Camino a Roma (57 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

BOOK: Camino a Roma
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Antiguos pompeyanos prominentes como Cicerón se sentían ahora lo bastante seguros como para hacer comentarios ligeramente sarcásticos sobre todas estas cuestiones, pero la gran mayoría de los nobles y los políticos se mantenía callada o hablaba en privado. A Fabiola le daba igual. Para su deleite, Brutus era uno de los que había empezado a quejarse. Su amante se había dado cuenta de que César no tenía intenciones de devolver todo el poder al Senado. De hecho, apenas se debatía nada. En su lugar, el dictador y sus asesores se reunían a puerta cerrada para decidir lo que había que hacer sobre cada asunto en particular. Una vez zanjado el asunto, se promulgaba un decreto que supuestamente había decidido el Senado. Para indignación de Brutus, en muchas ocasiones iba acompañado de una lista de los que supuestamente habían asistido al debate.

—La maldita guerra ha terminado —despotricó ante Fabiola una noche casi a finales de año—. Ya es hora de que el Senado vuelva a asumir el control. El gobierno de la República ha funcionado bien de esta manera durante cuatrocientos años. ¿Quién se ha creído César que es?

Fabiola estudió el rostro de Brutus con atención. ¿Era por fin el momento de hablar? Había plantado la primera semilla en su mente tras la batalla de Farsalia, pero desde entonces no había podido sacarle provecho. Le había preocupado que se hubiese marchitado y hubiese muerto, pero ahora observaba las primeras señales de crecimiento.

—Según los rumores, su dictadura será permanente. ¡También su derecho a la censura! Y, por si sus títulos fueran pocos, tendremos que llamarle «Padre de la Patria». Tampoco le basta con un sillón de marfil, ahora sólo sirve uno de oro —se burló Brutus—. Me lo debí imaginar cuando añadió el frontón y los pilares en la parte delantera de su casa. ¡Por Júpiter! Que su casa parezca un templo no lo convierte en dios. Tampoco crear una maldita escuela de sacerdotes en su nombre.

—¿Hombres como Marius, Sula y Pompeyo no fueron honrados de la misma forma? —preguntó Fabiola para tantear el nivel de enfado de Brutus.

El rostro de Brutus se retorció en una mueca de auténtico desprecio.

—¡No! —gritó—. ¡En comparación con César, fueron humildes! Todo esto se debe a los lameculos que ha nombrado senadores. «¡Saltad!», les dice César, y ellos responden: «¿Desde dónde?» Ya no respeta a nadie. Tras haber conseguido exceder todos los honores concedidos a un general, ni siquiera se levantó cuando fuimos a decírselo. Eso no está bien.

Fabiola se mostraba más que satisfecha. «Está verdaderamente descontento», pensó. La negativa de César de ponerse en pie cuando llegaron los senadores para rendirle honores excepcionales había ofendido a muchos. Como dictador, César estaba por encima de los dos cónsules. Por lo tanto, técnicamente no estaba obligado a levantarse; sin embargo, al no hacerlo, había mostrado desprecio hacia los senadores en general. Ésta era la segunda o tercera vez que Brutus había mencionado el incidente y, aunque Fabiola estaba tan nerviosa que tenía un nudo en el estómago, decidió actuar. Si no hacía algo enseguida, perdería la oportunidad. En los últimos días, César no dejaba de hablar de su esperada campaña a Partia. Aunque tardaría bastante tiempo en reunir un ejército compuesto por dieciséis legiones y diez mil soldados de caballería, los preparativos ya estaban en marcha.

—¿Recuerdas lo que te dije una vez? —preguntó con dulzura—. Después de Farsalia.

Brutus la miró con curiosidad.

—Roma ha de tener cuidado con César.

Abrió los ojos como platos cuando recordó.

—¿Por qué dijiste eso?

