—Es muy tarde para recibir visitas —dijo, echando un vistazo a sus compañeros para que le secundaran.
Ella no pensaba amilanarse.
—Es urgente. Corre peligro.
—¿Docilosa? —El guarda intentó en vano disimular la sonrisa complacida.
—El dios me ha enviado.
Las palabras de la sacerdotisa le borraron la sonrisa de la cara. Abrió la puerta sin decir nada más.
A Tarquinius se le formó un nudo de preocupación en el estómago cuando vio que se apresuraba al interior. Algo ocurría, y sus sentidos no lo captaban. Incluso era posible que Fabiola corriera un peligro mortal. Sin embargo, ¿qué posibilidades tenía él de entrar en el local? El arúspice apretó los dientes frustrado y alzó los ojos hacia la franja de cielo nocturno que enmarcaba la parte superior de los edificios. Al cabo de unos momentos, se relajó un poco. En el interior se había derramado sangre, aunque no la de Fabiola.
—¿Qué es eso? —Fabiola alargó el cuello para escuchar.
Se oía una voz insistente y clara discutiendo con Jovina. Pertenecía a una mujer.
—¿Una de las prostitutas? —inquirió el portero.
—No. Ninguna se atrevería a llevarle la contraria.
—Cierto —convino Benignus—. ¿Y entonces quién es?
Fabiola se acercó a la puerta, que estaba entreabierta.
—No, no puedes volver a entrar ahí —oyó que decía Jovina—. ¡Ven aquí! —Tuvo un presentimiento y se asomó al exterior.
Sabina venía por el pasillo. Al ver aparecer a Fabiola, se llevó la mano a la boca sobresaltada.
—Por Júpiter, ¿qué ha ocurrido? —preguntó—. ¿Dónde está mi madre?
Fabiola no sabía qué decir. Aquella pesadilla parecía no tener fin.
—¡Sabía que pasaba algo! —Sabina dio los últimos pasos corriendo—. ¿De quién es esta sangre?
Fabiola era incapaz de responder.
—¿Una de tus… chicas?
Fabiola negó con la cabeza.
Sabina se volvió y atisbo por la puerta abierta. Durante unos instantes, la joven sacerdotisa no captó lo que estaba viendo. Al final, sin embargo, se percató.
—¿Madre? ¿Madre? —gritó con incredulidad. Corrió a arrodillarse junto a Docilosa. Los lloros hacían que se le estremeciera el cuerpo entero.
Detrás, Fabiola le posó una mano en el hombro.
Sabina se apartó de un salto como si acabara de morderle una serpiente.
—¡Tú lo has hecho!
—No —protestó Fabiola—. Ha sido él. —Señaló el cadáver de Memor.
Sabina se puso en pie de un salto.
—¡Mientes!
—¿Por qué iba yo a hacerle daño a tu madre? —exclamó Fabiola, horrorizada—. Yo la quería.
De repente, en la mano derecha de Sabina apareció un cuchillo.
—Entonces, ¿cómo es que ese canalla le ha puesto las manos encima? ¡Mi madre era una mujer libre! No tenía por qué estar en un cuchitril como éste. —Los ojos le brillaban de malicia.
—Después de que Brutus comprara su libertad, Docilosa decidió quedarse conmigo y venir aquí —explicó Fabiola, desesperada para que Sabina la creyera—. Resulta que pasó por delante de esta habitación cuando Vicana pedía ayuda a gritos. Tuvo mala suerte.
Con un espeluznante grito de dolor, Sabina se abalanzó sobre Fabiola.
—¿Por qué le paré los pies al
fugitivarius
? —exclamó—. Habría sido preferible que le dejara matarte.
Benignus redujo rápidamente a Sabina sujetándola por los brazos desde atrás. Fabiola dio un paso adelante para arrebatarle el cuchillo y lo dejó caer al suelo con un repiqueteo.
—Lo siento —dijo.
—Zorra despiadada —espetó Sabina—. Tú deberías ser la que está ahí tendida, no mi madre.
