Camino a Roma (33 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

BOOK: Camino a Roma
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—Ha llegado Antonio. Espera por aquí a ver qué pasa. Si transcurre más de media hora y no oyes nada, es que estará conmigo un buen rato. Entonces podrás salir tranquilo.

Benignus asintió.

Atusándose el pelo, Fabiola se dirigió a la recepción. Después de todo lo sucedido, no presentaba su mejor aspecto. De todos modos, en esos momentos le daba igual. Cuanto antes se librara de Antonio, mejor. Entonces podría irse a la cama. Aun estando sola, Fabiola dudaba que fuera capaz de pegar ojo; ahora bien, prefería estar tumbada a interpretar la farsa que estaba a punto empezar.

Se paró un momento antes de entrar para cerciorarse de que no iba demasiado escotada.

Antonio estaba apoyado en una pared, siguiendo con los dedos la representación de una mujer sentada a horcajadas encima de un hombre. Jovina estaba sentada al escritorio, de brazos cruzados y con expresión disconforme. Clavó la mirada en Fabiola y apartó los ojos de inmediato.

Fabiola tenía la impresión de que el corazón iba a salírsele del pecho. Jovina estaba físicamente débil y frágil, pero no había perdido ni pizca de astucia. La arpía ya sospechaba algo. ¿Qué pensaría de la presencia de Antonio a esas horas de la noche, aparte de que eran amantes? Y lo que era peor, ¿a quién se lo contaría la vieja madama? Fabiola, manteniendo una expresión neutral, enarcó una ceja.

—No quiere hablar con nadie más —masculló Jovina—. Ha insistido en que haga marchar a todas las chicas.

Antonio advirtió entonces su presencia.

—¡Fabiola! —exclamó, apartándose de la pared, que le servía de punto de apoyo. Sus movimientos tambaleantes ponían de manifiesto que había seguido bebiendo desde que se marchara por la mañana—. Estaba observando una buena postura. —La miró con expresión lasciva—. ¿Te gustaría probarla?

Jovina apenas podía disimular su interés.

Fabiola hizo una reverencia e intentó guardar las formas.

—Marco Antonio. Es un honor que visitéis el Lupanar.

—No me extraña —dijo Antonio arrastrando las palabras. Cuando se volvió para escoger su postura sexual preferida, estuvo a punto de caerse—. ¿Dónde está? —Soltó una maldición y luego señaló en actitud triunfante—: Eso es lo que quiero.

Fabiola se esforzó para no dejarse vencer por el pánico.

—Seguro que alguna de las chicas estará encantada de satisfaceros del modo que os plazca —dijo con voz sensual, tomándole por el brazo.

Antonio se enojó.

—¿Qué? —Se le acercó todavía más y la rodeó con una nube de vapores etílicos—. Te quiero a ti encima, no a una de tus putas —masculló.

Fabiola lanzó una mirada a Jovina, cuyo rostro reflejaba asombro y regocijo al mismo tiempo. Las emociones se esfumaron rápidamente, sin embargo Fabiola las había captado. Se le cayó el alma a los pies. Jovina lo sabía, y no podía confiar en que se guardara la información para sí. Cediendo al destino, Fabiola condujo a Antonio a su despacho.

—Dile a los porteros que entren, echa el cerrojo y vete a la cama —ordenó a Jovina—. Ya acompañaré a Antonio a la salida más tarde.

—Ha venido sin guardas —musitó Jovina, con el gesto torcido por la suspicacia.

—Haz lo que te digo —le espetó Fabiola, sin hacerle caso.

La vieja madama se escabulló de detrás del escritorio. Vettius apareció entonces con una bandeja de bronce con una jarra de vino y dos copas. Fabiola maldijo en silencio. Como si Jovina necesitara más pruebas para saber que estaba liada con el jefe de Caballería. En esta ocasión, la madama tuvo la suficiente sensatez como para no reaccionar; sin embargo, Fabiola acababa de tomar una decisión.

Jovina tenía que morir. Esa misma noche.

