Con inquietud, se dio cuenta de que estaba jugando con su propia hermana. Esperando a ver qué decía.
Fabiola lo obsequió con una espléndida sonrisa.
—Eres observador. Te agradezco que me hayas dejado espacio.
—¿Ya está todo bien?
Entonces pareció una gata que se hubiese acabado de comer la nata.
—Mejor que bien. Somos más felices que nunca. Además Brutus se ha quejado a César sobre el comportamiento de Marco Antonio. Le ha explicado lo que sucedió en el Lupanar.
—¿De veras? —Romulus se inclinó hacia delante, todo oídos—. ¿Qué dijo Marco Antonio?
—Lo negó todo, claro está. Dijo que Scaevola era un delincuente, un lobo solitario que actuaba sin autorización. —Fabiola hizo un mohín—. Aunque César decidió creer a Marco Antonio, no le renovó en el cargo de jefe de Caballería. Se ha hablado mucho de sus excesos con el alcohol.
—Pero en eso se ha quedado todo. Típico.
—Algo bueno ha salido de todo esto —replicó Fabiola—. Brutus tuvo una violenta discusión con Marco Antonio y a punto estuvieron de llegar a las manos. Al final, César tuvo que intervenir.
Romulus la miró fijamente, sin comprender.
—¿Y?
—Brutus está ofendido porque César no creyó su versión de lo ocurrido antes de que atacasen el burdel. Básicamente, César ha mostrado favoritismo hacia Marco Antonio, que ha cometido una afrenta. —Sonrió—. Eso ayudará a convencer a Brutus.
A Romulus le dio un vuelco el corazón. No iba a haber una charla tranquila sobre la infancia o sobre cómo habían sobrevivido hasta el presente.
—Para que piense como tú —dijo él con tristeza.
—Sí. —Ahora le tocaba a Fabiola inclinarse hacia delante, con aquellos ojos azules bailoteando en su cara—. Brutus aún no está convencido, pero lo conseguiré. Encontrará a los senadores y a los nobles que necesitamos. Muchos deben de estar descontentos y disgustados. César no ha hecho nada desde su regreso, además de infringir todas las leyes posibles.
Romulus, inquieto, miró por encima del hombro. Aquella conversación podía considerarse una traición.
—No te preocupes —le aconsejó Fabiola—. Brutus se ha marchado al Senado y todo el mundo sabe que me gusta que me dejen sola aquí. Puedes hablar sin miedo.
La despreocupada suposición de su hermana de que estaría de acuerdo con su plan le irritó sobremanera.
—¿De manera que todavía planeas asesinarlo? —susurró Romulus.
—Por supuesto. —Al percibir su reticencia, Fabiola frunció los labios—. ¿Me ayudarás?
—¿Cómo puedes estar segura de que es él? —gritó Romulus—. Nuestro…
—Ni se te ocurra pronunciar esa palabra —espetó—. César no es más que un monstruo que tiene que pagar por lo que ha hecho.
—Antes de asesinar a un hombre, necesitas pruebas concluyentes —replicó Romulus—. No una simple corazonada.
—Intentó violarme, Romulus.
La indecisión de Romulus cristalizó.
—Eso no quiere decir que hiciera lo mismo con nuestra madre.
Se miraron, los dos reacios a ceder.
—¿Esto es lo que hay? —exigió Fabiola al final—. ¿Regresas de entre los muertos y ni siquiera quieres vengar los agravios cometidos contra los de tu sangre?
Romulus, herido, se levantó.
—Aunque las insinuaciones de César te molestasen, no te hizo nada. Ésa no es razón suficiente para acabar con su vida. Encuentra pruebas de que violó a nuestra madre y seré todo tuyo —farfulló—. Pero no voy a matar a alguien que podría ser inocente. He tenido que hacerlo demasiadas veces.