—Puede ser —convino Fabiola en tono sombrío—. Pero no es el caso. No me ha llegado la hora.
—Tal vez no —gruñó la otra—. Pero no disfrutarás de una larga vida.
Fabiola se quedó muda de asombro. Sabina hablaba como un oráculo.
—Te condeno a sufrir una profunda desdicha —maldijo la sacerdotisa.
Fabiola apretó la mandíbula. Podía asumirlo. Se lo merecía.
—Brutus tampoco se quedará contigo. —Sabina se rio al ver la sorpresa de Fabiola—. Y tampoco el otro con el que nada te cuesta abrirte de piernas.
Docilosa debía de haberle contado lo de Antonio, pensó Fabiola, tambaleándose conmocionada. ¿Cómo si no se había enterado?
—Y con respecto a tu hermano… —empezó a decir Sabina.
—¡No! —gritó Fabiola presa del pánico—. Haz que se calle la boca —ordenó a Vettius.
El portero enseguida le tapó la boca a Sabina con su mano carnosa. Ella no intentó impedírselo, pero destilaba veneno por los ojos.
Fabiola se agachó para recoger el puñal de Sabina.
La sacerdotisa abrió los ojos como platos.
—No voy a matarte, aunque eso es lo que tú habrías hecho conmigo —le espetó Fabiola. No quería contrariar otra vez a Orcus—. Enviaré un mensajero al templo para informarte de dónde está la tumba de Docilosa.
A Sabina se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No vuelvas aquí. So pena de muerte —ordenó Fabiola. Luego se dirigió a Benignus—: ¡Échala!
El portero se llevó a la sacerdotisa fuera de la habitación. Ella no opuso resistencia.
Aún temblorosa, Fabiola fue directa a los baños. Lo único que quería hacer en esos momentos era limpiarse la sangre de Docilosa que, una vez seca, ya le había formado una gruesa costra en la piel. Intentó apartar de su mente las palabras de Sabina, pero era imposible. Parecía tenerlas delante de los ojos, acechándola mientras se desvestía. No sólo había muerto Docilosa, sino que se le había revelado su propio destino, y resultaba funesto. Fabiola se limpió de forma mecánica, realizando los movimientos mientras su mente discurría incluso más rápido. Razonando las cosas, acabó tranquilizándose. ¿Quién sabía si la profecía de Sabina era correcta? Aunque lo fuera, la sacerdotisa no había dicho nada de que Fabiola fuera a fracasar en su intento de matar a César. Lo cual significaba que su plan todavía podía materializarse. «Que así sea —pensó Fabiola—, reforzando su determinación. Puedo conseguirlo.» La posibilidad de ser infeliz para siempre y de perder a Brutus no era nada comparado con conseguir su mayor deseo. Morir joven también le daba igual. Sólo le importaba una cosa.
¿Qué habría dicho Sabina acerca de Romulus si se lo hubiera permitido?
En parte, Fabiola deseaba haber dejado que la sacerdotisa dijera lo que tenía que decir y zanjar así el asunto.
La otra parte no podía soportar pensarlo.
Fabiola se mantuvo ocupada yendo a la cocina. Una de las mesas estaba cubierta con una sábana para que el cuerpo empapado de sangre de Docilosa no yaciera sobre la madera desnuda. Con ayuda de Vicana, Fabiola la colocó con los pies hacia la puerta delantera. Echó a todos los esclavos salvo a Vicana, desnudó a Docilosa y empezó a limpiarle la sangre del cuerpo. Aprovechó la oportunidad para acribillar a la muchacha británica a preguntas sobre lo sucedido: así no pensaba en lo que estaba haciendo.
—Ya estaba enfadado cuando decidió a cuál de nosotras llevarse —reveló Vicana—. Dijo que le gustaba mi piel clara. Pero seguía ensimismado.
—Continúa —murmuró Fabiola, aclarando la esponja.