Se echó atrás durante unos instantes por lo despiadado de la situación, pero el miedo la venció. ¿Qué otra opción tenía? Brutus no debía enterarse de lo de Antonio, bajo ningún concepto. Ninguna de las prostitutas diría una palabra —le tenían demasiado miedo—, pero Jovina era harina de otro costal. A pesar de haber vendido el burdel y de su precario estado de salud, no había perdido todos sus arrestos. Intentaría utilizar esa información para presionarla. Fabiola lo sabía. Y no podía permitírselo.

Los porteros no rechazarían otro trabajo sucio.

Una mano agarró uno de los pechos de Fabiola y la hizo volver al presente.

Antes Antonio tenía que marcharse.

Como era de imaginar, Antonio no estaba para mucha juerga. En cuanto Fabiola le colocó una copa de vino en la mano y dispuso una mesa entre los dos, se desplomó en una silla y empezó a divagar sin ton ni son sobre los últimos tejemanejes del Senado. Fabiola lo alentaba cuidadosamente, sin perder de vista su lenguaje corporal. La voz de Antonio no tardó en apagarse y la cabeza se le quedó caída sobre el pecho. Fabiola no movió ni una pestaña. Incluso cuando empezó a roncar, ella permaneció inmóvil.

Al final, consideró que ya podía moverse. Abrió la puerta y se encontró a Vettius justo al otro lado. Benignus esperaba con él. No había ni rastro de Jovina ni de los otros guardas. De todos modos, no se había enterado de que Antonio había llegado sin guardaespaldas, algo que nadie en su sano juicio haría a esa hora.

—¿Ahora ya podemos llevarnos a Memor sin problemas? —preguntó Vettius.

—Sí. El idiota está dormido. —Respiró hondo—. Necesito que hagáis otra cosa.

Los dos la miraron con expresión inquisidora.

—Jovina.

Vettius frunció el ceño.

—¿Qué hay que hacer con ella?

—Tiene que desaparecer.

Al principio, ninguno de los dos la entendió. Pero luego vieron lo seria que estaba Fabiola y se quedaron boquiabiertos al unísono.

—¿Que la matemos? —susurró Benignus.

Fabiola asintió.

—Pero si es muy vieja —balbució.

—Jovina es como una serpiente en la hierba —musitó Fabiola—. Los dos lo sabéis. Le contará a Brutus lo de Antonio.

No le replicaron más. Su señora sabía lo que se hacía y tampoco es que ninguno de ellos apreciara especialmente a Jovina.

—¿Cuándo? —preguntó Vettius.

—Esta noche —ordenó Fabiola—. Pero primero deshaceos de Memor. Ya mismo.

Se fueron corriendo a cumplir con su cometido. Fabiola permaneció junto a la puerta del despacho por si oía alguna indicación de que Antonio se despertaba. Le satisfizo no escuchar más que ronquidos.

Los porteros reaparecieron enseguida cargando entre los dos un fardo envuelto en una manta. Fabiola ya había descorrido los cerrojos de la puerta principal y la abrió.

—Daos prisa —les instó.

Desde el despacho de Fabiola oyeron el sonido característico de una copa que se rompía al caer al suelo.

Como asesinos pillados con las manos en la masa, Vettius y Benignus se quedaron paralizados.

—Fuera —susurró Fabiola, desesperada.

—¿Fabiola? —La voz de Antonio parecía adormecida, pero agresiva—. ¿Dónde demonios estás?

La pareja de esclavos estaba medio saliendo por la puerta cuando apareció Antonio, frotándose los ojos enrojecidos. Fabiola empujó a Vettius al exterior y desplegó una sonrisa radiante.

—Te has despertado —gorjeó—. Iba a buscar una manta para ti.

Tal vez fuera la formación militar de Antonio, o el sentimiento de culpa que Fabiola destilaba, pero todo indicio de ebriedad había desaparecido.

—¡Por la verga de Vulcano! ¿Eso era un cadáver?

Por una vez, Fabiola no supo qué decir.

