Desde que había discutido con Fabiola, Romulus regresaba con monótona regularidad a este lugar, pero nunca se permitió acercarse más al burdel. Ese día no iba a ser diferente. «Malditos sean sus ojos —pensó—. ¿No puede dar ella el primer paso? ¿Por qué tengo que ser yo?» A estas alturas, ya sabía que Tarquinius le había explicado a Fabiola casi todo lo que le había ocurrido desde su partida, y que ella había llorado con las peores partes y se había alegrado con las mejores. Era evidente que se preocupaba por él. «Como yo me preocupo por ella —reflexionó—. Sin embargo, no puedo seguir adelante con su plan y asesinar al hombre que me concedió la manumisión.»
A pesar de sus reservas, a Romulus le seguía inquietando que Fabiola pudiese tener razón. ¿Y si César hubiera violado a su madre? La idea le repugnaba. Era totalmente contraria a lo que pensaba del dictador y hacía que se sintiera culpable por su manumisión, lo cual, a su vez, le irritaba. A pesar de todos sus intentos, no conseguía resolver el asunto. Lo que sabía era que asesinar a César, culpable o no, le convertiría en alguien de la misma calaña que Gemellus, y eso no era lo que él deseaba. Fabiola podía tomar sus propias decisiones, pero él no quería formar parte de ellas.
Romulus tampoco podía ignorar a César y sus logros. Tras una década de disturbios y derramamientos de sangre, había traído la paz a la República. Sin él, el espectro de la guerra civil volvería sin duda a levantar su fea cabeza. ¿Cuántos miles de personas inocentes morirían en ese conflicto?
El dictador había demostrado que sus habilidades iban mucho más allá que el liderazgo en el campo de batalla. En lugar de dormirse en los laureles de la nueva paz, César había estado muy ocupado. Se habían aprobado innumerables leyes con vistas al futuro, casi todas bien recibidas. El número de habitantes pobres de Roma se había reducido en varias decenas de miles, la mayoría para fundar nuevas colonias en la Galia, África e Hispania. Las generosas asignaciones de tierras en esos países les permitirían mantener a sus familias en lugar de depender del estado para todo. En la capital también se habían iniciado obras a gran escala, tanto en el Campus Martius como en el inmenso complejo del nuevo Foro de César. Estas obras daban trabajo a un gran número de ciudadanos, lo que había permitido al dictador reducir en más de cien mil el número de personas que recibía grano gratis.
Los soldados y los seguidores de César tampoco habían sido olvidados. Al menos los veteranos recibieron las parcelas de tierra tanto tiempo prometidas. Sus tribunos y sus centuriones estaban especialmente bien cuidados. Nada hacía más popular a un general que estas dos medidas, y César lo tenía claro. La enorme popularidad de Pompeyo entre sus legiones se había debido en gran medida a los generosos acuerdos de jubilación para sus soldados veteranos. Aunque Romulus y sus compañeros de la guardia de honor no habían servido el tiempo mínimo necesario para obtener una asignación de tierra, César decidió incluirlos con los que sí. Además, les había asignado propiedades en Italia, evidentemente las más deseadas.
Romulus era ahora el propietario de una pequeña finca cerca de Capua, lugar que ya había visitado en varias ocasiones y todas las veces había ido a ver a Sabinus. Como era de esperar, Mattius lo acompañó en todas las ocasiones. Incluso Tarquinius fue con ellos alguna vez. El antiguo camarada de Romulus era una mina de información sobre cómo dirigir una explotación agrícola. Enseguida se convirtió en una costumbre: ellos se dedicaban a charlar y a beber en exceso mientras Octavia, la esposa de Sabinus, protestaba por el fondo y Mattius jugaba como un loco con los hijos del veterano. Cuando se cansaban, los hombres viajaban en mulas hasta la propiedad de Romulus, situada en una ladera orientada al sur a veinticinco kilómetros de Capua. Mattius se quedaba con Octavia, normalmente porque así lo pedía él. Para él, la vida en una granja, con compañeros de juegos y comidas regulares, era como el paraíso.
Con la ayuda de Sabinus, Romulus contrató a seis campesinos lugareños y también a un capataz. Pagar sueldos aumentó sus costes considerablemente, pero iba contra todos sus principios convertirse en esclavista. Después compró mulas y aperos de labranza: un arado, guadañas, hachas, palas y rastrillos. Lo primero que hicieron los trabajadores fue restaurar la casa y los cobertizos semiderruidos y arrancar las malas hierbas que llenaban los campos sin cultivar. A pesar de que era demasiado pronto en la temporada para esperar una cosecha, se sembraron las semillas. Más adelante crecería cebada y trigo. Sin embargo, las vides tardarían muchos más meses en producir una cosecha. Sabinus, de pie con los brazos en jarras, explicaba los entresijos del cultivo, el cuidado y la cosecha. Romulus escuchaba a medias, pues su mente siempre estaba en otras cosas, lo que le hacía preguntarse si realmente tenía madera de agricultor.