—¿O sea que te crees que eres el único que ha sufrido? —gritó Fabiola—. ¿Crees que me he prostituido con todos los hombres de Roma para nada? Lo único que quería era averiguar dónde estabas y quién había violado a nuestra madre, y cada instante de esa vida me ha parecido detestable. Saber que César es el violador y tenerte de mi lado para que lo mates es, sin duda, mi recompensa.
Horrorizado por sus palabras, Romulus apartó la vista. Lo que él había pasado no tenía comparación con el calvario de su hermana. Sin embargo, se mantuvo en sus trece.
—César no tuvo la culpa de que te vendiesen al Lupanar —dijo al fin—. Fue Gemellus, y ha pagado con el mayor de los castigos. Olvídalo ya.
—Es César, Romulus, lo sé —le rogó—. Tiene que pagar por lo que hizo.
La cruda emoción en las palabras de Fabiola le hizo volver a mirar. Le sorprendió que llorase, incluso sollozaba. Instintivamente se acercó para consolarla y ella se arrojó a sus brazos.
—Venga, venga —dijo, mientras le daba con torpeza palmaditas en la espalda—. Todo irá bien.
Inmediatamente dejó de llorar, lo que despertó sus sospechas.
—Ayúdame —susurró.
Romulus apretó los dientes y la apartó.
—No, no puedo.
Las lágrimas que no había derramado brillaban en los ojos azules y duros de Fabiola.
—¿Por qué no? —preguntó.
—Ya te lo he dicho —repuso Romulus, sorprendido por su habilidad de cambiar de humor como el viento—. No tienes pruebas.
Intercambiaron otra mirada colérica.
Al cabo de unos momentos, Romulus apartó la vista.
—No quiero tener nada que ver con esto —aclaró—. Me marcho.
En ese instante Fabiola parecía desconsolada, como una niña perdida.
—No te vayas. Por favor.
Romulus se apartó de la mesa y, con formalidad, hizo una reverencia.
—Si me necesitas para algo que no sea esto, ya sabes dónde me alojo.
—Sí. —Le temblaba la voz, pero no intentó detenerle.
Había dado una docena de pasos cuando Fabiola volvió a hablar.
—No se lo dirás a nadie, ¿verdad?
Romulus se giró.
—¿Es eso lo que piensas de mí? ¿Que iré corriendo a chivárselo a César?
Fabiola palideció.
—No, claro que no.
—Entonces, ¿por qué me lo preguntas?
Ella no respondió.
Indignado, Romulus salió del patio.
Más de cinco meses después…
El Lupanar, primavera del 45 a. C.
Fabiola estaba sentada en la recepción mirando con cariño a Benignus mientras éste explicaba sus funciones al nuevo portero. A pesar de las terribles heridas que había sufrido en la lucha contra los hombres de Scaevola, había sobrevivido. Con infinidad de cicatrices nuevas y una cojera acentuada, había insistido en regresar al trabajo a las pocas semanas. La recuperación de Benignus se debió en gran medida a los conocimientos médicos de Tarquinius y a los últimos restos de polvo que quedaban en una bolsita de cuero y que el arúspice espolvoreó sobre las heridas más graves.
Mantar
, le llamó. Fabiola no tenía ni la menor idea de lo que contenían las partículas que olían a moho, pero siempre le estaría agradecida a Tarquinius por su eficacia. Sin ese polvo Benignus hubiese muerto. Y sin su intervención, hubiese muerto Romulus. Además, si el arúspice no hubiese avisado a Secundus y a Brutus del peligro que corría, puede que nunca hubiesen ido al Lupanar. Y, a su vez, eso significaba que tal vez nunca se hubiese reconciliado con su amante, posibilidad sobre la que Fabiola no se atrevía a pensar. Por todas estas razones, sentía un gran interés por Tarquinius.
