Camino a Roma (34 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

BOOK: Camino a Roma
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El presentimiento de Tarquinius se convirtió en certeza poco después. Los dos porteros enormes aparecieron cargados con un fardo envuelto en una manta. Fabiola estaba junto a la puerta abierta, diciéndoles que se apresuraran. No había duda de que cargaban un cuerpo humano, con toda probabilidad el hombre que había hecho gritar a alguien con anterioridad. «Inteligente —pensó el arúspice—. Esperar a que todo el mundo esté en cama para deshacerse del cuerpo del delito.» Se alegró. Había que reconocer que Fabiola era una mujer hábil.

La opinión que Tarquinius tenía de ella quedó reafirmada cuando Antonio, con ojos de sueño, apareció en el vano de la puerta. Tras desafiar a los porteros, mantuvo una conversación en tono apagado con Fabiola. Luego, para sorpresa de Tarquinius, los dejó marchar. La puerta se cerró inmediatamente y ya no vio nada más. El arúspice sonrió ampliamente, pues llegó a la conclusión de que el sueño era lo que le había guiado al Lupanar. Los dioses querían mostrarle que, aunque había peligro en Roma, Fabiola era perfectamente capaz de cuidarse sólita.

No tenía necesidad de velar por ella tan de cerca.

Tarquinius no se imaginaba cuán equivocado llegaba a estar.

15 Ruspina

Transcurridas varias semanas…

Costa del norte de África, invierno del 47/46 a. C.

El mar estaba tranquilo entonces, a diferencia de la criatura monstruosa que había zarandeado los barcos de César durante la travesía de tres días desde Lilybaeum, Sicilia. Bajo un cielo azul despejado, el suave vaivén de las olas mecía las aproximadamente dos docenas de trirremes anclados y buques de transporte de casco plano que bordeaban la orilla. Los soldados desembarcaban agradeciendo el salto a aguas poco profundas antes de que sus compañeros les pasaran los pertrechos. Utilizando unos armazones de madera especiales, los caballos fueron alzados de las bodegas y descendidos hasta el mar. A continuación, sus jinetes los conducían a la costa. Los sacos de ultramarinos, piezas de recambio y
ballistae
desmontadas se pasaban de mano a mano mediante cadenas de legionarios hasta el terreno situado por encima de la línea de flotación. Bajo la estricta supervisión de un oficial de intendencia con una hoja de inventario, se apilaban en montones ordenados.

Más al interior, se había marcado la silueta de un naipe; primero habían montado la tienda de César y el pabellón del cuartel general, cuya ubicación central estaba marcada por un
vexillum
rojo. Había cientos de hombres cavando la primera
fossa
, y con la tierra que eliminaban iniciaban la construcción de una muralla defensiva. Los centuriones y
optiones
iban de un lado a otro, alentando a los soldados que trabajaban duro con una combinación de promesas y amenazas. Por lo menos la mitad de los legionarios presentes formaban un arco gigantesco alrededor de ellos, para protegerse de un ataque repentino del enemigo. En el medio estaba Romulus.

La escena era la viva imagen del orden, pensó orgulloso. El ejército romano en la cúspide de su eficacia. Él no era más que una pequeña pieza del rompecabezas; sin embargo, sentía que encajaba en él, lo cual contaba mucho. Por primera vez en su vida, Romulus estaba donde quería estar. Por ello le estaría eternamente agradecido a César. En consecuencia, su sueño de ver a Fabiola y de matar a Gemellus se había afianzado aún más. Le debía a César la libertad y, en su opinión, tenía que pagar esa deuda antes de reanudar su propio camino. Pagaría a César como un soldado leal y valiente el tiempo que fuera necesario. Romulus adoptó un enfoque práctico con respecto a las consecuencias que todo aquello tenía en sus planes. Por el momento, los dioses habían considerado oportuno proteger a Fabiola y, con su ayuda, ella seguiría estando a salvo. Igual que le reservaban el miserable pellejo de Gemellus a él, pensó, sujetando el
pilum
con fuerza. Cada noche, después de rezar por el bienestar de su hermana, Romulus pedía que el gordo comerciante siguiera con vida si alguna vez regresaba a Roma.

Por supuesto, no existía garantía alguna de que él o sus compañeros fueran a sobrevivir. La campaña había empezado con mal pie y César ya había puesto de manifiesto que podía equivocarse. Zarpando en contra del consejo de sus adivinos y sin indicar a los capitanes dónde desembarcar, César y sus hombres se habían encontrado con un tiempo muy inclemente que había hecho pedazos la flota. En otro aparentemente mal augurio, el dictador había tropezado y caído esa mañana al precipitarse al mar desde el barco. En un golpe genial, César había dado la vuelta a ese momento nefasto agarrando dos puñados de guijarros y gritando:

—¡África, ya te tengo!

Todos los allí presentes habían acabado tomándose a broma su reacción supersticiosa.

Sin embargo, su situación seguía siendo crítica.