De niño había soñado con convertirse en un nuevo Espartaco, en alzarse contra la República y liberar a las innumerables multitudes gracias a cuyo trabajo no remunerado se construyeron edificios y se cuidaron las fincas agrícolas. El regreso a Italia había matado esa idea, porque ahora Romulus veía lo que era en realidad: un sueño imposible. La esclavitud era una parte casi integral de la República, y las legiones de César curtidas en las batallas, encargadas de la represión de todo levantamiento, no tenían nada que ver con las tropas reclutadas a las que Espartaco había vencido. Tendrían muy pocas dificultades en derrotar la fuerza variopinta de esclavos que él pudiese reunir.
Preocupado por su cambio de postura, Romulus apaciguó su conciencia recordando dos cosas. La primera era una de las nuevas leyes que César había aprobado, su preferida: un tercio del personal de todo latifundio en el sur de Italia debía estar formado por ciudadanos. Aunque esta ley había sido aprobada para aumentar el empleo, también reducía la necesidad de mano de obra esclava. La segunda era que aunque le preocupaba la difícil situación de los esclavos, no era responsable de ella. No les debía nada. Ahora bien, sus antiguos camaradas eran un asunto totalmente diferente. Si alguno de ellos necesitase ayuda, Romulus movería cielo y tierra para dársela.
Como era de imaginar, la persona que enseguida le venía a la mente era Brennus. Cada cierto tiempo había algo que le recordaba a su amigo —los elefantes de Pompeyo en Thapsus, su enfrentamiento a uno de ellos, la utilización que César había hecho de estos animales en su último desfile triunfal y, por último, la imagen plasmada en el mosaico del jardín de Brutus—, y muchas veces se preguntaba si el galo seguía con vida. Cuando se enteró de que probablemente César llevaría un ejército a Partia, no podía creerlo. Ahora todos los días sentía en las entrañas las ganas de regresar a la tierra donde había luchado y donde había caído prisionero. Italia no era lo que había esperado. Este era su segundo problema. No quería volver a luchar en la arena, sin embargo la agricultura le resultaba bastante prosaica. Sin las raíces como las que poseían hombres como Sabinus, Romulus sabía que podría dejarla sin problemas. Hablarlo con Tarquinius todavía era peor, pues en los ojos del arúspice veía el mismo deseo de viajar hacia el este. Fabiola era la única razón para no partir.
Tarquinius no estaba seguro de cuál era su motivo, pero por el momento no se marchaba, decidido como estaba a no precipitarse.
Para su frustración, Romulus no volvió a saber nada más sobre la propuesta de campaña en Partia. Todas las noticias que se oían eran sobre los problemas que César tenía en Hispania para reprimir la rebelión que se había levantado contra Casio Longino, el impopular gobernador de la región. En una inteligente jugada, dos de los hijos de Pompeyo habían aprovechado la oportunidad para apelar a la lealtad histórica de las tribus hacia su padre. Habían logrado formar un ejército enorme y estaban poniendo a César en aprietos.
A pesar de todo, Romulus se mantenía al corriente y estaba en contacto con el máximo de veteranos posible. El atrevido plan del dictador para vengar la derrota de Craso era otro de los motivos para oponerse al plan de Fabiola. Si César moría asesinado, la invasión no podría seguir adelante y se perdería una gran oportunidad para averiguar más sobre el destino de Brennus. A Romulus le preocupaba ser egoísta y no dejaba de pensar en la disputa con Fabiola. No sabía por qué, pero dudaba que Fabiola cambiase de postura.
Maldiciendo la situación, Romulus se alejó, de nuevo, del Lupanar.
Resultaba exasperante. Durante sus años de exilio, siempre había imaginado que su regreso a Roma implicaría un final feliz, es decir, un feliz reencuentro con Fabiola. En lugar de ello, el destino no dejaba de poner obstáculos en su camino.
La primavera dio paso al verano y con él llegaron noticias a Roma de la sorprendente victoria de César en Munda. Una vez más, el dictador había conseguido vencer en una desesperada batalla en la que sus legiones habían tenido que luchar cuesta arriba contra un ejército más numeroso. En una fase de la batalla en la que sus líneas estaban a punto de ceder, César se apresuró a presentarse en el lugar y ponerse al mando de las tropas entre las que empezaba a cundir el pánico. Sabía que era imperativo realizar un gesto heroico y cargó solo contra el enemigo, esquivando los
pila
y las flechas que le disparaban. Animados por su valentía, los oficiales que estaban cerca se unieron a él, seguidos después por los legionarios y, en un momento de locura, el curso de la batalla cambió. En la matanza subsiguiente, se dijo que habían muerto más de treinta mil soldados pompeyanos y sólo mil soldados de César.
