Camino a Roma (29 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

BOOK: Camino a Roma
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—El
noxius
falló, pero entonces su compañero le dejó ganar tiempo sin preocuparse de su propia vida. Aunque el superviviente estaba entonces armado con una lanza, pensé que el animal iba a matarlo. ¡Pero no! En contra de todo pronóstico, ha matado a una criatura salida de una leyenda. Además, me ha dado la espalda, a mí, el
editor
. ¿Por qué? ¡Para honrar a su amigo! —gritó César—. Yo os digo que este hombre es un verdadero hijo de Roma. Quizá naciera esclavo y cometiera crímenes, pero hoy mismo lo nombro ciudadano de la República.

Romulus se quedó boquiabierto. En vez de la muerte, se le ofrecía la vida. La libertad.

Memor estaba horrorizado, indignado incluso; sin embargo, mantuvo la boca cerrada.

Bajo una salva de aplausos atronadores, César se giró hacia Romulus y le tendió la mano derecha.

—¿Cómo te llamas?

—Romulus, señor —contestó, estrechándole la mano con firmeza.

—Si todos mis soldados fueran tan valientes como tú, me bastaría con una legión —bromeó César.

Romulus estaba rebosante de gratitud.

—Quedo a vuestro servicio, César —dijo, apoyando una rodilla en el suelo.

Entonces fue César quien se sorprendió.

—¿Quieres formar parte de mi ejército? Pronto embarcaremos hacia África, donde nos espera mucho derramamiento de sangre.

—No se me ocurre un honor mayor, señor.

—Un soldado como tú será bien recibido —repuso César satisfecho—. ¿A qué legión quieres alistarte?

Romulus desplegó una amplia sonrisa.

—¡A la Vigésima Octava!

—Bien hecho. —César sonrió—. Muy bien. Tu deseo será cumplido. —Hizo una seña a uno de sus oficiales—. Haz que lleven a este hombre, Romulus, a tu campamento y le equipen con los enseres típicos de los legionarios. Puede vivir con tus soldados hasta la semana que viene, cuando enviaré nuevas órdenes a la Vigésima Octava. Luego él lo acompañará a su vieja unidad. ¿Está claro?

—¡Señor!

César se dio la vuelta para marcharse.

El oficial meneó la cabeza en dirección a Romulus. Quedaba claro que la entrevista había terminado. Romulus se esforzaba por superar su intimidación y sobrecogimiento. «He hecho una promesa», pensó.

—¿Señor?

César giró la cabeza.

—¿Qué quieres?

—Petronius, mi compañero, sirvió en la Vigésima Octava —empezó a decir Romulus.

—¿Y bien?

—Era un buen soldado, señor. Le prometí que tendría un funeral digno, con los ritos adecuados.

César se quedó sorprendido.

—Eres un hombre decidido, ¿eh?

—Era mi amigo, señor —repuso Romulus sin inmutarse.

Los oficiales y los senadores que lo rodeaban se quedaron escandalizados por su descaro.

César se quedó un buen rato mirando fijamente a Romulus.

—De acuerdo —dijo al final—. Yo haría lo mismo. —Lanzó una mirada al centurión encargado de los guardas—. Encárgate de que se haga.

Romulus le dedicó un saludo.

—Gracias, señor.

—Hasta la vista —respondió César.

Esta vez, Romulus notó que lo tomaban por el hombro. Su audiencia había terminado.

—¡Lanista!
—César lo llamó con voz glacial—. Ven aquí, quiero hablar contigo.

Romulus no oyó lo que el general le dijo a Memor. Triste y exultante a la vez por lo sucedido, fue sacado de allí por un soldado delgado que cojeaba visiblemente.

—A César le caes bien —le susurró este soldado cuando salieron del anfiteatro—. Pero ahora no te pienses que eres alguien importante. No lo eres, eres sencilla y llanamente un legionario, igual que yo. Nunca vuelvas a dirigirle la palabra a un oficial a no ser que se dirija él antes a ti. A no ser que quieras un buen azote, claro está.

Romulus asintió. El hecho de no tener que ocultar su identidad compensaba el tener que adaptarse a una disciplina severa.

—Tampoco esperes ningún tipo de trato especial por parte de los compañeros. Les importa un bledo lo que has hecho hoy —continuó el soldado—. Lo único que les importará será cómo luches contra los putos republicanos en África.

Romulus captó el nerviosismo de la voz del otro.

—¿Tan mal está la situación allí?

El soldado se encogió de hombros con resignación.

—Lo normal cuando se lucha para César. Según cuentan, nos superan en número en más del doble o el triple. Los cabrones también cuentan con gran cantidad de caballería numidia, mientras que nosotros prácticamente carecemos de ella.

Resignado, Romulus observó el templo de Júpiter que se cernía sobre la ciudad. En esos momentos no podía visitarlo. Ni tampoco podría ver a Fabiola. En cambio, le aguardaban más peligros.

En África.

