocidad.
Cuando el público vio quién estaba aplaudiendo, se sumó enseguida a la ovación. Los vítores y las felicitaciones sustituyeron a la causticidad de la que había sido objeto Romulus hacía tan sólo unos momentos. La hipocresía de la situación resultaba impresionante.
Romulus alzó la mirada y vio que Julio César era quien lideraba la ovación. Se le formó un gran nudo de orgullo en la garganta y las lágrimas le asomaron a los ojos. Por lo menos uno de los presentes reconocía su valor. En cierto modo, aquel reconocimiento aliviaba el dolor por la muerte de Petronius.
—¿Quién es este hombre? —preguntó César—. ¡Traédmelo de inmediato!
El maestro de ceremonias se acercó correteando a Memor, que echaba humo, y le susurró al oído. La rabia producida por la impotencia que retorcía las facciones del
lanista
desapareció enseguida y éste bajó por la escalera más cercana. La atronadora ovación continuaba y Romulus aprovechó la oportunidad para honrar el cadáver de Petronius. No había podido permitirse ese lujo con Brennus, por lo que la ocasión revestía mayor importancia si cabe. Romulus le dio la espalda a César, se agachó y tomó la mano derecha ensangrentada del veterano entre la suya.
—Gracias, compañero. Pediré que se celebren los ritos que mereces. Que tengas una tumba decente —susurró. A diferencia de Brennus, cuyo cadáver probablemente había sido presa de las aves carroñeras. Las lágrimas le surcaron las mejillas mientras le cerraba con suavidad los ojos a Petronius, que tenía la mirada perdida—. Ve en paz.
Cuando se levantó, se encontró a cuatro hombres de Memor que le apuntaban al pecho con lanzas. El
lanista
estaba justo detrás de ellos. A su pesar, la expresión de todos ellos denotaba respeto, excepto en Memor, que parecía una serpiente a la que le han arrebatado la presa. A Romulus le daba igual. Ahora entraban en juego personalidades más importantes y el
lanista
ya no decidiría su suerte. Formando un estrecho pelotón, los cinco le obligaron a pasar por debajo de las gradas, dejar atrás las jaulas y emerger en el otro extremo. Entraron en la zona de la arena dedicada a los espectadores, una experiencia nueva para Romulus. No era capaz de asimilar todo aquello. Todavía estaba tambaleante por la conmoción que le había causado la muerte de Petronius y la grandeza de lo que había hecho.
Romulus entrecerró los ojos al pasar de la oscuridad al resplandor de la luz del sol. Estaba en el palco de autoridades, rodeado de legionarios, oficiales de alto rango y senadores. Identificó una mezcla de emociones en su mirada: respeto, asombro y temor y, en algunos otros, repugnancia y celos. Él mismo se sobrecogió cuando lo empujaron hacia delante para que se colocara ante César. Aunque Romulus había visto al general infinidad de veces cuando estaba en la Vigésima Octava, nunca lo había tenido tan cerca. César se acercaba al final de la mediana edad, tenía el pelo canoso y ralo, nariz prominente y pómulos marcados, y no es que resaltara por su físico. A pesar de ello, la confianza que tenía en sí mismo resultaba obvia y estaba rodeado por un aura de autoridad. De forma instintiva, Romulus hizo una profunda reverencia.
—Dejadnos —ordenó César a los hombres de Memor. Le clavó un dedo al
lanista
en el pecho—. Tú quédate.
Los guardas se esfumaron entre reverencias y chillidos.
—Tengo entendido que este esclavo tenía que morir como
noxius
por haberse alistado a las legiones de forma ilegal.
—Sí, señor.
César frunció el ceño.
—¿Y el otro?
—Era su compañero, señor. Según parece, el idiota intentó defenderle cuando fue descubierto.
—También me han dicho que este esclavo fue de tu propiedad. ¿Es verdad?
—Bien cierto, señor. Lo compré de jovencito. Fue adiestrado para ser
secutor
—replicó Memor con tono empalagoso—. Pero se escapó hace más de ocho años. ¿Sabéis? Mató a un noble.
César clavó la mirada en Romulus.
—Dos delitos capitales —dijo con voz queda.
«No tengo nada que perder», pensó Romulus.
—Yo no maté al noble, señor —protestó.
—Eso lo dirá él, señor —interrumpió Memor.
—¡Cállate! —le espetó César, era obvio que el
lanista
le desagradaba—. Si no fuiste tú, ¿quién fue? —le preguntó a Romulus.
—Mi amigo, señor.
—¿Ese de ahí?
—No, señor. Otro… un etrusco.
—¿Dónde está?