—Cuando el
lanista
estuvo desnudo, le ofrecí un masaje. No quiso. —Vicana exhaló un suspiro—. Así que empecé a acariciarle la polla para que se le pusiera dura. Pero nada.
Fabiola se encogió de hombros. Era habitual que los clientes padecieran miedo escénico, sobre todo si habían bebido.
—Se la chupé, pero tampoco sirvió —reveló Vicana—. Parecía totalmente desinteresado, y empezó a mascullar para sí.
Aquello llamó la atención de Fabiola. Valía la pena conocer cualquier retazo de información, por pequeño que fuera. Memor había sido el amo de Romulus durante varios años.
—¿Oíste lo que decía? Concéntrate.
—No le entendía —dijo Vicana—. Algo sobre César y la fortuna que costaría conseguir otro toro etíope. Y que no era culpa suya que estuviera muerto.
¿Acaso la bestia cornuda había muerto antes de aparecer en el ruedo? Era una posibilidad. Fabiola había oído hablar de muchos animales salvajes que habían muerto asustados en las jaulas situadas debajo del anfiteatro. De todos modos, ¿qué más le habría dado a Memor? Él era
lanista
, no
bestiarius
, pensó desconcertada. No tenía sentido.
—Le pregunté si se encontraba bien. —Vicana se tocó el labio inferior, hinchado y ensangrentado—. Entonces se puso a gritar que era culpa mía y me cruzó la cara de un bofetón.
—Y entonces gritaste.
—No pude evitarlo —sollozó Vicana—. De repente sacó un cuchillo. Pretendía clavármelo mientras yo le daba placer. Ahí fue cuando empecé a gritar de verdad.
«¡Cabrón retorcido!», pensó Fabiola, alegrándose de que Memor nunca se hubiera comportado de ese modo con ella. Advirtió la desazón de Vicana y le dio una palmadita en el hombro.
—Ahora ya se ha ido y has salido ilesa.
Vicana asintió con valentía.
—Venga —dijo Fabiola—. Intenta dormir un poco. Ya acabaré yo de preparar a Docilosa.
La pelirroja no protestó.
Cuando se quedó sola, Fabiola se sentó un rato a pensar. ¿Qué habría enfurecido tanto a Memor? ¿Había sido realmente la muerte del toro etíope? No se le ocurría ninguna explicación plausible. Tendría que preguntarle a Brutus más tarde. Sin embargo, en esos momentos tenía que asegurarse de que Docilosa presentaba el mejor aspecto posible para su viaje a la otra orilla.
Fue una de las cosas más tristes que Fabiola había hecho en su vida; le trajo viejos y dolorosos recuerdos. Sin embargo, no eludió la tarea. Hacía tiempo que reprimía las lágrimas, que se agolparon a sus ojos.
Con cariño, Fabiola untó el cuerpo de su sirvienta con aceite, llorando porque se imaginaba haciendo lo mismo con su propia madre. Como tantas otras cosas en la vida de una esclava, aquello también le había sido negado. El cadáver de Velvinna habría acabado como un pedazo de basura, arrojado por el pozo abandonado de una mina o dejado a merced de los buitres. Aquella idea hizo que a Fabiola le entraran ganas de ir a buscar a Gemellus al oscuro cuchitril donde fuera que viviera ahora y matarlo… lentamente. Tomó la decisión de ordenar a los porteros que lo buscaran cuando surgiera la oportunidad. Por supuesto, encontrarlo no sería fácil. El comerciante arruinado se había visto obligado a vender su casa del Aventino, lo cual implicaba que podía estar en cualquier sitio. «Tengo que centrarme —pensó Fabiola—. Ahora César es mi principal objetivo.»
El cuerpo de Docilosa aún estaba caliente. En cuanto las heridas de arma blanca quedaron ocultas bajo su mejor vestido, daba la impresión de estar dormida. Por descabellada que fuera la idea, Fabiola se recreó en ella al máximo. Sin embargo, los ritos correspondientes no podían retrasarse, y al final cerró los ojos de Docilosa y le colocó un
sestertius
en la boca. Sin esa moneda, Docilosa no tendría nada para pagarle a Caronte, el barquero.
