Pero no saca nada en claro. Aunque lo intenta. Bien: Paula va a ir a su casa, y eso está bien. Se van a quedar a solas cuatro días. Cuatro tardes. Ella y él. Como ha soñado tantas y tantas veces. Eso también está bien. Pero es para estudiar. Eso ya no está tan bien. ¿Podrá concentrarse? Si la chica acude a él para que le ayude a aprobar un examen, no puede fallarle. Por lo tanto, debe ser responsable y controlar tanto sus nervios como sus emociones por estar junto a ella. ¿Y qué hay de sus sentimientos?
Mario piensa entonces en lo que vio a la salida del instituto. Aquel beso. Recuerda también las flores que recibió Paula en clase. Todo eso le provoca una gran tristeza. Un abatimiento absoluto.
Pero, por otro lado, no sabe si la relación con aquel chico es algo serio o un simple cuelgue. ¿Y quién dice que Paula no se enamora de él durante esa semana?
No, eso es hacerse falsas ilusiones. ¿Cómo una chica como Paula iba a fijarse en alguien como él? Es imposible.
Mario vive en un carrusel continuo de sentimientos, sentimientos que van subiendo y bajando como los caballitos de ese carrusel. Cada minuto es una historia distinta y cada sensación un acontecimiento. El corazón le late muy deprisa y la cabeza le va a estallar.
¿Tiene motivos para ilusionarse? ¿Merece la pena seguir enamorado de Paula y no intentar olvidarla? Eso es engañarse a sí mismo. No puede olvidarla. No, no puede. Y, además, ¿cómo va a hacerlo si va a verla a solas cada día la próxima semana?
¡¿Por qué todo es tan difícil?!
Tumbado en la cama boca arriba, lanzando y cogiendo al vuelo una pequeña pelota de espuma, escucha cómo llaman a su habitación.
—¿Estás visible? —pregunta su hermana tras golpear con los nudillos la puerta.
—Pasa —contesta Mario sin mucho entusiasmo.
Miriam entra en el dormitorio. Lleva una mochila colgada en la espalda y no va vestida de sábado por la noche.
—Me voy. Pasaré la noche fuera.
Mario se incorpora y mira con extrañeza a su hermana.
—¿A dónde vas?
—Pues hemos quedado todas en casa de Paula. Dormiremos allí. No vamos a salir, pero a cambio tendremos una noche de chicas: cotilleos, dulces, película romántica y todas esas cosas.
¿En casa de Paula? Daría lo que fuera por pasar una noche así al lado de ella.
—¡Qué peligro tenéis! No iría a una de esas fiestas de pijama con vosotras ni aunque me pagarais —miente.
—Ya quisieras tú que te invitáramos, aunque solo fuera diez minutos. Si vieras el modelito de pijama de Diana…
—No me interesa Diana.
—Mario, aunque seas mi hermano, sigues siendo un tío —dice con una gran sonrisa de oreja a oreja—. Me voy, que se me hace tarde. No me eches mucho de menos.
—Descuida. Pasadlo bien.
—Lo haremos.
Y, sin dejar de sonreír, la hermana mayor sale de la habitación.
Mario vuelve a tumbarse. Recupera la pelota de espuma y vuelve a lanzarla hacia el techo del cuarto. Está pensativo. Se pregunta si su nombre saldrá en aquella reunión de adolescentes adictas al helado de macadamia y a la crónica en rosa. Quién sabe…
Ese mismo día de marzo, por la noche, en un lugar alejado de la ciudad.
Tiene los labios pegados a la boquilla del saxofón. Su pecho se infla y desinfla en el esfuerzo por hacer sonar aquel mágico instrumento. La melodía del saxo es melancólica, embrujadora. Seductora.
Álex se deja llevar por la música que él mismo regala. Cada nota hoy está inspirada en Paula porque, aunque lo intenta, no puede dejar de pensar en ella. No entiende cómo ha llegado a eso, pero no puede negar la evidencia, aunque es posible que esta historia le acarree problemas.
