—¡Vettius! ¡Benignus!
Fabiola veía a Docilosa más adelantada que ella, a escasos pasos de la recepción. Más cerca del origen de los gritos. La criada movía la cabeza de un lado a otro buscando la habitación adecuada. Cuando la localizó, se acercó a la puerta.
Fabiola profirió una maldición. Era la que solía utilizar Vicana, la nueva esclava británica de pelo rojizo y tez clara. Se quedó horrorizada cuando vio que Docilosa estaba a punto de levantar el pestillo de hierro.
—¡No! —gritó Fabiola. No era eso lo que correspondía hacer—. ¡Espera a los porteros!
Docilosa no le hizo ni caso y abrió la puerta de par en par.
—Para —gritó de inmediato—. Suéltala.
Los gritos habían alcanzado un volumen ensordecedor. Por encima de ellos, Fabiola oyó a un hombre profiriendo insultos.
—¡Zorra! —exclamó—. Haz lo que te digo. —Se oyó una estrepitosa bofetada y, de repente, la mujer dejó de gritar.
Docilosa dio un paso al interior.
—Deja en paz a la pobre chica —masculló con voz temblorosa—. No le hagas daño.
—Métete en tus asuntos, adefesio —gruñó el hombre.
Docilosa entró de lleno en la habitación.
—¡Para!
Se oyó una risotada escalofriante.
—¿Quieres un trozo de esto, no?
Fabiola, aterrada, corrió al vano de la puerta. Mientras tanto los porteros aparecieron doblando la esquina desde la recepción.
Demasiado tarde. Todos llegaron demasiado tarde.
Se oyó un grito ahogado, como el que se emite cuando uno tropieza de forma inesperada. Le siguió el sonido de un cuerpo que caía al suelo y luego el ambiente volvió a llenarse de gritos.
—¡Cállate, putón! —exclamó el hombre—. O recibirás lo mismo.
Fabiola se detuvo en el umbral y el estómago se le revolvió al ver lo sucedido.
—No —susurró—. No, por favor.
Docilosa yacía inmóvil en el suelo, de espaldas a Fabiola. La sangre ya había formado un charco a su alrededor… pruebas condenatorias. Por encima de ella había un hombre desnudo con un puñal ensangrentado y con las facciones contraídas por la ira. Vicana estaba encogida al otro lado de la cama, con la cara llena de lágrimas y pálida del terror.
Al principio, el hombre ni siquiera reparó en Fabiola. Parecía delirante o drogado.
—Así aprenderás —masculló, dándole una patada a Docilosa—. A no interrumpir mi diversión de ese modo.
A Fabiola la embargó una furia creciente. Conocía a aquel tipo, se había acostado con él muchas veces en el pasado. Era Memor, el
lanista
del Ludus Magnus, a quien le había sonsacado información sobre Romulus.
—Oye, hijo de puta —susurró, hinchando las aletas de la nariz—. ¿Qué has hecho?
Memor alzó los ojos y se le aclaró la vista.
—Por todos los dioses —dijo repasándola con la mirada—. Eres toda una belleza. ¿Por qué no estabas ahí fuera para que te eligieran? Te habría escogido la primera sin dudarlo un momento.
Fabiola no respondió. Aunque el instinto le decía que echara a correr, se acercó a Docilosa. No fue capaz de pararse ni de contener su ira.
—Lástima que mi hermano no te matara cuando tuvo ocasión, pedazo de mierda —exclamó.
Él entrecerró los ojos.
—¿De qué estás hablando?
—Romulus —le soltó al
lanista
—. El que huyó. Me hablaste de él. —Memor se sintió confundido, pero entonces Fabiola vio que caía en la cuenta.
—¡Por Mercurio! —susurró—. ¡Si te he follado otras veces!
Fabiola carraspeó y le escupió en la cara.
—Me resultó repugnante de principio a fin.
Él frunció los labios de rabia.
—¡Me dijiste que Romulus era tu primo!
—Mentí. Igual que cuando te decía que eras un semental —le soltó con desprecio—. Viejo verde, picha floja. —A Fabiola le dio un vuelco el corazón cuando las palabras salieron de su boca. Estaba a sólo unos pasos de Memor y su cuchillo y los porteros aún no habían llegado. «Tenía que haberme mordido la lengua», pensó Fabiola.
Tenía razón.
—¡Eres una puta! —gritó el
lanista
, precipitándose hacia delante con el arma.
Presa del pánico, Fabiola se apartó bruscamente hacia atrás. El puñal de Memor pasó rozándola y estuvo a punto de clavárselo. Ella volvió la vista hacia la puerta. Le quedaba demasiado lejos. ¿Dónde estaban Benignus y Vettius?
—Prepárate para el Hades, porque es ahí adónde vas —masculló Memor mirándola con ojos desorbitados—. Como esta zorra fea. —Dio una patada a Docilosa en el vientre. La mujer dejó escapar un débil gemido.
Fabiola era incapaz de apartar la mirada del puñal, manchado con la sangre de su criada.