Su funeral tendría lugar al día siguiente por la noche. No habría ocho días de capilla ardiente para Docilosa, la humilde ex esclava, pensó Fabiola. No tenía sentido. ¿Quién iría a presentarle sus respetos, aparte de ella y Sabina? Sin embargo, estaba empeñada en que el paso de su sirvienta a la otra orilla se realizara de manera pertinente. Contrataría a dolientes y músicos profesionales y compraría una tumba decente. Era lo mínimo que Fabiola podía hacer por aquella mujer humilde que era como de la familia para ella. La ira que antes había sentido hacia Docilosa ya se había esfumado. En su lugar, sentía un dolor palpitante que afectaba a todas las fibras de su ser.
Llamaron a la puerta.
—¿Fabiola?
El nivel de aceite de la lámpara más cercana le indicó que habían transcurrido varias horas. Tenía que encargarse del negocio durante la noche. ¿Cuándo disfrutaría de un poco de tranquilidad?
—Adelante.
Vettius entró arrastrando los pies y con aspecto nervioso.
Fabiola se puso tensa.
—¿De qué se trata?
—Antonio está aquí.
Se sentía increíblemente cansada.
—¿Qué hora es?
—El reloj de agua marca algo así como el ciclo del
Gallicinium.
—¡Cielos, este hombre es insaciable! —masculló Fabiola. En ese momento, lo último que se le pasaba por la cabeza era acostarse con él.
—Jovina le ha ofrecido alguna chica, pero él se ha negado. Dice que tiene que verte. Para pasar la noche.
A Fabiola volvió a atenazarle el terror. ¡Jovina seguía en la recepción! Sólo había una forma de interpretar el comportamiento de Antonio.
Vettius advirtió su estado de ánimo.
—¿Lo echo de aquí? No hay duda de que está para el arrastre.
Su lealtad le conmovió.
—Antonio es el jefe de Caballería, Vettius. Sobrio o ebrio, puede venir aquí cuando quiera.
—Por supuesto, señora —masculló—. ¿A qué habitación lo llevo?
—A mi despacho —repuso Fabiola, recobrando la compostura. Por lo menos ahí no había cama. Podía fingir que hablaba con él de negocios. Jovina quizá se lo creyera antes de que le ordenara que se retirara—. Trae algo de vino y quédate al otro lado de la puerta por si te necesito.
El portero no hizo más preguntas.
Fabiola sintió una nueva punzada de desazón. Si le ponía las manos encima a Antonio, el esclavo grandullón se llevaría unos buenos azotes, o algo incluso peor; sin embargo, tanto él como Benignus harían lo que les pidiera. Fabiola casi deseaba que los porteros discutieran con ella en alguna ocasión. Su inquebrantable devoción no le ofrecía ningún tipo de crítica sobre sus decisiones, mientras que Docilosa nunca había tenido inconveniente en dar su opinión. Aun cuando Fabiola había decidido no seguir el consejo de su sirvienta, como había hecho hasta entonces con Antonio, eso la había hecho consciente de que existía otra forma de ver las cosas.
Sin embargo, ahora volvía a estar sola.
Recorrió el pasillo y le pareció que medía varios kilómetros. Fabiola se paró ante la puerta en la que Vicana había estado con Memor. Benignus se encontraba en el interior, restregando el suelo para eliminar la sangre y los tejidos. A su lado, el cadáver del
lanista
no era más que una forma aborregada bajo una manta. Benignus alzó la mirada al notar su presencia.
—¿Nos podemos deshacer ya de él?
Fabiola vaciló. No quería que nadie viese cómo sacaban el cadáver de Memor, pero ¿quién sabía cuánto tiempo se quedaría Antonio? Era obstinado e insistente. Quizá se quedara toda la noche, como había pedido. Si llegaba el amanecer y él seguía allí, tendrían que mantener su cuerpo oculto hasta el anochecer. Aquello la hizo decidirse.