Camino a Roma (25 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

BOOK: Camino a Roma
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—¿Hay algo especial?

—¿Esta mañana? —Brutus parecía satisfecho de sí mismo—. Sí. Hay un animal al que llaman el toro etíope. Tiene el tamaño de medio elefante, pero con dos cuernos y una piel acorazada. Según dicen, es imposible matarlo. Pensé que te gustaría verlo.

Fabiola sabía que el animal no iba a limitarse a pasearse por ahí para que lo admirasen.

—¿Quién va a enfrentarse a él?

Brutus se encogió de hombros.

—Un par de
noxii
. Desertores de una de las legiones de César, creo. Vamos, que no será una gran pérdida.

Su actitud desenfadada hizo que a Fabiola le entraran náuseas. ¿Quién se merecía morir de ese modo?

—Gracias —susurró—. Pero no puedo ir.

11 El toro etíope

Una hora más tarde…

Era sólo media mañana, pero el anfiteatro ya estaba lleno. La multitud gritaba expectante por encima de la cabeza de Romulus. Todos los presos sabían por qué y el miedo se propagaba entre ellos, lo cual aumentaba su desasosiego. Como consecuencia del chismorreo callejero que se había filtrado al
ludus
el día anterior por la tarde, pocos habían dormido bien. Memor se había regodeado dando la noticia él mismo, observando de cerca a cada hombre para identificar las muestras de terror. Petronius se había quedado mirando a la pared, negándose a mirar al
lanista
a la cara, pero Romulus se había visto obligado a hacerlo. Dos gladiadores fornidos le habían inmovilizado los brazos mientras otro le giraba la cara para que escuchara a Memor soltar de un tirón las explicaciones sobre el sinfín de criaturas con colmillos y dientes contra las que tendrían que enfrentarse. Ante la perspectiva de tamaña crueldad, se las había apañado para mantener la compostura, lo justo.

Al parecer, César había pagado cantidades astronómicas por los animales más exóticos que estuvieran disponibles. Algunos no se habían visto nunca en Roma. Por consiguiente, abundaban las descripciones enormemente disparatadas. Memor los mencionó a todos poniéndose lírico. Hasta las bestias más normales que iban a emplearse bastaban para helar las venas de los hombres. Los leones, tigres, leopardos y osos eran todos depredadores letales. Igual de peligrosos que los elefantes y los toros salvajes. Las descripciones truculentas del
lanista
habían despertado viejos recuerdos en Romulus. En una ocasión había presenciado una contienda entre
venatores
y grandes felinos. Ni un solo hombre había sobrevivido al cruel espectáculo y las heridas que habían sufrido antes de morir habían sido horrendas. Por suerte había ocultado su angustia a Memor, pero se pasó la noche sin quitarse de la cabeza las imágenes del joven
venator
que había resistido y había acabado ejecutado por su enojo ante la crueldad del público para con él. Era demoledor saber que incluso si, gracias a un milagro, lograba sobrevivir, no tenía prácticamente ninguna posibilidad de clemencia. Al amanecer tenía los ojos inyectados en sangre por el agotamiento y el miedo. Habría dado cualquier cosa por tener a su lado a Brennus o a Tarquinius. Pero ya no estaban, desde hacía mucho tiempo, y ahora se enfrentaba a su propio viaje al Hades. La presencia de Petronius ayudaba, aunque sólo un poco.

Durante el desfile desde el
ludus
, los guardas no habían hecho nada para impedir que la muchedumbre los insultara. Tal degradación recordaba a Romulus el recorrido que había hecho por las calles de Seleucia antes de la ejecución de Craso. Sin embargo, aquello le sentaba peor. En vez de ser partos, sus agresores eran de su misma nacionalidad y entendía todos los insultos. Llenos de escupitajos, fruta y verduras podridas, él y sus compañeros habían llegado por fin al magnífico complejo de Pompeyo en el Campus Martius, el Campo de Marte. Era un lugar en el que Romulus había luchado con anterioridad pero, conducido rápidamente a las celdas situadas bajo las gradas, no llegó a apreciar su grandiosidad. Con el teatro para el pueblo, templo a Venus y cámara para el Senado, era un monumento a la extravagancia cuya construcción había costado a Pompeyo una verdadera fortuna. A pesar de ello, le había granjeado escasa popularidad entre las masas. La opulenta casa que tenía cerca estaba vacía, y las fuentes repiqueteantes y las gráciles estatuas se burlaban de la caída en desgracia de Pompeyo.

