—¿Señora?
La voz de Docilosa atravesó la ensoñación de Fabiola.
—Ya sabes que no quiero que me llames así —le dijo por enésima vez.
—Lo siento —se disculpó Docilosa—. Es una vieja costumbre. —Llevaba una capa con capucha y parecía lista para salir.
—¿Vas a ver a Sabina? —preguntó Fabiola.
Esbozó una tímida sonrisa.
—¿Hay algún problema?
—Por supuesto que no —repuso Fabiola con cariño—. Ve siempre que quieras. —La alegría de Docilosa por haber encontrado a Sabina la enternecía. Sin embargo, también sentía unas punzadas de tristeza. ¿Cómo habría sido ver a su madre otra vez después de tantos años? Nunca lo sabría—. Ten cuidado. Mantente alerta por si ves a Scaevola.
Docilosa se levantó la capucha.
—No te preocupes. Vettius no me dejará salir hasta que la calle esté despejada. —Al igual que todos los residentes del burdel, se había acostumbrado a mezclarse rápidamente entre el gentío.
Fabiola asintió, su sensación de culpa por Romulus y el deseo de ver a Antonio la sacudieron con fuerza. Adoptó una expresión sombría sin darse cuenta.
Docilosa no se movió.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. Últimamente estás rara.
Fabiola esbozó una sonrisa forzada que resultó poco convincente. ¿A qué venía el interés de Docilosa?
—No pasa nada —musitó.
Su criada alzó una ceja.
—¿Pretendes que me lo crea?
—Tengo muchas cosas en la cabeza —dijo Fabiola—. Scaevola sigue por ahí. El negocio no prospera como debería. No tengo arcas sin fondo.
—Hacemos todo lo que podemos con respecto a esas tres cosas —repuso Docilosa sin inmutarse. Observó el rostro de Fabiola—. Pasa algo más… te lo veo en los ojos.
Fabiola bajó la mirada y deseó que su criada se marchara de una vez. Le costaba ocultarle sus emociones a Docilosa, y todavía no estaba preparada para revelarle su plan de matar a César. Ahora tenía dos secretos sucios más: el placer que le producía su romance con Antonio y el resentimiento vergonzoso acerca de Romulus. De repente aquellos pensamientos íntimos le parecieron demasiado para sobrellevarlos sola. Fabiola miró a Docilosa.
—Yo… —vaciló.
—Cuéntame —instó Docilosa—. Soy toda oídos.
«Debería explicárselo —pensó Fabiola—. Con todo lujo de detalles. Ella lo entenderá.» Así fue cuando no pudo soportar más la idea de Carrhae. Seguía teniendo muy vivo el recuerdo de su colapso el mismo día en que Brutus había aparecido con su manumisión. Docilosa había sido quien la había escuchado y tranquilizado, antes de enviar a Fabiola ante su amante en el que había resultado ser el encuentro más importante de su vida.
—Es sobre César —empezó a decir—. Y Romulus. Y… —Se le secó la voz.
Docilosa acabó la frase de Fabiola en su lugar.
—¿Marco Antonio?
Ella asintió, incapaz de pasar por alto la desaprobación severa del tono de Docilosa.
No había tiempo para continuar con la conversación. Había llegado un cliente. Entró tras decirle unas cuantas palabras a Vettius por encima del hombro. Era un hombre alto y fornido con una capa y túnica sencillas que llevaba un
gladius
envainado colgado del cinturón. Era la marca de un soldado, pensó Fabiola. Entonces se giró hacia ella y a ella se le revolvió el estómago. Los ojos azules decididos, la larga nariz recta y el pelo castaño rizado eran inconfundibles. Era Marco Antonio.
—¡Sorpresa! —Hizo una media reverencia ante Fabiola con la que le llegó un fuerte tufo a vino.