En un principio pensó que su gran amistad con Romulus le ofrecería una forma de romper el hielo con su hermano. Tras la discusión en el jardín de la casa de Brutus, los hermanos no se habían visto. Fabiola se enfadó tanto por la negativa de Romulus a ayudarla, que no estaba preparada para dar el primer paso. Y como descubrió más tarde, él tampoco. Sin embargo, las visitas de Tarquinius para atender a Benignus permitieron que Fabiola viera al arúspice a diario. Entablaron largas conversaciones, durante las cuales escuchó gran parte de las vicisitudes de Romulus, que por supuesto no había tenido oportunidad de oír de sus labios. Aunque Fabiola había oído hablar de la tortuosa campaña parta y de los horrores de Carrhae, nunca los había escuchado de alguien que había estado al lado de Romulus. Lloró con la descripción de Tarquinius de la lluvia de flechas partas, de los legionarios acribillados con flechas y de su derrota bajo el sol abrasador del desierto, y escuchó horrorizada los detalles de la ejecución de Craso, la marcha de la Legión Olvidada hacia Margiana y sus calvarios contra los sogdianos, los escitas y los indios.
El relato del arúspice sobre la última batalla probablemente fue la revelación más sorprendente para Fabiola. Interrumpió a Tarquinius y le explicó cómo había entrado arrastrándose en el Mitreo subterráneo y había bebido el líquido alucinógeno contenido en un frasco. Extrañamente, se había transformado en un cuervo. Había sobrevolado una tierra desconocida y visto imágenes impactantes de Romulus. Después había visto un ejército romano en inferioridad numérica con respecto a la inmensa hueste con elefantes a la que se enfrentaba. La idea de que Mitra le había revelado que su hermano estaba vivo sólo para mostrarle la forma en que moriría le había resultado abrumadora y, enloquecida, se había arrojado contra una de esas bestias inmensas.
Cuando Fabiola mencionó este hecho, Tarquinius abrió la boca incrédulo.
—¿Has dicho un cuervo?
Fabiola asintió con la cabeza.
—Pero Secundus me despertó antes de que pudiese ver lo que sucedía.
—Vi un pájaro —murmuró el arúspice—. Y también a Romulus. Cayó del cielo como una piedra directo hacia el elefante que iba en cabeza. ¡Yo les dije que el elefante era una señal de los dioses!
A Fabiola se le puso la carne de gallina.
—Lo envió el mismísimo Mitra —susurró.
—Igual que mi visión en el Mitreo parto —caviló Tarquinius—. Creo que he tenido unas seis visiones así de claras en toda mi vida, la última fue en Margiana. Parece que he perdido mi capacidad. —Suspiró.
A pesar del pesimismo del arúspice, su relato despertó el interés de Fabiola. A diferencia de los charlatanes con los que se había topado a lo largo de su vida, tenía ante sí a un adivino con un verdadero don. Si conseguía que Tarquinius confiase en ella, quizá podría persuadirlo para que adivinase si su plan contra César tendría éxito. Pero no era tan sencillo. Antes de poner las cartas sobre la mesa de una forma tan atrevida, quería saber si podía confiar en Tarquinius. Puede que él albergase los mismos sentimientos con respecto a César que su hermano. Empezó por pedirle que hablase con Romulus, pero, para su desencanto, no quiso tener nada que ver con la disputa entre los dos. En realidad, se negó en redondo.
—Ya he hecho suficiente daño metiendo las narices en los asuntos de los demás —repuso—. Tu hermano y tú tenéis que solucionarlo solos, como adultos. —Debido a la negativa del arúspice, Fabiola decidió no confiarle sus intenciones.
Tampoco estaba preparada para arreglar la situación con su hermano mellizo. Por tozudez, quería que él diese el primer paso, y como no lo había dado, se sentía todavía más ofendida. Aunque sabía que probablemente él se sentía igual, Fabiola era incapaz de dar su brazo a torcer. Ella estaba en lo cierto cuando decía que César era el violador de su madre. Algún día Romulus lo vería igual, lo sabía. La negativa de Tarquinius a ayudarla tampoco la disuadió de su plan. Seguiría insistiendo tanto si tenía muestras de la aprobación divina como si no. Con o sin la ayuda de su hermano.