Por lo menos el final del general en Egipto había sido rápido, pensó Romulus. Infinitamente mejor de lo que le esperaba a él y a los demás hombres en aquella celda. Intentó no pensar en la sensación de ser despedazado por las garras de un león. El dolor de acabar desangrado por las cornadas de un toro. O que un elefante te arrancara la cabeza, pues así es como había visto morir a Vahram, el cruel
primus pilus
de la Legión Olvidada. En esos momentos era imposible no imaginar aquellos horribles finales. Romulus caminaba de un lado a otro, tragándose la bilis amarga que no paraba de venirle a la boca desde el vientre. Tenía unas ganas enormes de vomitar, pero se contenía. Algunos presos rezaban a sus dioses, mientras otros se habían limitado a quedarse sentados con expresión vacía. Petronius hacía flexiones como un loco. Como si fuera a servir de algo, pensó Romulus. De todos modos, no dijo nada. Cada hombre se enfrentaba a la muerte a su manera y él no tenía por qué reírse de ello.

El y sus compañeros estaban en una celda delimitada por barrotes de hierro debajo de las gradas. La suya era una más de una hilera de jaulas similares ideadas para contener gladiadores,
venatores
y
noxii
de poca monta. A lo largo de la parte posterior de las celdas discurría un pasadizo largo, con pasillos a intervalos regulares que desembocaban en la arena. Aparte de los guardas, no había nadie más por ahí. Los gladiadores que iban a pelear más tarde todavía no habían llegado y los animales se guardaban en una zona aparte, que incluso gozaba de más medidas de seguridad. Sabían dónde estaba por la cacofonía de rugidos, gruñidos y toques de corneta. Aquellos ruidos, que auguraban muerte con distintos medios, helaban la sangre.

Memor reapareció al cabo de poco tiempo con expresión petulante. Iba acompañado de media docena de guardas con lanzas y arcos. Romulus sabía dónde había estado el
lanista
: decidiendo el orden de salida con el maestro de ceremonias. Zanjando la suerte de todos ellos. Volvieron a embargarle las náuseas y le temblaban las rodillas. La única forma de mantenerse en pie era no moviéndolas.

—Mantente firme —le susurró Petronius al oído—. No le des ninguna satisfacción a este cabrón.

Romulus recobró la compostura rápidamente. Lanzó una mirada a su amigo y asintió para mostrarle su agradecimiento.

Memor se paró fuera de la jaula y les dedicó una sonrisa radiante.

—¿Quién quiere salir el primero? —preguntó—. ¿Algún voluntario?

Detrás de Romulus había un hombre que vomitaba las miserables gachas que al final les habían dado para desayunar en el
ludus
. El olor acre les llenó la nariz y aumentó la tensión. Nadie habló.

Romulus levantó la mano, haciendo caso omiso de lo que le susurraba Petronius. ¿Qué más daba qué animal en concreto fuera a matarle? Lo único que quería era acabar con todo aquello.

—Tú no —gruñó el
lanista
—. Ni tu amigo.

La pareja intercambió una mirada. Tenía otros planes para ellos. Y seguro que no sería una forma mejor de morir.

Nadie se atrevía a mirar a Memor. Se estaba empezando a cansar y señaló con el dedo a los tres hombres que estaban más cerca.

—Tú, tú y tú seréis el primer espectáculo del día. ¿Y vuestros adversarios? —Hizo una pausa, sonriendo con crueldad—. Una jauría de lobos hambrientos.

Romulus miró al trío y deseó no haberlo hecho. Sus rostros reflejaban más miedo del que había visto jamás en un campo de batalla. Tal vez el terror de Craso antes de morir fuera comparable, pero no estaba del todo seguro.

La salida a la arena se encontraba al final del pasillo entre las jaulas. Dos de los guardas ya se afanaban en levantar una tranca gigantesca para abrirla. En cuanto lo hicieran, uno abría la puerta de la jaula por completo mientras sus compañeros los vigilaban con las lanzas en alto.

—Fuera —ordenó Memor—. Ahora mismo.

Uno de los presos corrió a los barrotes y se desgarró la túnica a la altura del pecho.

—¡Mátame ahora! —suplicó—. ¡Por el amor de los dioses, por favor!

Indiferente, Memor se dedicó a mirarse las uñas mordidas.

—Llevadlo a la arena —espetó—. Rápido.

Los arqueros que había entre los guardas se acercaron rápidamente a la jaula. Colocaron las flechas en las cuerdas y apuntaron con ellas a los desventurados soldados.

—Dispararán a la de tres. Primero a las piernas y luego a los brazos. Después, la entrepierna —informó el
lanista
con toda tranquilidad—. Uno.

Los hombres intercambiaron una mirada. Dos de ellos empezaron a sollozar como niños.

—Dos.

Arrastrando los pies, el trío de condenados salió a la brillante luz del sol otoñal.

Memor sonreía mientras los guardas cerraban la salida.

A su pesar, Romulus y Petronius corrieron a la parte delantera de la jaula. Igual que los otros tres. A través de algunos huecos entre los ladrillos se veía el ruedo de arena dorada en el que tanta sangre se derramaba. Habían aplicado una capa nueva y la habían rastrillado y en esos momentos los únicos ocupantes eran sus otrora compañeros, quienes, con las extremidades paralizadas por el miedo, estaban apiñados.