13 Retazos del destino

Inquieto como una vieja, Brutus llevó a Fabiola a la cama. Ayudado por Docilosa, fue a buscar mantas, vino aguado y varios remedios a base de hierbas medicinales. Fabiola tenía un enorme sentimiento de culpa. A diferencia de su «fiebre», las atenciones que él le dispensaba eran naturales y no fingidas. Sin embargo, ella tenía que continuar con la farsa por lo menos hasta la noche. Fabiola se recostó, cerró los ojos e intentó apartar de su mente la imagen de un hombre desarmado al que una bestia cornuda y blindada mataba. Resultaba difícil, pero la alternativa, observar el rostro preocupado de Brutus, le costaba aún más.

Jovina había aparecido para encargarse del local desde la recepción mientras Docilosa pululaba por el fondo, con el rostro inexpresivo. Fabiola sabía perfectamente que lo hacía por Brutus. Tenía varios indicios de ello: las aletas de la nariz hinchadas de su criada y la forma como dejó de un golpe el vaso de vino en su mesita. En cuanto él se marchara, Docilosa descargaría toda su rabia. No era de extrañar, pensó Fabiola. Su cópula con Antonio había sido un momento de locura poco habitual en ella, que podría haberla puesto de patitas en la calle. A pesar de las consecuencias calamitosas que había evitado por los pelos, Fabiola seguía sintiendo un placer oculto por lo que había hecho. No les habían pillado y ahí acababa la cosa. Ella era dueña de sí misma y seguiría haciendo lo que le placiera. Docilosa no era quién para decirle qué hacer. Además, ¿quién se había creído que era?

En parte, Fabiola sabía que estaba reaccionando de forma exagerada, pero la santurronería de Docilosa le fastidiaba tanto que le resultaba imposible omitirla. Se dio cuenta de que aquel día no podría descargar sus preocupaciones y culpabilidad. Mejor descansar, siempre le faltaban horas de sueño, y zanjar sus problemas con Docilosa al día siguiente. Respiró de forma más lenta y fingió dormitar. Satisfecho con ello, Brutus dio una serie de órdenes a Docilosa y se marchó. Seguía teniendo ganas de ver al toro etíope.

Con un suspiro de desaprobación, Docilosa se sentó en un taburete situado junto a la cama. Hizo varios intentos de entablar conversación susurrándole preguntas a Fabiola. Pero ella, que seguía molesta y dispuesta a cumplir con su decisión, la ignoró a propósito. Al final Docilosa se dio por vencida. En realidad Fabiola no tardó mucho en sucumbir al sueño. Regentar el Lupanar resultaba agotador.

A pesar de los brebajes para dormir que Brutus le había hecho beber, la siesta de Fabiola no fue ni mucho menos plácida. En realidad quedó sumida en una oscura pesadilla en la que Antonio estaba al corriente de su plan secreto. La llevaba a rastras ante César y se reía mientras su jefe la violaba. Revolviéndose y dando vueltas, Fabiola era incapaz de detener aquel horrible sueño. Cuando César terminaba, era entregada a Scaevola. Aquello fue la gota que colmó el vaso. Fabiola se despertó empapada de un sudor frío, con los puños cerrados sujetando la sábana. La habitación estaba en silencio. ¿Estaba sola? Dirigió la mirada como una posesa al taburete en el que se había sentado Docilosa. En su lugar se encontró con Vettius, con aspecto triste.

Al ver lo angustiada que estaba, dio un salto.

—¿Voy a buscar al médico, señora?

—¿Qué? —exclamó, sobresaltada—. No, ya me siento mejor. —Físicamente, quizá, pero Fabiola tenía la cabeza llena de imágenes horrendas. Desechándolas lo mejor que pudo, se incorporó.

—¿Dónde está Docilosa?

Él apartó la mirada.

—Ha ido a ver a su hija.

—¿Cuándo?

—Hace unas tres horas.

—¿Me ha dejado? —exclamó Fabiola con incredulidad—. ¿Mientras estaba enferma?

—Ha dicho que te había bajado la fiebre —masculló Vettius como si fuera culpa suya—. ¿Se ha equivocado?

Fabiola se planteó qué decir durante unos instantes. No tenía sentido hacer una montaña de un grano de arena.

—No —suspiró, retirando la ropa de cama—. Ya no tengo. Vuelve a tu puesto.

Vettius desplegó una sonrisa de felicidad. Cuidar de su señora enferma le hacía sentir intranquilo. Ahora que se había recuperado, el mundo volvía a ser como siempre. Cogió el garrote, hizo una reverencia y la dejó.

Mientras observaba cómo su enorme espalda desaparecía por el pasillo, Fabiola deseó que su visión de la vida fuera tan simple.

A unas cuantas docenas de pasos del Lupanar, Tarquinius estaba agachado en una posición muy similar a la que ocupara durante un tiempo hacía ocho años. El lugar le trajo recuerdos encontrados. En aquel entonces, se había dedicado a esperar a Rufus Caelius, el noble malévolo que había matado a Olenus. No era de extrañar que tuviera perfectamente claro cada instante de la refriega que se había producido en el exterior del burdel. Intentó enterrar el recuerdo de su única cuchillada, que en su momento tan correcta le había parecido. Aunque el arúspice sentía que el destino había guiado su navaja, las consecuencias de su acto y la expresión de Romulus cuando se lo había contado seguían torturándole. En parte era el motivo por el que Tarquinius se encontraba allí una vez más, fingiendo ser un mendigo.