Aunque habían perdido a pocos hombres, sólo una fracción de la fuerza que había zarpado de Lilybaeum se encontraba en aquel fondeadero. En vez de seis legiones, César contaba sólo con 3.500 legionarios, cohortes de distintas unidades en su mayoría. Para Romulus, lo que resultaba incluso más preocupante era que el dictador tuviera menos de doscientos jinetes, mientras que las tropas de Pompeyo en la zona estaban dominadas por la caballería numidia. Romulus sabía de primera mano lo peligrosa que podía llegar a ser: Craso tampoco había contado con suficientes caballos. Confiaba en que Longino, el oficial entrecano que lo había interrogado en nombre de César, le hubiera informado de ese detalle tan importante.

Sin embargo, poco podía hacer César, o cualquier otro, para superar ese grave escollo. El resto del ejército había quedado a merced de los fuertes vientos y la mar gruesa, y sólo los dioses sabían dónde estaban en esos momentos. Enviaron varios barcos a peinar la costa, pero la búsqueda podía prolongarse varios días. Días durante los cuales era muy posible que el enemigo descubriera su posición.

Romulus hizo una mueca. Mejor no pensar en esa posibilidad. César se las apañaría; todos ellos, de alguna manera. Mientras tanto, había llegado el momento de atrincherarse y rezar para que los refuerzos no tardaran en llegar.

Transcurrió una semana sin novedades. Buena parte de la flota desperdigada fue recogida y unida a la pequeña tropa que había desembarcado con César. Aunque seguían estando en clara inferioridad numérica, su ejército también había resultado bendecido con la buena suerte. Las fuerzas locales de Pompeyo —formadas por más de diez legiones— resultaron estar muy dispersas a lo largo de la costa. Estaban lideradas por Metelo Escipión, y la llegada de César en pleno invierno las pilló desprevenidas. Estaban a principios de año, momento poco habitual para empezar una campaña. Como de costumbre, eso era precisamente lo que había hecho César. Ahora sus enemigos necesitaban tiempo para hacer acopio de fuerzas, lo cual otorgaba al dictador un respiro crucial.

El hecho de que Romulus cayera en la cuenta de que probablemente César se esperara ese lapso de tiempo lo ayudó a aumentar la admiración que sentía por su líder. El hombre sabía que la mayoría de los soldados pensaba de forma disciplinada, luchando sólo durante el día y librando guerras cuando se suponía que se hacía, es decir, en verano. Por consiguiente, él hacía lo contrario. Sin embargo, esta táctica relámpago conllevaba un problema grave: abastecer a las legiones. Los barcos de transporte vacíos ya estaban camino de Sicilia y Cerdeña con la misión de traer el grano para el que no había habido espacio en el viaje de ida. No obstante, mientras tanto, la principal preocupación de César no era emprender una batalla contra el enemigo sino encontrar comida para sus hombres. Por distintos motivos, aquella misión estaba resultando más difícil de lo previsto.

Romulus también había cavilado al respecto. Como se pasaba mucho tiempo haciendo de centinela, tenía poco más que hacer. El ejército de César no podía ir a buscar comida muy tierra adentro por temor a quedar aislado de la costa y de los refuerzos, que desembarcaban a diario. Todavía tenían que llegar varias legiones de veteranos y su presencia en una batalla ensayada resultaría crucial. Al igual que la Vigésima Octava, la unidad de Romulus, la mayoría de las legiones de César se habían formado durante la guerra civil y eran relativamente poco expertas.

Sin embargo, también necesitaban comer. Y mucho.

Por desgracia, la agricultura local había quedado seriamente afectada. Aparte de agenciarse toda la comida posible, los pompeyanos habían obligado a alistarse a su ejército a muchos campesinos. Por consiguiente, las tierras del fértil paisaje estaban prácticamente vacías, lo cual obligaba a los hombres de César a cosechar cualquier cultivo restante por sí solos. Era inevitable que no duraran demasiado, por lo que el dictador había conducido a sus legiones al pueblo vecino de Hadrumentum. La guarnición pompeyana que estaba allí atrancó las puertas y se negó a rendirse. César no tenía ni tiempo ni equipamiento para realizar un asedio, por lo que marchó hasta Ruspina, donde estableció el cuartel principal. Leptis, otro asentamiento local, enseguida abrió sus puertas a las tropas de César, pero ni Leptis ni la población vecina tenían capacidad para abastecer a miles de soldados durante más de uno o dos días.

Las monturas de caballería se encontraban en una situación incluso peor, hasta que algunos veteranos tuvieron la brillante idea de recoger algas de la orilla. Lavadas con agua dulce y secadas al sol, proporcionaban nutrientes suficientes para mantener con vida a las monturas si no se las alimentaba bien. De todos modos, tales ideas escaseaban y los soldados necesitaban algo más que algas para marchar y luchar. Desde su llegada, habían sobrevivido con dos tercios de la ración normal y aquello no podía seguir así.