Se anunció a bombo y platillo que se trataba de tres legionarios que habían dejado morir a sus compañeros en Zela. El público reaccionó con una salva de insultos. Arrojaron trozos de pan y fruta a la cabeza de los desertores, y los de las filas delanteras les escupieron o lanzaron monedas. Amilanado, el trío se apartó de los objetos que les lanzaban y se situó en el centro del ruedo. La avalancha de insultos decayó poco a poco. Precisamente, el maestro de ceremonias estaba esperando ese momento.

—Los cobardes como ellos no merecen clemencia —gritó con voz profunda y atronadora—. ¿Qué animal podría concederles un castigo digno?

Los comentarios especulativos del público curioso llenaron el ambiente.

—La criatura despiadada que, llegado el caso, matará a un rebaño entero. O atacará a un viajero incauto una noche de invierno —gritó el presentador—. ¡El lobo feroz!

El anuncio fue recibido con gritos de entusiasmo.

Uno de los hombres cayó de rodillas y alzó los brazos al cielo, lo cual provocó más silbidos y abucheos de placer. Nadie iba a ayudar a aquel desgraciado. Sus compañeros pasaban el peso de un pie a otro con la mirada fija en el otro extremo de la arena. Romulus vio enseguida lo que les llamaba la atención. Había tres rejas metálicas juntas en el muro del cercado. Ya las estaban abriendo, levantadas por cuerdas sujetas a un aro encima de cada una de ellas. Seguramente los adiestradores, que no se veían, estaban aguijoneando a los ocho animales ágiles para que salieran a la luz. El grueso pelaje era una combinación de colores que iban del gris al marrón o negro y tenían un tamaño mayor que la mayoría de los perros. Tenían el rostro inteligente y las orejas bien erguidas, eran ejemplares magníficos de lobo, que habitaba por toda Italia.

Romulus contuvo la respiración. Sólo había tenido la oportunidad de ver fugazmente a esos animales en las montañas de los países por los que había pasado. Solían recelar de los humanos y vivían lo más alejados posible de ellos. Por supuesto, eso no evitaba que los cazadores los apresaran para eventos como aquél y, a pesar del entorno artificial, los lobos no tendrían miramientos para matar a los tres soldados. Aunque el grueso pelaje lo disimulaba, estaban famélicos. Para garantizar un buen espectáculo, los adiestradores hacía días que no les daban de comer.

Como era de esperar, a los depredadores les bastó con dar unos cuantos pasos para clavar la mirada en los ocupantes de la arena. Gruñendo y rugiendo, se separaron de inmediato, algunos dirigiéndose directamente a los soldados mientras otros se encaminaban a los laterales. Acto seguido empezaron a juntarse avanzando sigilosamente tocando casi con la panza en la arena.

—Les he visto persiguiendo a un ciervo en las colinas cercanas a mi casa —musitó Petronius—. Es un espectáculo increíble. Cazan juntos, como en equipo.

Aunque estaba horrorizado, Romulus era incapaz de apartar la mirada. El hombre que había caído de rodillas le rezaba a Marte en voz alta, y suplicaba perdón. Los otros dos estaban espalda contra espalda profiriendo amenazas y moviendo los brazos para ahuyentar a los lobos. De poco servía, y el público pedía su pellejo con regocijo y afán sanguinario ante su impotencia. Lanzaron más comida y monedas para tratar de enfurecer a los lobos; sin embargo, pocos dieron en el blanco.

Daba igual, pensó Romulus. La muchedumbre vería su deseo cumplido en breve.

Los depredadores, que intuyeron la debilidad del hombre arrodillado, se acercaron a él en primer lugar. Dos se abalanzaron sobre él a la vez, lo agarraron por el brazo y el cuello y lo derribaron al suelo con facilidad. Despellejando con sus potentes fauces al soldado, que no dejaba de aullar, lo mantuvieron inmovilizado mientras sus compañeros se aprestaban a hincarle el diente. El hombre forcejeaba y se agitaba con violencia y sus gritos resultaban espeluznantes. Por suerte, el alboroto no duró demasiado, pero bastó para que los otros dos legionarios perdieran el control de sí mismos. Confiando en una última posibilidad de redención, uno corrió al límite del palco ocupado por un noble prominente. Ahí suplicó clemencia. No sirvió de nada: su posible salvador no le hizo ni caso y se limitó a beber vino de una copa de plata sin ni siquiera mirarlo. Cuando el soldado intentó trepar fuera de la arena, los guardas lo empujaron con actitud amenazadora con las lanzas largas. Aquello no impidió que siguiera realizando esfuerzos denodados para escapar y al final le clavaron una lanza en el pecho. Moribundo, lo arrojaron a la arena caliente. Tres lobos se dispusieron a comérselo de inmediato y le rajaron el vientre para empezar por los intestinos.

Mientras tanto, el último desertor corrió hacia la salida desde la que había entrado a la arena y empezó a arañar los ladrillos con las manos.

—¡Ayudadme! —gritaba, introduciendo los dedos ensangrentados por un pequeño hueco de la pared—. ¡Tened compasión!

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