El
lanista
se echó hacia delante con una mirada lasciva. No estaba mirando el suelo y no se esperaba que Docilosa estirara el brazo y le cogiera débilmente por el tobillo. Memor tropezó. El otro pie fue a parar al charco de sangre y resbaló. Perdió el equilibrio y cayó mal encima de una rodilla. Enfurecido, apuñaló a Docilosa varias veces en la espalda y en el vientre.
Vicana gritó con todas sus fuerzas.
Fabiola, sintiéndolo en el alma, se retiró hacia la puerta. Al cabo de un instante, los dos porteros la condujeron al pasillo. Benignus y Vettius irrumpieron en la habitación como un par de toros embravecidos y la emprendieron contra el
lanista
con los garrotes con tachones de metal. Uno de esos golpes habría bastado para machacarle el cráneo y la pareja enfurecida le propinó más de media docena cada uno antes de que Fabiola consiguiera pararles.
—Ya basta —gritó—. ¡Parad!
Los dos hombres, jadeando y salpicados de sangre y materia gris del cerebro, se hicieron atrás.
—¡Está muerto! —exclamó Fabiola al observar la maraña de pelo, carne y fragmentos de hueso manchados a la que había quedado reducida la cabeza de Memor. Se le humedecieron los ojos de lágrimas.
A Vettius le sorprendió su reacción.
—Pues claro.
—Quería acribillar a este cabrón a preguntas sobre Romulus —sollozó Fabiola—. Fue su amo.
Un suspiro entrecortado de Docilosa llamó la atención de todos.
Embargada por los remordimientos, Fabiola se dejó caer de rodillas junto a su sirvienta. La vida de Docilosa pendía de un hilo. Fabiola le rasgó el vestido y se encogió de pena al ver el sangriento orificio de entrada abierto. Era pequeño, pero había causado un gran daño. Memor le había asestado una puñalada experta que le había entrado por el costado izquierdo, justo por debajo del pecho. Le había perforado un pulmón y probablemente le hubiera llegado al corazón. Una herida mortal. Los otros golpes también la habrían matado, aunque más despacio. Por el momento, aumentaban la hemorragia. A Fabiola le parecía imposible que una persona tuviera tanta sangre en el interior. El vestido de Docilosa estaba empapado, al igual que el suelo que la rodeaba. Tenía los ojos abiertos como platos y la mirada perdida. Abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua intentando captar el aire en vano.
—Lo siento. —Fabiola tomó una de las manos enrojecidas de Docilosa entre las de ella—. Tenías razón. Debería haber sido más sensata. —Observó a su criada con expresión suplicante—. Esto también es culpa mía. Si no hubiéramos discutido, probablemente no habrías estado en el pasillo cuando Vicana gritó.
Un reguero de finas burbujas sangrientas brotaba de entre los labios de Docilosa y caía en el suelo embaldosado.
Fabiola le apretó la mano y rezó para que le respondiera. Alguna muestra de perdón que le diera esperanza.
No hubo respuesta.
El cuerpo de Docilosa se estremeció con fuerza y luego se destensó.
Fabiola se abalanzó sobre ella para percibir el último suspiro de su sirvienta. Entonces se dejó arrastrar por el dolor. Las lágrimas le corrían a raudales por las mejillas y se mezclaban con la sangre de Docilosa. A Fabiola le daba igual. La única persona que le había profesado amistad y bondad verdaderas en los peores años de su vida había muerto. El hecho de que no hubieran hecho las paces duplicaba su sentimiento de culpa. Ahora ya nada podría cambiar esa situación. No se podía retroceder en el tiempo. Sin embargo, Docilosa había hecho tropezar a Memor y le había salvado la vida, incluso moribunda.
Paralizada por el dolor, Fabiola se quedó allí haciendo caso omiso de las súplicas de los porteros para que se levantara. Jovina también intentó ayudar, en vano. La vieja madama enseguida volvió a la recepción.
—Pueden entrar clientes en cualquier momento —musitó.
Fabiola no era consciente de nada. Quería morirse, deseaba que el suelo se abriera y las llevara a las dos al olvido. Incluso aquel pensamiento estaba contaminado por la amargura. Docilosa no iba a ir al mismo sitio que ella: el Hades. ¿Qué otro lugar se merecía si no? Primero había muerto Sextus y ahora su criada inocente. Sin embargo, por mucho que Fabiola lo hubiera deseado, nada ocurría. Por un momento se le pasó por la cabeza coger el puñal de Memor y cortarse las venas con él. Así la muerte no tardaría en llegar. Así no habría más dolor, más sufrimiento. Pero no lo hizo. Al cabo de un rato, cuando su pesadilla anterior volvió para mortificarla, Fabiola se dio cuenta del porqué.
Tenía un objetivo en la vida que era más importante que su propia desgracia.