De ahí el nutrido grupo de búsqueda, pensó Romulus, cuando miró por encima del hombro y vio la larga columna detrás de él y la nube de polvo suspendida encima. Agradecía que la Vigésima Octava hubiera recibido el honor de llevar la delantera, evitando así el polvo asfixiante que se levantaba al paso de tantos hombres. César iba en cabeza y la patrulla estaba formada por treinta cohortes, compuestas en su mayor parte por soldados de las legiones menos expertas. Habían emprendido la marcha hacía menos de una hora e iban sin los pertrechos y preparados para la batalla. El objetivo principal era encontrar campos con cultivos sin recolectar. Avanzaban en dirección sur por el camino de tierra que conducía a Uzitta. El trigo era el alimento preferido; sin embargo, Romulus y sus compañeros ya habían abandonado las exigencias. Se llenarían el estómago con cebada, avena y cualquier otro alimento que encontraran a su paso. Hasta el momento, poco habían encontrado que valiera la pena.

Al paso de los soldados por aldeas con casas construidas con ladrillos de adobe, los lugareños, sobre todo las mujeres, los niños y los ancianos, los miraban aterrados. César había dado la orden estricta de no saquear. Bastante triste era ya que se llevaran la comida de los campesinos, dijo, como para además robarles los escasos objetos de valor que tenían. Por una vez, a los hombres hambrientos no les costó obedecer la orden. Sólo tenían ojos para los campos de cultivo que rodeaban los asentamientos. Como es natural, los lugareños ya habían recolectado y almacenado todo lo comestible en una zona muy próxima a Ruspina o las tropas de César lo habían requisado con anterioridad.

Por lo menos no les faltaba bebida, pensó Romulus. Gracias a la profundidad de los pozos de Ruspina, todos los hombres llevaban los odres llenos de agua. Marchar resultaba mucho más fácil cuando no había que tratar cada gota de agua como si fuera oro. Además, como era invierno, las temperaturas no eran sofocantes como había pasado en el desierto parto. Romulus guardaba un recuerdo terrible de la sed atroz que había sufrido mientras recorrían aquel paisaje lunar con Brennus y Tarquinius.

El hecho de pensar en el arúspice entristeció a Romulus, que incluso sintió nostalgia. El paso del tiempo había debilitado la ira por lo que Tarquinius había hecho. Se había dado cuenta de que la manumisión que César le había concedido quizá no se habría producido si los acontecimientos se hubieran desarrollado de otro modo. Sin embargo, era difícil no preguntarse qué habría pasado si no hubiera tenido que huir de Roma con Brennus. Tal vez hubiera tenido éxito en la vida. Podría haber conseguido la libertad en la arena ganándose el codiciado
ruáis
. O haber muerto, caviló. ¿Quién sabe? Romulus todavía no había llegado al punto de perdonar a Tarquinius, pero ya no sentía hacia su mentor la ira furibunda que sintiera en Alejandría. Se había convertido en un asunto del que podrían hablar y arreglar, de hombre a hombre. Si es que alguna vez volvían a encontrarse, claro está.

Romulus exhaló un suspiro. ¿Qué posibilidades tenía de que eso ocurriera? Escasísimas. Mejor no pensar demasiado en Tarquinius. No tenía sentido preocuparse de cosas que no podía cambiar. Era preferible concentrarse en lo que tenía entre manos, como encontrar algo de comer. Puesto que todos los campos estaban vacíos, esa táctica no funcionó demasiado tiempo. Pensar en ganar la guerra tampoco funcionaba: los pompeyanos eran tan numerosos que, a pesar del liderazgo sin parangón de César, la victoria no estaba ni mucho menos asegurada. El tiempo lo diría. Romulus probó otro método, sumándose a la canción que alguien de la fila delantera canturreaba. César era la clave, solía pensar. En cada verso escabroso se mencionaba a una de las muchas mujeres de la nobleza con las que había tenido aventuras, mientras el coro advertía a los hombres de Roma que encerraran a sus esposas cuando el «sátiro calvo» regresara a la ciudad para siempre. Romulus se apuntó gustoso. La primera vez que había oído aquella canción burlona, le había sorprendido lo bien que César la encajaba. Más tarde, se había dado cuenta de que mostraba el gran afecto que los hombres tenían por el general, y César lo sabía.

—¡Alto! —bramó Atilius, su primer centurión—. ¡Alto!

El
bucinator
de la unidad, que marchaba al lado de Atilius, repitió la orden de inmediato.

Romulus atisbo a lo lejos para ver qué pasaba. Sus compañeros hicieron lo mismo. La caballería germana y gala sólo contaba con cuatrocientos hombres aproximadamente y una cuarta parte de ellos reconocía el terreno que tenía por delante. Atilius, que tenía una vista de lince, debía de haber visto que regresaba un puñado de miembros de alguna tribu. Al cabo de un instante, la suposición de Romulus quedó confirmada al ver una pequeña nube de polvo que precedía la llegada de una tropa de jinetes. Los galos enseguida habían llegado al galope y habían dejado atrás a la Vigésima Octava. Los guerreros con trenzas y poco armados que se protegían únicamente con pequeños escudos hicieron caso omiso de las preguntas que les lanzaban los legionarios, presos de la curiosidad. César, que los había liderado durante la conquista de la Galia, era el único hombre con el que hablaban. Como comandante, se encontraba en la posición habitual a media altura de la columna.

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