Antonio se colocó enseguida a su lado. Abrió la puerta de par en par y observó a los dos hombres iluminados por las antorchas a ambos lados de la entrada. Como muchos esclavos en esa situación, tenían los pies clavados en el suelo.

—¿Qué lleváis ahí? —preguntó Antonio a gritos.

Se produjo un silencio elocuente.

—¡Responded!

—Nada, señor —se atrevió a decir Benignus—. Una manta vieja.

Antonio se volvió para dirigirse a Fabiola.

—¿Esta noche se ha producido aquí algún asesinato?

Fabiola se esforzó para no desmoronarse delante de él. Aquél estaba resultando ser el peor día de toda su vida. ¿La situación podía ir a peor?

—Sí —musitó ella.

—¿Quién?

—Nadie. Un canalla que ha empezado a pegar a una de las chicas. Además, ha matado a mi criada. —El dolor que Fabiola sentía por la muerte de Docilosa volvió a asomar, sin control—. Se merecía morir —gruñó—. Como cualquiera que me contraríe —añadió en un susurro.

—¿Qué has dicho?

Fabiola apartó la mirada, presa del pánico.

—Nada.

Si Antonio había oído la última frase, decidió pasarla por alto.

—¿Quién ha muerto? ¡Dímelo!

Fabiola se amedrentó al ver su expresión fiera.

—Memor, el
lanista.

Antonio abrió los ojos como platos.

—Un hombre importante. Entiendo el porqué de tanto secretismo. O sea que has esperado a que no rondara nadie por aquí y luego has ordenado a tus matones que se deshicieran del cuerpo del delito. Muy lista. Lástima que lo haya visto.

Fabiola no respondió.

Antonio se volvió hacia los porteros.

—Venga, largaos.

Lo miraron con ojos desorbitados.

Antonio levantó el puño.

—¡Largo!

Los porteros no se acababan de creer su buena suerte, así que cogieron la carga y desaparecieron en la oscuridad.

Fabiola exhaló lentamente, a sabiendas de que el peligro todavía no había acabado.

Antonio cerró la puerta empujando a Fabiola delante de él. Corrió los cerrojos con un sonido amenazador. Se enderezó y miró a Fabiola con respeto renovado.

—Menuda sirena estás hecha, ¿eh? ¿Quién lo iba a decir? —dijo con voz queda—. Si te acercas demasiado acabas naufragando. O arrojado en la cloaca. —Se rio de su propio chiste—. ¿Debería preocuparme? Al fin y al cabo, no puede decirse que nunca haya maltratado a una mujer.

Fabiola empezó a sentir miedo. Antonio era un hombre fornido y poderoso. Podía matarla sin problemas y no había nadie allí para impedírselo. Retrocedió, pero él la siguió y la sujetó con ambos brazos.

—Tengo que decirte algo al oído.

Fabiola, aterrada, se inclinó hacia él.

—Antes de que se te ocurra alguna idea, debes saber una cosa: Tu disputa con Scaevola no es ningún secreto para mí. —Sonrió al ver que ella se sorprendía—. ¿No te has planteado por qué la situación se ha apaciguado un poco en ese aspecto? Porque yo le dije que te dejara en paz.

Fabiola miró a Antonio anonadada. Por eso él iba sin guardaespaldas.

—El
fugitivarius
sabe que lo mataré si toca a una mujer que me estoy follando —le confió Antonio amablemente antes de endurecer el semblante—. Pero, si me cansara de ella y pensara que se da demasiados humos… ¡Me arrancaría la boca de un mordisco para que le soltara la correa!

«Ha oído lo que he dicho —pensó Fabiola. Le faltaba aire—. ¡Mitra —rezó—, ayúdame!»

No hubo respuesta, y sus esperanzas cayeron en un oscuro abismo sin retorno. No le sorprendió. Aquél era su castigo por todo lo que había hecho. En ese preciso instante, Fabiola también se dio cuenta de que no quería morir. No de ese modo.