Su madre, Velvinna, siempre había hablado con vaguedad de la violación que había sufrido; en cambio, había dejado claro que había sido un noble. Si bien César no había llegado a violar a Fabiola, lo había intentado. Las palabras que había pronunciado en ese momento le habían demostrado, en su mente y en su corazón, que aquél era el violador de su madre. No obstante, en lo más profundo de su ser Fabiola tenía que reconocer que aquello no era más que una sospecha profundamente arraigada en su interior, basada en el gran parecido existente entre César y Romulus. César no era más que uno entre mil posibles sospechosos. Sin embargo, también se parecía a los innumerables nobles que habían utilizado el cuerpo de Fabiola, muchos de los cuales habían visto el temor y la reticencia en sus ojos a los trece años y habían continuado aprovechándose de ella como si nada. Fabiola necesitaba culpar a alguien de su degradación, que se había repetido innumerables veces. El odio que sentía por esos hombres se multiplicaba en su interior. Castigar a algún culpable le proporcionaría cierto alivio y, gracias a la agresión que le había perpetrado, César encajaba en sus necesidades a la perfección. Convencerse de que era su padre ayudaba a Fabiola a focalizar su rabia. Si se suicidaba, no podría vengarse.
Fabiola se irguió.
Los porteros dejaron escapar un grito ahogado.
Se miró. Su reacción no era de extrañar: tenía el vestido empapado de sangre; al igual que las manos y los brazos.
—Parece que me han apuñalado —dijo Fabiola.
Benignus hizo la señal contra el demonio.
—No digas eso —masculló.
Vettius la ayudó a levantarse.
—No hace falta que llames al mal tiempo —convino.
Fabiola hizo una mueca.
—Es difícil que la situación empeore.
Ninguno de los hombres respondió.
—Mejor que preparéis una mesa en la cocina —dijo, obligándose a mantener la calma—. Tenemos que colocar allí a Docilosa y lavarla. Ponerle su mejor vestido. Vicana puede preparar el agua caliente.
Vettius desapareció llevándose a la temblorosa chica británica de la mano.
Benignus señaló el cuerpo de Memor.
—¿Qué vamos a hacer con este pedazo de mierda?
—Envuélvelo con una sábana vieja. Y espera a que se marchen todos los clientes —indicó Fabiola—. Llévalo a la alcantarilla más cercana y arrójalo en ella. Que se lo coman las ratas. No es más de lo que él hizo a muchos otros hombres. Mañana puedes visitar a su hombre de confianza. He oído decir que está ansioso por ascender. Le ha llegado el momento. Con una bolsa llena de dinero se olvidará rápidamente de Memor.
Benignus asintió. Había hecho cosas como aquélla en otras ocasiones.
Poco después de que entrara el
lanista
, Tarquinius oyó unos gritos apagados procedentes del interior del burdel que le causaron cierto desasosiego, pero no fue capaz de averiguar el motivo. Sin embargo, la respuesta del enorme portero del exterior fue instantánea. Dejó a sus compañeros a cargo de la vigilancia y entró como una flecha por la puerta delantera, garrote en mano. Estuvo ausente mucho tiempo, lo cual levantó aún más sospechas. Por mucho que observara y escuchara con detenimiento, los gruesos muros que tenía delante amortiguaban prácticamente todos los sonidos. Se preguntó si los gritos habrían tenido algo que ver con el
lanista
. Sus sentidos no le decían nada, pero al arúspice no le entró el pánico. Era poco probable que Fabiola corriera peligro. Si un cliente se ponía violento, seguramente quien saldría malparada sería una prostituta. Al cabo de un cuarto de hora, Tarquinius empezó a relajarse. No habían echado a nadie, lo cual significaba que el asunto se había zanjado de forma amistosa. Por supuesto que existía otra posibilidad, más siniestra, pero Tarquinius no detectaba ningún indicio de derramamiento de sangre en el cielo. Aunque eso no significaba que no se estuviera produciendo, claro está. «Mitra —rezó—. Ayúdame. Mantén a salvo a Fabiola.»
La figura silenciosa que emergió de la penumbra del callejón al cabo de un momento le hizo sobresaltarse. Era una mujer, e iba sola. El arúspice enarcó las cejas sorprendido antes de advertir el vestido gris de la recién llegada. Se sintió confundido. ¿Qué hacía una sacerdotisa de Orcus allí, a esas horas de la noche? Aunque pocos maleantes impedirían el paso a una servidora del dios del submundo, la sacerdotisa corría peligro aventurándose a salir sola.
La observó mientras se dirigía directamente a la puerta de entrada. Los cuatro guardas ahí apostados se llevaron una buena sorpresa al verla aparecer de forma repentina. También se asustaron. La joven no dijo nada, lo cual los desconcertó todavía más.
—¿Sí? —se atrevió a preguntar uno al final.
—Deseo visitar a mi madre —respondió la sacerdotisa.
Tarquinius aguzó el oído. Que él supiera, en el burdel sólo había dos mujeres con la edad suficiente para tener una hija de unos veinticinco años. Jovina, y la sirvienta que había visto antes.
El guarda soltó una tos forzada.
—¿Y de quién se trata?
—Docilosa —fue la respuesta—. La criada de Fabiola.