—Porque había ganado una batalla que nadie más podría haber ganado —rio Fabiola—. ¡No tenía ni idea! Ha ido mucho más lejos que eso, ¿no es cierto? Egipto, Asia Menor, África, Hispania. Ahora todos estos poderes excepcionales. ¿Dónde parará? ¿En las orillas del Tigris o del Éufrates?

—Dijiste: «César se coronará rey» —murmuró Brutus.

—Ya lo es, en todo excepto en el nombre —replicó Fabiola—. Ahora somos sus humildes súbditos.

La ira le sonrojó las mejillas y Fabiola supo que el dardo se había clavado en lo más hondo.

—Eres una mujer sabia —suspiró.

«No te imaginas mis razones —pensó Fabiola—. Debo agradecer a Mitra esa perspicacia.»

—¿Tú qué harías en esta situación?

Le miró con tranquilidad.

—Sólo se puede hacer una cosa. Liberar a Roma del tirano antes de que marche hacia Partia.

Hubo un largo silencio y Fabiola pensó que tal vez se había pasado de la raya. Pero ya había quemado las naves, así que intentó controlar su nerviosismo y esperó.

—¿Tirano? Nunca había pensado en él así —admitió Brutus—. Sin embargo, en eso se ha convertido. No es que podamos pedirle que se retire. César no es como Sula: vive para la guerra.

Poco a poco Fabiola empezó a albergar esperanzas.

Tras una pausa, Brutus volvió a hablar.

—No veo qué otra táctica seguir —dijo con dureza—. Además, hay que hacerlo en Roma. Nadie puede tocar a César en el seno de su ejército, y la campaña de Partia durará como mínimo tres años.

«Gracias, Mitra —pensó Fabiola exultante—. Lo he convencido.»

—Necesitaré ayuda. Ni que decir tiene que me daría miedo actuar solo —añadió.

—No tienes que demostrar tu valor a nadie —lo tranquilizó Fabiola.

Brutus le sonrió agradecido.

—Desgraciadamente, ya sé a quién tengo que acudir. Servio Galba y Lucio Básilo están por el momento descontentos. Consideran que no han sido tenidos en cuenta mientras todos los demás han sido recompensados por sus servicios a César. Cayo Trebonio también se ha quejado.

Fabiola se estremeció de emoción. Dos de los que había mencionado, Galba y Trebonio, habían sido legados del ejército de César durante la prolongada campaña de la Galia. Si estaban preparados para volverse contra su jefe, era muy probable que otros también lo estuviesen. Las siguientes palabras de Brutus se lo confirmaron.

—Mi primo Marco Junio Bruto también podría estar interesado. Y no digamos Cayo Longino.

Fabiola estaba entusiasmada.

—¿Le has hablado a Romulus de todo esto?

Fabiola abrió y cerró la boca.

—Sí… bueno… no —balbució.

Brutus frunció el ceño.

—¿Sí o no?

—Puede que se lo mencionase una vez, de pasada —masculló incapaz de devolverle la mirada.

—¿Y qué dijo? —preguntó mientras extendía la mano para sujetarla del brazo—. ¡Dímelo!

Fabiola le devolvió lentamente la mirada. Se amedrentó al ver sus ojos.

—No quiso saber nada —admitió.

—Tu propio hermano no quiere implicarse —repuso Brutus con tristeza—. Entonces tampoco puedo hacerlo yo. Especialmente después de todo lo que César ha hecho por mí.

—Le convenceré —se atrevió a decir Fabiola mintiendo como una bellaca—. Hay que pararle los pies a César. Se está convirtiendo en un monstruo. Sabes que es verdad.

Parecía que Brutus no la hubiese oído.

—Tiene que haber otra forma.

Fabiola sintió que la situación se le escapaba de las manos.

—Iré a ver a César —declaró—. Intentaré hacerle entrar en razón.