Antonio la sujetó por el cuello y apretó. Los ojos azules le brillaban con crueldad mientras se burlaba de la debilidad de Fabiola.

—O podría estrangularte yo mismo.

Asfixiada, Fabiola empezó a perder el conocimiento.

De repente Antonio la soltó y Fabiola se tambaleó. Se sentía como un ratón herido por un gato y esperó a ver qué hacía él a continuación.

—Pero prefiero follarte. Busca una cama —ordenó.

Fabiola, sin capacidad de reacción, se lo llevó.

Docilosa había estado en lo cierto. ¿Por qué no le había hecho caso? Si la hubiera escuchado, su sirvienta seguiría viva en vez de yacer muerta encima de una mesa de la cocina.

Antonio manoseó a Fabiola en la entrepierna y ella sintió asco. No obstante, no hizo ningún intento para impedírselo.

Aquél era su destino.

Tarquinius se quedó muy confundido al ver que echaban a la sacerdotisa del Lupanar. Los guardas se mostraron de lo más descontentos cuando el grandullón de su compañero la empujó con brusquedad desde la entrada. Se amedrentaron cuando ella envió al Hades al edificio y a todos sus ocupantes. Al arúspice le desconcertó e intrigó aquella situación. Pocas personas osarían tratar de ese modo a una seguidora de Orcus. El hecho de que hubiera ocurrido significaba que alguien, probablemente Fabiola, puesto que era la propietaria, estaba sumamente segura de sí misma. Mucho después de que la silueta de la sacerdotisa se esfumara en la oscuridad, se sentó a meditar sobre el significado de lo ocurrido.

La conclusión de Tarquinius era más bien fruto de su capacidad de deducción que de algún indicio del viento o las estrellas. Se le pasaron todo tipo de situaciones por la cabeza, pero pocas tenían sentido. Docilosa no iba a echar a su hija en plena noche, sobre todo cuando había venido para hacer una advertencia. Ni tampoco Jovina, por temor a la reacción de la nueva propietaria. Entonces, ¿por qué lo habría hecho Fabiola? El arúspice le dio vueltas al asunto durante un buen rato y al final llegó a la conclusión de que Docilosa era la mujer cuyos gritos había oído con anterioridad. ¿Habría resultado herida o incluso muerta? Un augurio de tamaña envergadura habría hecho venir corriendo a su hija. Como había llegado demasiado tarde, la reacción de la sacerdotisa habría sido extrema y habría provocado que Fabiola la echara.

¿Habría sido Memor el cliente violento? ¿Qué le había pasado?

Antes de tener la ocasión de responder a sus interrogantes, a Tarquinius le llamó la atención el sonido de unas pisadas. Era como si al menos una docena de hombres se acercara al burdel, pero sólo apareció un hombre bajo los arcos de luz de la entrada. Tambaleándose de un lado a otro, arrancó las sonrisas divertidas de los guardas, que no parecían haber advertido nada inusual. Los acompañantes del recién llegado permanecieron en la oscuridad, lo cual incomodó sobremanera a Tarquinius. ¿Quiénes eran? Se cuidó de permanecer quieto. Con un poco de suerte, no se fijarían en él.

—¡Dejadme entrar! —exigió el hombre fornido—. Quiero ver a Fabiola.

—¿Marco Antonio?

—¿Quién va a ser si no? —dijo con desprecio.

Los guardas abrieron el pórtico de inmediato para dejar entrar al noble.

El interés de Tarquinius por lo que estaba pasando se intensificó. O sea que Fabiola tenía dos amantes: Decimus Brutus y el jefe de Caballería. Teniendo en cuenta que no había visto que Antonio visitara el burdel con anterioridad, los hombres probablemente no estuvieran al corriente el uno de la situación del otro. Eso significaba que Fabiola jugaba con fuego. ¿Por qué? Volvió a escudriñar el cielo en espera de recibir algo de información. ¿Acaso se había equivocado al suponer que el sueño perturbador guardaba relación con el asesinato de Caelius? ¿Se había producido esa noche?

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