—Antonio, ¿qué estás haciendo aquí? —susurró Fabiola. Estaba perdiendo los nervios rápidamente. Jovina estaba en la cocina, pero podía aparecer por el pasillo en cualquier momento. Si la vieja madama le veía, ataría cabos en un abrir y cerrar de ojos—. Estás borracho —le regañó, tomándole del brazo e intentando conducirle hacia la puerta.
Antonio no estaba dispuesto a moverse.
—He tomado un poco de vino —reconoció con una sonrisa—. Eso no tiene nada de malo.
Fabiola disimuló su impaciencia. A esas alturas ya sabía que se excedía con la bebida. Antonio era un soldado descontrolado a quien no le importaba lo que pensaran los demás. Solía asistir a las reuniones políticas bajo los efectos del alcohol e incluso había vomitado delante de todo el Senado en una ocasión. Ahora su bravuconería le había llevado allí, a plena luz del día.
—¿Vienes solo? —preguntó ella.
—Por supuesto. —Parecía ofendido—. Ni
lictores
, ni guardas. Incluso he dejado mi cuadriga en casa. —Se tiró de la túnica de hombre sencillo que llevaba—. Mira. Por ti.
Impresionada, ella le tocó la mejilla. La cuadriga británica de Antonio era su mayor orgullo. Igual que el gusto por llevar el uniforme militar.
—¿Nadie te ha visto entrar?
—Me he ocultado la cara todo el camino —declaró, levantándose un pliegue de la capa con gesto exagerado—. Sólo lo sabe el portero.
—Bien —repuso Fabiola, aunque seguía preocupada. Incluso sin su camarilla de seguidores, Antonio resultaba reconocible por todos. A pesar de sus protestas, le habrían identificado. Por otro lado, resultaba excelente que Scaevola y sus hombres le vieran entrar en el Lupanar. Quizá se lo pensaran dos veces antes de volver a atacarle. Pero la visita de Antonio seguía siendo un arma de doble filo. Fabiola no podía permitirse el lujo de que se quedara allí más tiempo del necesario para disfrutar de los servicios de una prostituta. También tendría que marcharse con discreción o Brutus se enteraría de que el jefe de Caballería, su enemigo, frecuentaba el Lupanar.
Antonio le miró el escote y Fabiola notó una punzada de deseo.
—Necesito poseerte —masculló—. Ahora mismo.
Fabiola también lo deseaba. De forma apremiante. Lanzó una mirada a Docilosa, que captó la indirecta.
—Voy a buscar a Jovina —declaró—. Tengo que preguntarle una cosa.
«Bendita sea —pensó Fabiola, sabiendo que la madama no se interpondría—. A pesar de mis actos, Docilosa sigue siéndome leal. No habrá problemas cuando le cuente lo de César. Romulus también regresará algún día. Mis actos no lo impedirán.» Perdió el rastro de todo pensamiento coherente cuando Antonio la arrastró a un largo beso. Al final, Fabiola consiguió quitarse de encima sus manos de pulpo.
—¡Aquí no! —le regañó—. Estamos casi a la vista del público.
—Mejor —replicó Antonio—. Te follaría delante de toda Roma.
Frunciendo los labios con aire seductor, Fabiola lo condujo al primer dormitorio, que sabía que estaba vacío. Se quitaron la ropa rápidamente, pellizcándose y acariciándose mutuamente en una oleada de lujuria. A Fabiola se le puso la piel de gallina cuando Antonio la besó en el cuello y le recorrió la espalda hasta llegar a las nalgas con la yema de los dedos. Detuvo la mano unos instantes antes de pasar delante y cubrir el sexo húmedo de Fabiola. Ella separó las piernas para dejarle introducir un dedo. Lo movió adentro y afuera, encorvándose para lamerle los pezones a la vez. No era suficiente. Gimiendo, Fabiola se apartó y subió a la cama. A cuatro patas, se giró para mirarlo.
—¿Estás bien?
Con un gruñido, Antonio dio un salto para reunirse con ella. Con un fuerte empujón, introdujo su miembro erecto en lo más profundo de su ser.