La victoria se anunció durante varios días en todas las encrucijadas de Roma. Fabiola, furiosa, se dedicó a regentar el Lupanar y a esperar con ansia el regreso de Brutus. Abundaban los elogios por tal hazaña, y el Senado mostró su agradecimiento concediendo a César la extraordinaria cantidad de cincuenta días de acción de gracias. También le otorgó el título de
Liberator
y se ordenó la construcción del templo de la libertad. Además, se le concedió el honor de llamarlo siempre
Imperator
—título que anteriormente sólo se había utilizado para aclamar a un general victorioso después de un triunfo. Hasta el momento, César no había regresado para recibir sus distinciones, pues se encontraba en Hispania ocupado en operaciones de limpieza y reconquista de la provincia.
Para Fabiola suponía una gran decepción que César no hubiese sido asesinado o derrotado en Munda. Quería tener el placer de verle sufrir una muerte lenta, pero tras tanto tiempo sin conseguirlo, no le hubiese hecho ascos a una muerte en la batalla. La victoria de César le negaba de nuevo la venganza. Para colmo de males, ahora era el gobernante indiscutido de la República. Ya no quedaba nadie más contra quien luchar. Desde Grecia hasta Asia Menor, desde Egipto hasta África e Hispania, toda resistencia importante había sido aniquilada.
No obstante, como Fabiola descubrió poco después, la recompensa se encuentra en los lugares más inusitados. Nunca sabría si fue porque la guerra civil había terminado de verdad o porque César aún se encontraba fuera de Roma. Lo cierto es que, para su alegría, empezaron a surgir rumores de descontento respecto al dictador. Primero fue el número de días de acción de gracias, la mayor cantidad que jamás se había otorgado en toda la historia de Roma. Después el título de
Liberator
—a fin de cuentas, ¿a quién había liberado? Por último, la designación permanente como
Imperator
. Como Fabiola había oído en la calle y a sus ricos clientes en el Lupanar, eso podría hacer que a César se le subieran los humos. Si no era más que un excelente general, ¿por qué necesitaba títulos tan importantes? Fabiola, con buen criterio, apenas decía nada; se limitaba a asentir con la cabeza y a anotar mentalmente la identidad de cada persona para futuras referencias.
A finales de otoño, las desavenencias con Romulus ya duraban casi un año. Se habían encontrado en varias ocasiones y se habían comportado educadamente uno con el otro, incluso habían realizado juntos un viaje a Pompeya para visitar su latifundio. En muchos aspectos, los mellizos eran como cuando eran niños y cuando pasaban algún tiempo juntos resurgía la relación fluida que habían mantenido en la infancia. Sin embargo, bajo la alegría que sentían al verse, siempre yacía la disputa no resuelta sobre el parentesco de César que cada cierto tiempo estallaba. Tuvieron una segunda discusión, peor que la primera, cuando César regresó a Roma desde Hispania. Una vez más, Romulus se negó a participar en el plan de Fabiola de asesinar al dictador. Atormentado por la culpa, se preguntó por primera vez si debía contárselo a alguien. Sin embargo, el posible resultado de semejante explicación —la ejecución de Fabiola— era demasiado terrible como para planteárselo. Romulus se convenció de que Fabiola nunca tendría el coraje ni la habilidad para llevar a cabo su plan e intentó enterrar tales preocupaciones en los recovecos de su mente. Quería contárselo a Tarquinius, pero la inquietud por lo que el arúspice pudiese adivinar a la luz de estos conocimientos le hizo mantener la boca cerrada.
Los sentimientos de Fabiola eran similares a los de Romulus. Aunque la idea de que su hermano la descubriese la atemorizaba, no quería hacer nada contra él. Su crueldad no iba tan lejos. Pero a pesar de todo no abandonaba su idea, incluso aunque significase perder a su hermano. No es que Fabiola desease algo así, ¿cómo iba a desearlo? Romulus era su amado hermano mellizo, el hermano con el que tantas ganas tenía de reencontrarse. Pero su determinación era inamovible. Su necesidad de venganza la definía. Su entusiasmo aumentó cuando se anunciaron los últimos triunfos de César. A diferencia de sus cuatro marchas triunfales anteriores, ésta era sin ninguna duda para conmemorar la victoria contra un enemigo de Roma. Esto suponía romper con una tradición con total atrevimiento, lo que garantizaba el enfado de muchos senadores. Por supuesto, nadie se atrevió a decir una palabra. Aunque, algo insólito, Pontio Aquila, uno de los tribunos, se negó a ponerse en pie al paso de César montado sobre su cuadriga. Indignado, el dictador dijo a gritos que Aquila debería intentar quitarle la República. El gesto del tribuno fue insignificante, pero harto significativo para Fabiola.
Sus esperanzas siguieron aumentando cuando un Senado adulador concedió a César innumerables honores y derechos. Extendió su dictadura a diez años y se le concedió el derecho, si lo deseaba, de ser cónsul. Ejercía un control total sobre el ejército de la República y sobre el erario público. En las reuniones oficiales, César se sentaba entre dos cónsules en una silla de marfil, y en las inauguraciones ceremoniales de los juegos su estatua se transportaba entre las de los dioses. Otras efigies suyas fueron colocadas al lado de los reyes de la antigua Roma y en el templo de Rómulo.