«¡Qué vueltas tan curiosas da la vida!», pensó.

Fabricius había cumplido su palabra y había llevado a Tarquinius a la pequeña flota del puerto de Rodas. Había insistido en que su compañero de devoción viajara en el mismo barco que él, el trirreme principal. Tarquinius había aceptado con presteza. Le parecía perfecto: después de la intervención de Mitra, un pasaje de vuelta a Italia con relativa comodidad, con la posibilidad de acceder a documentos y artilugios antiguos que necesitaba. Sin embargo, poco después de su partida, el arúspice había descubierto que la mayoría de los objetos a los que deseaba echar un vistazo estaban en otros barcos. De golpe y porrazo, la mitad de su plan había quedado sin efecto. Su intención había sido pasar el máximo tiempo posible estudiando durante el viaje. Sin embargo, resultó ser que la distribución de la carga acabó siendo una bendición. Cuando una tormenta otoñal hizo desviar a la flota de la isla de Antikythera, los barcos cargados con objetos preciados fueron los que se hundieron, no el que llevaba a Fabricius y Tarquinius a bordo. No es que su trirreme quedara intacto. Encarándose a olas más altas que un edificio y a horas de rayos y truenos aterradores, acabó entrando trabajosamente en Brundisium con nada más que un muñón en el lugar del mástil principal. Por lo menos una docena de tripulantes había acabado en el agua por un golpe de mar.

Indemne contra todo pronóstico, el arúspice decidió interpretar su buena suerte como habría hecho la mayoría. Una deidad —Mitra— guiaba su destino. Aunque Tarquinius ya no sabía cuál era su objetivo, ahí había una prueba clara de que seguía habiendo alguno. Estaba agradecido por ello. Roma era el lugar donde «debía» estar.

Fabricius también le estaba agradecido al dios guerrero. No obstante, hizo una ofrenda al templo de Neptuno antes de que se marcharan de Brundisium.

—Hay que tenerlos contentos a todos, ¿no crees? —masculló. Al igual que los etruscos, los romanos solían venerar a varias deidades, dependiendo de sus necesidades. Tarquinius hacía lo mismo.

Al llegar a Roma, el centurión lo había llevado a una casa grande situada en el Palatino.

—Es lo mínimo que puedo hacer —había insistido—. Es un lugar en el que reposar la cabeza.

El edificio resultó ser el cuartel general de un grupo de veteranos, todos ellos seguidores de Mitra. Ahí, en el Mitreo subterráneo, Fabricius presentó a Tarquinius a Secundus, el Pater del templo. Si bien al arúspice le sorprendió la existencia de un santuario mitraico en el corazón de Roma, se quedó atónito al ver que Secundus era el veterano manco que había conocido en el exterior del Lupanar hacía unos años. Por el contrario, el Pater no pareció sorprenderse.

El hecho de conocer a Fabricius y sobrevivir a la tormenta había devuelto considerablemente la fe que Tarquinius tenía en los dioses. Justo cuando parecía que los obstáculos que se interponían en su camino eran demasiado difíciles de superar, desaparecían. Durante el viaje, había seguido teniendo visiones ocasionales de Roma bajo un cielo tormentoso. Las nubes del color de la sangre indicaban al arúspice que la vida de alguien corría peligro, pero no tenía ni idea de quién. El sueño vivido sobre el asesinato del Lupanar tampoco desaparecía y por eso el burdel fue el primer destino de Tarquinius en cuanto hubo disfrutado de una noche de descanso.

Poco después de llegar reconoció a Fabiola, y a Tarquinius le sorprendió que fuera la nueva dueña del Lupanar. Nadie sabía por qué había comprado el burdel; sin embargo, ese conocimiento le otorgaba un punto de partida. ¿Acaso tenía algo que ver con su pesadilla? También había descubierto que Fabiola era la amante de Decimus Brutus, uno de los hombres de confianza de César.

No obstante, el arúspice no corrió a presentarse como amigo de su hermano. No era su estilo. Tarquinius se dedicó a quedarse sentado en el exterior observando las idas y venidas de la gente para llegar a entender qué pasaba. En apenas unas horas, se dio cuenta de que las cosas no iban bien en el Lupanar. El burdel era famoso en toda la ciudad por la destreza de las prostitutas, sin embargo apenas recibía diez clientes al día, por muy renovado que estuviera. También parecía contar con una cantidad desproporcionada de guardas armados, matones de cabeza apepinada armados con garrotes, cuchillos y espadas. Patrullaban la calle, que estaba prácticamente vacía, repasando de arriba abajo a cualquiera que osara mirarles. Para evitar llamarles la atención, Tarquinius había adoptado el semblante de un bobalicón lleno de tics y al que se le caía la baba. Funcionaba a la perfección pues los matones le evitaban.

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