La noche cae y la música continúa. Álex está tan ensimismado que no se entera de que alguien ha entrado en la casa.
Esa persona oye el sonido del saxo. El chico sigue sin saber que ya no está solo. Unos pasos avanzan por el estrecho pasillo hasta llegar a la escalera. La trampilla se abre y la música cesa. Ante Álex aparece una bonita chica morena de pelo ondulado:
—Sigue, sigue. No pares por mí. Me encanta escucharte.
Vuelve a colocar sus labios en el saxo y la música continúa en la noche.
Cuando termina, la recién llegada aplaude esbozando una picara sonrisa.
—Sigues haciéndolo todo igual de bien, hermanito.
—Has llegado antes de lo que esperaba. ¿No me dijiste que vendrías el lunes?
—Sí, pero decidí adelantar mis planes un par de días y disfrutar del fin de semana aquí. Además, me aburro en casa. Por cierto, no deberías dejar la puerta sin cerrar con llave…
—Estamos lejos de la ciudad. Por aquí no hay mucha gente.
—Ahora estoy yo.
Álex tuerce el labio y baja la mirada con cierta disconformidad ante la observación.
—¿Tienes las maletas en el coche?
—Sí. ¿Bajamos?
El joven asiente sin decir nada. Le resulta incómoda la presencia de Irene. Aún se pregunta cómo ha acopiado que se instale con él hasta junio, lo que significa decir adiós a su deseada soledad. Pero ¿cómo se podía negar?
—¿Cómo está tu madre? —pregunta mientras caminan en busca del equipaje.
—También es la tuya —le recuerda Irene.
—Solo legalmente.
La madre biológica de Álex falleció cuando él todavía era un niño y su padre se casó después con la madre de Irene, hacía ya diez años. Los cuatro habían vivido juntos hasta la muerte del padre del chico. La relación entre madrastra e hijastro no había sido buena desde el comienzo. Por eso Álex no dudó en buscarse la vida por su cuenta en cuanto su padre falleció. Con respecto a Irene, nunca quedó demasiado claro qué tipo de sentimientos poseía hacia su hermanastro. Incluso cuando vivían juntos, sus amigos bromeaban con que aquella relación se parecía a la de Sarah Michelle Gellar y Ryan Phillippe en
Crueles intenciones
.
—Pues mamá está bien —añade Irene—. Pero no tiene ningún tipo de estabilidad emocional: es tan inmadura… O quizá es que quiere representar el papel de una mujer más joven de lo que realmente es. Le asustan los años. Te manda recuerdos.
Mientras Irene habla, llegan al coche. Varias bolsas de mano y cinco maletas, tres de ellas de gran tamaño, inundan el maletero y la parte de atrás del Ford Focus negro. Álex traga saliva.
—No te has dejado nada en casa, por lo que veo —suspira.
—¡Qué dices! Solo he traído la mitad… —contesta la chica sorprendida—. Voy a estar tres meses aquí y necesito sentirme cómoda con mis cosas, ¿no?
Álex casi no oye lo que su hermanastra le está diciendo. Coge una de las maletas, la más pesada, y entra en la casa. Irene le sigue cargando con la más pequeña.
—Tenía que habérmelas comprado con ruedas —señala la chica.
—Hubiera sido un detalle —añade él resoplando. La joven sonríe maliciosa viendo el esfuerzo de Álex.
Cuando hace unas semanas se le presentó la posibilidad de realizar un curso en la ciudad sobre Liderazgo Estratégico, no dudó en llamar a su hermanastro y solicitar acomodo en su casa para el tiempo que las clases duraran. Sabía que no se negaría. El curso le abría una interesante oportunidad laboral dentro de su empresa y, además, era una ocasión inmejorable de estar cerca de él. Como en el pasado. Seguía tan guapo como siempre. Le encantaba su sonrisa, aunque con ella delante se produjera a cuentagotas.