—¿Te has vuelto loco? —gritó Fabiola presa del pánico. No quería perder a Brutus por segunda vez—. Las veladas amenazas de César a Pontio Aquila duraron días. ¿Quién sabe cómo reaccionará contra la persona que le enojase ahora?

—Es verdad. —Brutus, pensativo, se pasó la mano por el corto cabello castaño—. Tengo que reflexionar sobre este asunto. Hacer una ofrenda en el templo de Marte para pedir consejo.

—No queda mucho tiempo —avisó Fabiola, frustrada por su indecisión—. Dice que se marchará de Roma inmediatamente después de los idus de marzo.

La expresión de Brutus se ensombreció ante su insistencia.

—Estamos hablando de asesinar a un hombre. No es algo que se pueda tomar a la ligera.

—Lo sé, amor mío —murmuró Fabiola de modo tranquilizador—. Por supuesto que tienes razón.

Para su alivio, se relajó.

Fabiola consideró la situación un momento. Se dio cuenta de que tenía suficientes nombres para continuar. Estaba eufórica. Mientras Brutus vacilaba, ella seguiría intentándolo. Invitaría al Lupanar a los nobles que Brutus había mencionado de uno en uno. Los convencería con los medios que fuesen necesarios.

Con el tiempo, Brutus se daría cuenta de que asesinar a César era la única opción.

Incluso aunque no fuese así, la información que se le había escapado era suficiente para que Fabiola actuase sola. Eso era lo que iba a hacer. Se trataba de una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar. Si no actuaba con premura, no se le presentaría otra igual en varios años.

Estaba preparada para no esperar más.

Fuese cual fuese el riesgo.

26 El plan

Poco más de tres meses después…

Colina Capitolina, Roma, primavera del 44 a. C.

Romulus miró a Tarquinius de reojo con intención de averiguar su estado de ánimo. Subían por la colina Capitolina, seguidos de Mattius, con intención de visitar el enorme templo de Júpiter. Los numerosos intentos del arúspice de leer el futuro en el Mitreo habían fracasado y los dos se sentían frustrados. Estaba a punto de producirse algo trascendental, repetía Tarquinius una y otra vez, pero no estaba seguro de qué se trataba. Hoy no iban a reparar en esfuerzos. Afectado todavía por su visión en Margiana, Romulus se negaba a plantearse la idea de probar de nuevo. Pero necesitaba saber muchas cosas y parecía que el tiempo se agotaba. Hacía poco que se había enterado de que un nutrido grupo de hombres se reunía con regularidad en el Lupanar y eso había levantado sus sospechas. Había encargado a Mattius que se sentase todos los días a las puertas del Lupanar y gracias a ello Romulus enseguida se enteró de que había muchos nobles implicados, incluidos políticos prominentes como Marco Bruto y Casio Longino. Resultaba revelador que el pihuelo no hubiese visto a Decimus Brutus, el amante de Fabiola, lo que indicaba que no era el único que tenía reservas. Saber esto todavía le enfadó más.

No había hablado cara a cara con Fabiola sobre este tema por dos razones. La primera era que probablemente ella no admitiría ninguna conspiración y la segunda, que no sabía si podía seguir confiando en ella. Si estaba decidida a materializar su plan, entonces Romulus no era más que un obstáculo en su camino. Los guardaespaldas originales de Fabiola habían sido reemplazados por unos hombres de aspecto brutal que parecían perfectamente capaces de matar al hermano de su señora. Ninguno se había mostrado mínimamente amable, ni siquiera cuando supieron quién era, por lo que llegó a la conclusión de que no era precisamente bienvenido en el Lupanar. A pesar de todo esto, se resistía a tomar el camino obvio y opuesto: traicionar a Fabiola y a los demás conspiradores. ¿Y si se equivocaba con respecto a ella?