—No lo sé, señor —respondió Romulus con sinceridad—. Desapareció en Alejandría después de resultar herido por la piedra de una honda egipcia —explicó, respondiendo a la mirada sorprendida de César—. Nos obligaron a alistarnos a la Vigésima Octava.
A César pareció hacerle gracia.
—¿No tuvisteis más remedio?
—No, señor.
—Inocente de todos los delitos, ¿no? —César se dio un golpecito en los dientes con la uña—. Eso es lo que todos dicen.
Sus legionarios se rieron tontamente.
—Soy culpable de un solo delito, señor —intervino Romulus. No pensaba fingir más.
—¿De cuál?
—Cuando mi amigo y yo huimos del
ludus
, nos alistamos a una cohorte de mercenarios en el ejército de Craso. Dijimos que pertenecíamos a una tribu gala.
—Esta historia es cada vez más larga —se burló César. Lanzó una mirada a Memor y vio que intentaba disimular su reacción. Adoptó una expresión fiera—. ¡Habla!
—Oí ese rumor, señor —reconoció el
lanista
a su pesar—. Después de las noticias de Carrhae, nunca imaginé que volvería a ver a este hijo de puta.
—Hay pocos hijos de puta capaces de matar a un rinoceronte sin ayuda —caviló César—. ¿O sea que tú y los demás prisioneros fuisteis conducidos a Margiana?
—Sí, señor. A dos mil cuatrocientos kilómetros de Seleucia, a los confines de la tierra —explicó Romulus, mirando al general a los ojos—. Nos hicimos llamar la Legión Olvidada.
César esbozó una ligera sonrisa de reconocimiento.
—De todos modos huiste. Eso estuvo bien. ¿Tenías compañeros?
—Uno, señor. El mismo hombre que había matado al noble —respondió Romulus, que empezó a abreviar la historia. No tenía sentido abusar de la paciencia de César—. Llegamos a Barbaricum y encontramos un pasaje a Egipto, pero nuestro barco naufragó en la costa etíope. Tuvimos la suerte de sobrevivir y los dioses siguieron mostrándonos sus favores. Un
bestiarius
nos acogió y viajamos con él a Alejandría.
—Donde os alistasteis a la Vigésima Octava.
Romulus asintió.
—He oído muchas historias increíbles, pero ésta es la mejor de todas —exclamó César.
Sus seguidores profirieron más abucheos, pues así se divertían y Romulus se dio cuenta de que su suerte seguía siendo incierta. Por ello, lo que César hizo a continuación resultó de lo más inesperado.
—¡Longino! —llamó el general—. ¿Dónde estás?
Un oficial entrecano con una toga que no le quedaba bien se puso en pie.
—¿Señor?
—Pregunta a este esclavo sobre Carrhae. Preguntas que sólo podría responder un veterano de la batalla.
Longino estaba que trinaba y no disimulaba que no se creía ni una sola palabra de la historia de Romulus.
—¿Cómo murió el hijo de Craso? —preguntó.
—Publio lideró una carga combinada de caballería y mercenarios contra los partos, señor —repuso Romulus al momento—. El enemigo fingió emprender la retirada, pero acabó arrollando a sus tropas y matando a casi todos sus hombres. Los partos sólo permitieron regresar a veinte mercenarios. Luego, los muy cabrones cercenaron la cabeza de Publio y la hicieron desfilar delante de todo el ejército.
Longino era un hombre demasiado sencillo para disimular su sorpresa.
—Tiene razón, señor.
—Sigue preguntando.
El oficial interrogó a Romulus diligentemente sobre la campaña de Craso. Todas las respuestas fueron correctas y al final Longino se dio por vencido.
—Debe de haber estado allí, señor —reconoció—. De lo contrario, tendría que haber hablado con cada uno de los supervivientes que volvió a casa.
—Entiendo. —Se produjo una larga pausa mientras César se planteaba qué hacer.
Romulus dirigió la vista a la silueta maltrecha en que se había convertido el cuerpo de Petronius. Probablemente fuera a reunirse con él en breve. «Que así sea —pensó—. Ya todo me da igual. He hecho lo que he podido.»
—He visto muchas cosas como general y líder de hombres. —César alzó la voz para que se le oyera por todo el anfiteatro—. Sin embargo, nunca he visto tamaña valentía como la que hoy han mostrado estos dos
noxii
. Desarmados y condenados a morir, uno ha tenido el ingenio suficiente para robarle una lanza a un guarda que estaba medio dormido. Sin pensar en su propia seguridad, ha intentado herir a un rinoceronte para salvar a su amigo. —César miró a su alrededor, al público, que estaba pendiente de todas sus palabras.
Romulus estaba atónito. «A lo mejor estoy soñando, o ya estoy muerto», pensó.