El principal avance de Fabiola había sido su reconciliación con Brutus. A pesar de lo alterada que estaba por el calvario que había sufrido y por la forma en que Romulus había tenido que marchar, se percató de la rapidez con que Brutus había llegado al Lupanar. Enseguida supo que era la ocasión perfecta para recuperar a su amante y para ello utilizó todas las armas de su considerable arsenal. Sollozando como una niña, le agradeció que hubiese venido en su ayuda. Después de su relación con Marco Antonio no se merecía otra cosa que su desprecio. Encantada por su magnanimidad, poco a poco adoptó una actitud más felina, diciéndole a Brutus lo orgullosa que estaba de él y cuánto había añorado su bondad y sus atenciones. Las suaves caricias en el pecho tuvieron una respuesta inmediata, dando a Fabiola el muy necesitado incentivo para continuar. Si tenía la bondad de aceptarla de nuevo, prometió, le prodigaría todas sus atenciones durante el resto de sus días.
La estratagema de Fabiola no era del todo fingida. Sentía un gran alivio por haberse librado de Marco Antonio y de Scaevola, su malévolo compinche, y era cierto que había añorado la agradable compañía de Brutus. No obstante, su principal objetivo era convencer a Brutus para que participase en su conspiración. Evidentemente, él desconocía sus intenciones y el humilde arrepentimiento y la ardiente sexualidad de Fabiola le habían convencido y había acabado dándole un prolongado abrazo. Esa noche ella utilizó todos los trucos habidos y por haber para conseguir que Brutus enloqueciera de pasión y copularon como conejos.
Fabiola mantuvo su táctica y se centró totalmente en él los días y las semanas siguientes. Después de las marchas triunfales de César y sin perspectivas inmediatas de batalla en otros lugares, Brutus se alegraba de poder descansar. Los años de conflictos en la Galia habían sido reemplazados por una guerra civil y, aunque no había luchado en todas las campañas, siempre había desempeñado funciones de alto nivel para César. Disfrutando de su mutua compañía como si de novios se tratase, pasaron unas vacaciones en la costa, fueron al teatro y al circo y recibieron a los amigos y aliados de Brutus. Fabiola se cuidó mucho de decir sólo cosas positivas sobre César. Su comportamiento impulsivo con Marco Antonio a punto había estado de provocar su ruina y necesitaba estar segura de la total devoción de Brutus una vez más, antes de plantearle un asunto tan incendiario. Cuando Brutus recibió la orden de trasladarse a Hispania, ella mantuvo la farsa, pues el momento adecuado se presentaría por sí solo.
Hasta entonces, aguardaría su oportunidad.
Por segunda vez, Romulus tomó el desvío que le llevaría hasta el Lupanar. Mattius corría de un lado a otro con impaciencia, pero tuvo la sensatez de no hablarle. No era quién para cuestionar las acciones de su benefactor. Sabía que tenía algo que ver con la hermana de Romulus, pero nada más. En realidad, al golfillo le daba igual. Tener a alguien tan parecido a un héroe a quien seguir y de quien aprender ya era suficiente para él. Después de las terribles amenazas de Romulus a su padre adoptivo, Mattius ya no tenía que preocuparse de pasar todo el tiempo fuera de casa. Su hermana tampoco tenía que vender su cuerpo preadolescente, y trabajaba vendiendo pan para un panadero local, un veterano con quien Romulus había contactado. A su madre, una mujer raquítica por la mala alimentación, la había instalado en una limpia
cenacula
de dos habitaciones con Mattius y su hermana. Su rostro, antes pálido y demacrado por dar prácticamente toda la comida a sus hijos, presentaba ahora un color más saludable. Romulus nunca se había visto como benefactor de los pobres —a fin de cuentas, había sido esclavo hasta hacía bien poco—, pero una vez que empezó a ayudar a Mattius, le pareció mal no hacer lo mismo por su familia. En muchos aspectos, no divergían mucho de él diez años atrás. Se alegraba de tener suficiente dinero para ayudar a aligerar su miseria, y además casi le hacía olvidar su dilema.