—¡Por todos los dioses, qué bien se está ahí dentro! —exclamó moviendo las caderas. Fabiola lo alentó y desplazó la mano hacia atrás para introducírselo más adentro. Espoleados por la lujuria, se movían cada vez más rápido y perdieron toda noción de lo que los rodeaba. Lo único que importaba era su placer arrollador. Fabiola se rindió a sus sentimientos. Nunca antes había experimentado el sexo de esa manera. Como prostituta, había disfrutado del acto en un puñado escaso de ocasiones con clientes jóvenes y atentos. Con Brutus, resultaba agradable, incluso familiar. No obstante, ni una sola vez había experimentado aquella sensación extraordinaria, que amenazaba con superarla. De forma inconsciente, Fabiola desplazó la mano derecha entre sus muslos, a tientas. Sus dedos se colocaron en la protuberancia carnosa que le servía para darse placer y empezó a restregarla. Se acopló a Antonio con más fuerza.
Al cabo de unos instantes, llamaron discretamente a la puerta. Fabiola apenas lo oyó.
Antonio ni se enteró. Agarrado a la cintura de Fabiola, la embestía ajeno a cualquier otra cosa.
El segundo golpe fue más fuerte. Una voz la llamó con voz queda.
—¿Señora?
Fabiola se quedó quieta.
—¿Vettius? —preguntó, asombrada por la insolencia del portero.
—Sí, señora.
Fabiola notaba su vergüenza aun estando al otro lado de la puerta. Su enojo se fue disipando. Para que el portero la interrumpiera en un momento como aquél, tenía que tratarse de algo grave.
—¿Ocurre algo?
Vettius soltó una tos incómoda.
—Brutus está bajando por la calle. Se encuentra a poco más de cien pasos de distancia.
—¿Estás seguro? —exclamó Fabiola. Sus pensamientos lujuriosos se desvanecieron de inmediato. Brutus casi nunca acudía al prostíbulo. ¿A qué venía?
—Sí, señora —fue la respuesta—. Puedo entretenerle en la puerta, pero no por mucho rato.
—Pues entretenle —susurró girándose hacia Antonio enseguida—. ¡Para!
Él estaba demasiado obnubilado. Eyaculó en su interior con el rostro encendido.
Fabiola se apartó de él y se enfadó.
—¿No lo has oído? Brutus está al caer.
Antonio hizo una mueca de desprecio.
—¿Y a mí qué me importa? Eres mía, no suya. Que entre ese perro y verá lo que es bueno.
—No —dijo Fabiola, viendo cómo todos sus planes se desvanecían—. Él no lo soportará.
Antonio se echó a reír y señaló su
gladius.
—¿Ah, no?
Una sensación de pánico le cerró la garganta a Fabiola. Aun desnudo, la arrogancia de Antonio no conocía límites. Se puso el vestido y se estrujó el cerebro para encontrar la manera de que cediera.
—¿Qué opinará César de todo esto? —preguntó ella al final—. No puede decirse precisamente que este comportamiento sea digno de su lugarteniente.
A Antonio se le ensombreció el semblante de inmediato.
Fabiola sabía que había dado en el clavo. Parecía un muchacho al que su padre llamaba la atención.
—¿Acaso quieres que César caiga en desgracia? Acaba de volver de Asia Menor y pretendes desprestigiar su nombre. —Arrojó la túnica a Antonio y se sintió aliviada cuando él se la deslizó por los hombros. Le siguió el licio y luego el cinturón. Al cabo de unos instantes, Fabiola empujaba a Antonio hacia la recepción.
—Vete —le dijo con voz apremiante—. Y la próxima vez envía a un mensajero.
Él la atrajo hacia sí para darle un último beso.
—¿Qué digo si Brutus me ve? —preguntó, envuelto en un velo de inocencia.
—Dile que has estado bebiendo y que te has enterado de que había putas nuevas. Que querías probar alguna.