No siempre había sido así. Siendo adolescentes estaban más unidos, y hasta se habían permitido cierto flirteo. Pero, conforme iban creciendo, Álex comenzó a volverse más arisco y distante con ella. En ocasiones se palpaba una fuerte tensión entre ambos, derivada del hecho de que dos chicos jóvenes y suficientemente atractivos el uno para el otro vivieran bajo el mismo techo. Eran hermanastros, pero no familiares de la misma sangre. Las especulaciones que la gente hacía sobre ellos divertían a Irene y molestaban a Álex. Era complicado convivir con rumores de todo tipo.
—Un esfuerzo más, que ya es la última —anima burlona la chica, que camina al lado de su hermanastro.
La mirada de Álex fulmina a Irene. Le ha tocado llevar las cuatro maletas más pesadas mientras ella se ha encargado de las bolsas y un neceser. Por fin concluyen con la pesada tarea.
La chica, haciéndose ver derrotada por el cansancio, se deja caer en un sillón. Sin embargo, no tarda en darse cuenta de que se ha sentado encima de algo. Es uno de los cuadernillos de
Tras la pared
. Lo ojea con curiosidad.
—¿Lo has escrito tú? —le pregunta a Álex, que todavía no se había percatado del descubrimiento de su hermanastra.
—Sí —contesta con cierta vergüenza.
—¿Puedo leerlo?
—Ya lo estás haciendo… —señala el joven, visiblemente azorado.
Sin embargo, la joven cierra la carpeta y sonríe.
—Pero ahora no. Antes de irme a la cama, porque tengo cama, ¿no?
—Tienes cama.
—Bien. Si no, estaba dispuesta a compartirla contigo, como buenos hermanos.
—Irene…
—Era una broma, hombre… —concluye sonriendo la chica, mientras se levanta del sillón—. Me voy a dar una ducha.
—Ahora te doy toallas limpias.
—Gracias, hermanito. —Y, caminando graciosamente, desaparece.
Álex se levanta también para ir por las toallas, pero en su mente no cesa la idea de que van a ser unos meses muy largos.
Adorada y perdida soledad.
Esa noche, ese día de marzo, en la ciudad.
Cuatro adolescentes están sentadas sobre una manta rosa que cubre la única cama de la habitación. Dos sacos de dormir están siendo rifados en esos momentos.
—Pero si a mí me da lo mismo dormir en un saco que en la cama… —insiste Paula.
—No, no y no. Aquí, vamos a jugárnosla entre las tres a ver quién duerme en la cama contigo y quién en el suelo. Tu cama es tu cama.
Las palabras de Diana hacen suspirar a la anfitriona, que finalmente se da por vencida.
—Cris, tú que eres la más inocente de nosotras, o eso nos haces creer, lanza los dados. Con el número que salga, sorteamos contando a partir de mí a quién le tocará el placer de compartir edredón con la señorita García.
—¡Cómo te gustan estos numeritos, Diana…! —protesta Miriam sin demasiado entusiasmo.
Cristina coge el cubilete, introduce los dados y los lanza encima de la manta rosa. Un tres y un cuatro.
—Siete.
—Bien, cariño. No sé como suspendes tantos exámenes de Mates… —bromea Miriam.
—¡Graciosa…! —contesta la chica alzando su dedo corazón—. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y… siete. ¡Me tocó! —exclama victoriosa Diana—. Pues nada: perdedoras, a vuestros aposentos.
Cris y Miriam intentan dar una colleja a la vencedora, que con habilidad se escabulle entre las sábanas.
Vuela alguna almohada que otra. Incluso alguna se golpea contra la pared del dormitorio. Se oyen varios lamentos simulados y algún que otro insulto. Jadeantes y agotadas, deciden concluir la batalla. La guerra de los pijamas llega a su fin.