Incluso si no se equivocaba, a Romulus le costaba asimilar la idea de ser separado para siempre de su único pariente vivo, pues ésa sería la suerte que correría Fabiola si la apresaban. Sin embargo, las consecuencias —el asesinato de César— eran igual de nefastas. No resultaba de mucha ayuda que por toda Roma circulasen rumores sobre los planes para asesinar al dictador. Unas veces era Marco Bruto, otras Dolabela, uno de los antiguos aliados de César. A veces incluso se había afirmado que era Marco Antonio, el seguidor más leal del dictador. Dividido por una indecisión poco habitual en él, Romulus tenía que saber si César estaba bajo una amenaza real y, en caso de que así fuera, qué debía hacer.

Además estaba el espinoso asunto de Fabiola. ¿Podría remendar su relación con ella? Por mucho que lo quisiese, Romulus no veía posible una reconciliación si su hermana planeaba asesinar a César. Ser consciente de esta realidad todavía reducía más sus vínculos con Roma, pero le hacía sentir más culpable que Hades. Tenía que haber una forma de recuperar la complicidad de la infancia, cuando sólo se tenían el uno al otro.

Los dioses eran los únicos que tenían la respuesta a este problema; ojalá pudiera convencerles de que la revelasen…

Romulus también deseaba saber si Brennus seguía vivo. No dejaba que esa emocionante idea se le subiese a la cabeza. Incluso si el galo había conseguido vencer al elefante herido, no había nada que indicase que no había muerto inmediatamente después. Cuando Romulus y Tarquinius habían huido, la Legión Olvidada se encontraba en una situación muy difícil luchando contra un ejército enemigo muy superior numéricamente, y su suerte, como la de Brennus, se desconocía. Pero desde Thapsus, Romulus no había dejado de preguntarse por la suerte del galo.

Las noticias que llegaban con regularidad a la ciudad avivaban su deseo de participar en la próxima campaña de César. Miles de soldados de caballería, reclutados de la Galia, Hispania y Germania, se congregaban en Brundisium, el punto de partida principal de los viajes hacia el este. Las legiones de César también se reunían y marchaban desde todos los puntos de la República hacia el sur de Italia o partían en barcos desde allí. Romulus sabía que podría volver a alistarse sin problemas en la Vigésima Octava. Tampoco sería muy difícil conseguirle un puesto a Tarquinius. Aunque era más mayor, el arúspice todavía estaba capacitado para luchar y sus conocimientos médicos igualaban, o superaban, a los de la mayoría de los médicos del ejército. No había habido una declaración directa sobre Partia, pero Romulus notaba una creciente agitación en el arúspice. Esto alimentaba su sensación de desarraigo.

Todo aquello hacía que el hecho de que Mitra no le mostrase el camino le resultase más frustrante todavía.

—Puede que Tinia sea más comunicativo —sugirió Tarquinius.

Sorprendido, Romulus sonrió.

—Júpiter, el mayor y mejor —repuso, utilizando el título más común para el dios más importante de Roma. Como etrusco, el arúspice utilizaba el nombre que su pueblo había dado a la deidad—. Esperemos que hoy esté de buen humor.

Poco después, llegaron al vasto complejo del templo que ocupaba la cima de la colina. Originalmente construido por los etruscos, se trataba del templo más importante de Roma. Los peregrinos llegaban de todas partes para venerar y rezar a Júpiter. Delante del templo de tejados dorados, una inmensa estatua de Júpiter que todo lo veía contemplaba protectora la ciudad situada a sus pies.

Romulus murmuró una oración, como hacía cuando era un muchacho. Su ruego diario había sido matar a Gemellus. Aunque no había materializado su deseo, sentía que, ayudado por Orcus, el dios había orquestado su último enfrentamiento con el cruel comerciante. Hoy su ruego era igual de urgente. ¿Qué debía hacer con respecto a Fabiola y a César? ¿Era buena idea viajar a Partia de nuevo? ¿No debería resolver primero los problemas con su hermana? Por el rabillo del ojo, Romulus vio cómo Tarquinius también murmuraba una petición.

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