Aquella excusa le gustó.
—¡Diré que valen su peso en oro!
Fabiola sonrió.
—Márchate —le rogó—. O mi vida dejará de tener sentido.
—Eso no pasa ahora, ¿verdad? —Antonio le pellizcó el trasero antes de hacerle una reverencia y marcharse.
Fabiola hizo un par de respiraciones profundas. «Cálmate», se dijo. La calle era estrecha; seguro que Brutus se cruzaba con Antonio y, como es natural, se pondrían a hablar. Tenía poco tiempo. Fue corriendo a su despacho y se miró en el pequeño espejo de bronce que tenía en el escritorio. Tenía la cara roja y sudorosa, y el peinado, que solía llevar impecable, deshecho. Se la veía desaliñada, como quien acaba de mantener relaciones sexuales. Eso tenía que cambiar, y rápido. Fabiola cogió uno de los pequeños recipientes de arcilla que tenía en la mesa y se dio unos toques de albayalde en las mejillas. Experta en maquillarse, enseguida adoptó un aspecto enfermizo. Se dejó el pelo suelto y se secó el sudor sólo en parte. Quería aparentar que tenía fiebre.
No tardó en oír a Vettius hablando con Brutus en la puerta principal. Como había dicho, el enorme portero lo entretuvo el máximo posible. A Fabiola le entró el pánico porque de repente no estaba tan convencida de su capacidad para engañar a su amante una vez más. De todos modos, tenía que conseguirlo como fuera.
—¿Fabiola?
Enseguida recuperó los reflejos.
—¿Brutus? —dijo con voz débil—. ¿Eres tú?
—¿Qué estás haciendo aquí dentro? —Estaba en el vano de la puerta del despacho—. Cielos, tienes un aspecto horrible. ¿Estás enferma?
Fabiola sintió un gran alivio y asintió.
—Creo que Docilosa me ha contagiado la fiebre —dijo.
Brutus se acercó a ella y le levantó el mentón. Cuando se fijó en lo pálida que estaba y en las ojeras que se había pintado cuidadosamente, soltó una maldición.
—Pero ¿por qué estás levantada? —preguntó con voz preocupada—. Necesitas un médico.
—Estoy bien —protestó Fabiola—. Un día en cama y me pondré bien.
—Jovina debería encargarse de la recepción —masculló él.
—Lo sé —dijo Fabiola—. Lo siento.
Brutus suavizó la expresión.
—No hace falta que te disculpes, amor mío. Pero no estás en condiciones de trabajar.
Fabiola se sentó en el extremo del escritorio y exhaló un suspiro.
—Eso está mejor —susurró. No descansaría hasta saber qué le traía por ahí—. ¿Qué te trae por el Lupanar tan temprano por la mañana?
—Podría preguntar lo mismo de Antonio —respondió Brutus con un destello de ira—. Por todos los dioses, ¿qué estaba haciendo aquí?
«Ten cuidado —pensó Fabiola—. Recuerda lo que le dijiste a Antonio que explicara.»
—Ya sabes cómo es. Ha estado bebiendo toda la noche y le ha dado por venir. Nuestros anuncios sobre las nuevas prostitutas deben de haber funcionado. —Desplegó una amplia sonrisa.
Brutus frunció el ceño.
—Ese gilipollas tendría que ir a otro sitio.
—Ya irá —murmuró Fabiola—. Un hombre como él raramente labra el mismo campo dos veces. —La veracidad de sus palabras la sorprendió. ¿Por qué lo arriesgaba todo con un crápula como él?
Brutus hizo una mueca.
—Es verdad. —Entonces sonrió y volvió a ser la persona que Fabiola tanto apreciaba—. He venido a ver si me acompañas a los juegos de César esta mañana, pero teniendo en cuenta que estás enferma, de eso ni hablar.
Fabiola aguzó el oído. Aunque Romulus ya no era gladiador, pensaba en él cada vez que se mencionaba la arena.