Tras peinarse un poco y estar seguras de que todo está en su sitio, cada una ocupa el lugar designado por el azar de los dados.
Durante la noche no han hablado demasiado. Película romántica, una, pizza hawaiana, helado de nueces de macadamia, bromas infantiles y cariñosos insultos… Sin embargo, queda algo por tratar: el tema estrella de la velada como último punto del día.
—Bueno, Paulita, cuéntanos, que nos tienes en ascuas. Con tu ángel de la guarda, ¿qué tal? ¿Te ha enseñado ya sus alas?
Las chicas de los sacos de dormir sonríen al escuchar a Diana. Ninguna ha sacado todavía la cuestión, pero todas se mueren por saber más.
—¿Qué alas? Se te va mucho la cabeza a ti.
—Vamos, cuéntanos como fue la cita de ayer. ¿Y qué ha papado hoy? Somos tus amigas, las Sugus. Y si alguien se come al Sugus de pina, el resto tiene que saberlo, ¿no?
Paula sí acierta con la mano en la nuca de su amiga, acostada a su lado. No sabe por dónde empezar ni está segura de querer contarles todo. Piensa en Ángel, en que se va el día y no han hablado. El no ha sido capaz de llamarla de nuevo. Y ella, por cabezonería, tampoco lo ha hecho. ¡Quién iba a decirlo, después de todo lo extraordinario del día anterior…!: las flores, la habitación del grito, la piscina, el helado, los besos… También piensa en Álex y las horas tan especiales que ha vivido junto a él, con todo ese juego de los cuadernos. Casi estampan sus labios el uno con el otro. ¿Qué hubiera pasado entonces?
—Pues…, veréis…, la verdad es que… A Paula se le enrojecen los ojos. De repente siente una gran angustia dentro.
—¡Oh, oh…! —susurra preocupada Miriam que, con un rápido movimiento, se sienta sobre su saco—. ¿Qué ha pasado? ¿Os habéis peleado?
Las otras dos amigas también se incorporan.
—No lo sé.
Diana abraza a su amiga por la espalda.
—Cuéntanos qué ha pasado, anda —le dice mientras le aparta el pelo de la cara.
Finalmente, Paula se decide. Durante quince minutos explica a sus amigas todo lo que le ha pasado. Estas apenas la interrumpen y la escuchan atentamente. Un gran suspiro acompaña al final de la historia.
Por unos instantes, las cuatro guardan silencio, hasta que Diana decide intervenir.
—Así que no solo pillas al tío bueno periodista sino que quedas con un tío que conoces en una cafetería que también está bueno y es escritor… ¿Me podéis decir por qué yo no encuentro nada así? ¿Qué tiene ella que no tenga yo?
—Es más guapa —señala rápidamente Cris.
—Tiene mejor culo —dice Miriam.
—Es más sociable —añade Cristina.
—Más pecho, saca mejores notas…
—¡Vale, vale…!¡Ha quedado claro! —grita Diana, sonrojada—. Se trata de ayudar a Paula, no de que me hundáis a mí. Voy a tener que ir a buscar más helado.
Las dos chicas del suelo ríen ante la reacción de Diana. Paula se da cuenta de que, sin querer, también está sonriendo.
—Y entonces, ¿qué vas a hacer? —pregunta Cris.
Paula se toca el pelo. Lo peina nerviosa con las manos echándolo hacia atrás.
—No lo sé.
—Lo primero que tienes que hacer es arreglar las cosas con Ángel. Menudo par de cabezotas estáis hechos… —protesta Miriam.
Cristina asiente con la cabeza a la propuesta de su amiga.
—¡Vamos a llamarlo! —dice Diana, que de improviso se pone de pie sobre la cama y a saltos intenta llegar hasta el móvil de Paula.
—¡No! ¡Ahora, no! ¡Es muy tarde!