Canciones para Paula (36 page)

Read Canciones para Paula Online

Authors: Blue Jeans

Tags: #GusiX, Infantil y Juvenil, Romántico

BOOK: Canciones para Paula
9.22Mb size Format: txt, pdf, ePub

Nostálgica, repasa esos pequeños momentos madre-hija, cuando se contaban todo. Ahora, está a punto de cumplir los diecisiete y no es que la considere una completa desconocida, pero sabe que se está alejando, que ya no cuenta con ella para la mayoría de las nuevas experiencias.

—Mamá, ¿te pasa algo? —Erica nota que su madre se ha puesto seria de pronto—. Si quieres me puedes llamar pequeñaja. No importa. De verdad.

Mercedes la mira y vuelve a sonreír. Agarra con fuerza a la niña y le da dos besos en la frente. Sí, aún queda bastante para que la pequeña rubita siga los pasos de su hermana mayor.

—Hola, cariño. ¿Qué tal la mañana? —le pregunta su marido, que pone a Erica en el suelo y besa a su mujer en la mejilla.

—Bueno, bien.

Paco la conoce. Sabe que hay algo que le preocupa.

—Vamos, ¿qué pasa? ¿Ha habido algún problema?

—No…

Erica mira a sus padres, ensimismada. No entiende de qué hablan. Su rostro va de uno a otro como si estuviera viendo un partido de tenis. Paco se da cuenta de que la niña sigue allí.

—Princesa, ¿por qué no vas a lavarte las manos y la cara? Pronto comeremos —le indica dulcemente.

La niña quiere saber de lo que están hablando sus padres, pero está muerta de hambre, así que, cuanto antes obedezca, antes comerá. Asiente varias veces con la cabeza, moviéndola muy deprisa y sube a toda velocidad al piso de arriba. Cuando ha desaparecido, Paco vuelve a insistirle a su mujer.

—Solos. Ya puedes contármelo.

—Es por Paula.

—¿Paula? ¿Le ha pasado algo?

Mercedes entonces recuerda aquel anuncio de hace unos años de Coca Cola. En él, una hija hablaba con su madre por teléfono explicándole que se iba a quedar en la biblioteca a estudiar un examen muy difícil y que no la esperaran. Entonces, después de colgar, cuando el marido le preguntaba que qué ocurría, ella le contestaba que la niña se había enamorado. Eso es exactamente lo que piensa de Paula

—No viene a comer.

—¿Otra vez?

—Otra vez.

—¿Y cuál ha sido la excusa esta vez?

—Que tiene que estudiar. Se quedará en el instituto a comer y luego irá a la biblioteca.

—¿Te lo has creído?

—Sinceramente, no sé qué pensar.

—Yo creo que sí lo sabes.

Mercedes suspira. La táctica de dejar que su hija tomara sus propias decisiones sin preguntar por lo que hacía no está dando resultado. Sigue sin contarles nada.

—Pues pienso que hay un chico.

Paco se deja caer en el sillón del salón y cruza los brazos.

—Tenemos que hablar con ella.

—¿Otra vez? ¿Y qué se supone que tenemos que decirle?

—Que somos sus padres y tenemos derecho a saber si somos suegros.

Mercedes no puede evitar soltar una carcajada al oír a su marido.

—¿Qué? No he dicho nada gracioso —señala, algo molesto.

La mujer se sienta en las rodillas de su marido y le besa en los labios. Enseguida, al hombre se le pasa el pequeño enfado.

—Suegro cascarrabias.

—No soy cascarrabias.

—Cariño, nos hacemos mayores. Y nuestras hijas también.

Los dos permanecen callados unos segundos pensando en el pasado. No hace tanto que no tenían que preocuparse por la vida de Paula. Pero ya no es una niña.

¡Suegros! Suena fatal, a personas mayores. Ambos se resignan, abrazados en el sillón del salón.

—Está bien. Tenemos que hablar de nuevo con la niña y ser más claros y directos. Si soy suegra, quiero saberlo.

—¡Esa es la actitud! Hablaremos con ella.

Y mientras Paco y Mercedes se arman de valor para una nueva charla padres-hija, en un lugar alejado de la ciudad, su Paula también se dispone a contarle algo a Ángel que requiere mucha valentía.

Capítulo 43

Esa tarde de marzo, en un lugar de la ciudad.

Las mesas de la terraza de El Meridiano de Sullivan están llenas. Los veintitrés grados que marca el termómetro favorecen que los clientes prefieran sentarse al aire libre antes que en el comedor interior.

También Alex y el señor Mendizábal han elegido esta opción. En agradecimiento por las fotocopias gratis de los cuadernillos, el joven ha logrado convencerle para invitarle a comer. Hoy las clases de saxofón comenzarán un poco antes, aprovechando la ocasión.

—No tenías que haberte molestado, Alex —señala el hombre mientras pincha una patata frita de su plato.

—Le repito, Agustín, que no es ninguna molestia. Es lo menos que podía hacer después de lo que usted ha hecho por mí.

—¡Pero si no he hecho nada!

—Setenta juegos de fotocopias de diez hojas por ambas caras son muchos euros, Agustín.

—¡Venga ya! Más te va a costar mi solomillo —dice mientras suelta una carcajada.

Alex contempla cómo el hombre se mete en la boca un trozo enorme de carne. Quizá demasiado trabajo para su maltrecha dentadura. El chico ha preferido una dorada a la sal.

Una agradable brisa intermitente refrigera el sonrosado rostro de Agustín Mendizábal, a quien el vino tinto comienza a pasarle factura.

—Pues cuando usted pueda y tenga tiempo, me prepara otros cuarenta juegos de lo mismo. Pero esta vez pagaré. O iré a otra reprografía.

El hombre deja a medio camino el tenedor lleno entre el plato y su boca. Mira amenazante un instante a su acompañante, pero enseguida se encoge de hombros y con apetito voraz engulle el trozo de carne.

—Como quieras.

En ese momento, el teléfono de Alex suena. Lo saca del bolsillo y suspira profundamente cuando ve que es Irene quien le llama. Decide no contestar, pero la chica insiste con una segunda llamada.

—¿No contestas? —pregunta el señor Mendizábal mientras Vuelve a llenarse la copa de vino.

Por fin, el joven se da por vencido y responde. ¿Qué querrá ahora?

—Dime, Irene —dice con sequedad.

—Que poco simpático eres —protesta ella.

—¿Para qué me has llamado?

—Hola, ¿eh?

—Hola, Irene.

—Así está mucho mejor.

—Estoy comiendo con… un amigo, no puedo hablar ahora. ¡¿Es para algo importante?

—Ya sé que estás comiendo. ¿Qué es?: ¿dorada? ¿Lenguado?

—¿Perdona?

Álex mira a izquierda y a derecha desconcertado. Agustín Mendizábal lo observa divertido. Cada vez su rostro está más rojo.

—Que si lo que estás comiendo es una dorada o un lenguado. ¡Aunque yo apostaría por lo primero.

—Pues sí, es una dorada. ¿Se puede saber cómo demonios lo has adivinado?

—Estoy aparcada justo delante de vosotros.

Alex mira hacia su derecha. Allí la ve sentada en el asiento del conductor del Ford Focus negro, saludando alegremente con una mano y con la otra agarrando el móvil que tiene pegado a la oreja.

—¿Pero cómo…?

Lo siguiente que Álex oye son los pitidos al otro lado de la línea. Ha colgado. Irene se baja del coche y, sonriente, se acerca a la mesa en la que comen su hermanastro y el señor Mendizábal.

—¡Hola! ¿Puedo acompañaros? —pregunta cuando llega hasta ellos.

Agustín Mendizábal no da crédito. Boquiabierto, examina de arriba abajo a la recién llegada. Impresionante. ¡Será cosa del vino!

—¿Qué haces aquí? —interviene molesto Álex.

—Tengo un par de horas libres y mucha hambre. ¿Se come bien en este sitio?

—¡Estupendamente! —grita el señor Mendizábal, aponiéndose de pie torpemente—. Álex, ¿no me presentas a tu amiga?

El joven resopla malhumorado. En fin, no puede hacer nada:

—Se llama Irene. Es mi hermanastra —señala sin ningún entusiasmo—. Irene, este es un amigo, Agustín Mendizábal.

—Encantada, Agustín —dice y le da dos besos. Tiene las mejillas hirviendo.

—El placer es mío, jovencita.

El hombre se coloca a su lado y retira la silla para que se siente.

—Muchas gracias. Eres muy amable, Agustín. ¿Puedo tutearte?

—¡Claro! —exclama, satisfecho y henchido de orgullo. Luego regresa a su silla.

Alex se lleva las manos a los ojos, los cierra y se los frota con fuerza ¡Menuda comida le espera! Irene coge la botella de vino tinto y examina atentamente la etiqueta.

—Parece muy bueno. ¿Puedo servirme una copa?

—Claro que puedes. Es un vino excelente —indica Agustín, que se ha olvidado de la presencia de Álex y solo tiene ojos para la muchacha.

—Pero no tengo vaso.

—No hay problema, enseguida lo soluciono. —El hombre echa un vistazo a su alrededor hasta que divisa a uno de los camareros—. ¡Perdone! ¡Perdone!

El camarero oye los gritos del señor Mendizábal y, tras dejar un par de platos en una de las mesas de la terraza, acude raudo hasta ellos.

—Dígame, señor.

—Traiga un vaso para la señorita… y otra botella de vino.

Álex resopla no demasiado conforme. Irene, por el contrario, está de acuerdo con el pedido del hombre.

—¿Desea algo para comer? —pregunta el camarero, que ya Ha anotado en su libretita la botella de tinto.

—Sí. Con este vino, lo mejor sería una buena carne. Pero prefiero algo más ligero. Lenguado a la plancha, por favor.

El camarero lo apunta y se aleja veloz. Enseguida aparece de nuevo con la copa para Irene y otra botella de la misma marca.

—¿Cómo nos has encontrado? —inquiere Álex, que llevaba unos minutos en silencio.

La chica observa cómo Agustín Mendizábal le llena la copa hasta arriba. Por supuesto, no le va a decir a su hermanastro las técnicas de espionaje e investigación que ha utilizado.

—Supongo que he tenido suerte —concluye después de meditar unos segundos la respuesta.

—¡Bendita fortuna! ¡Brindemos por ella!

Agustín e Irene chocan sus copas. Álex agacha la cabeza y se lleva a la boca un trozo de dorada. No le está haciendo ninguna gracia aquella comida. Y para colmo, el que paga es él.

El lenguado no tarda en llegar. La chica se coloca su servilleta en el regazo y empieza a comer.

La reunión transcurre entre risas, piropos y pequeñas anécdotas que el señor Mendizábal, cada vez más embriagado por el vino, cuenta a Irene. Álex escucha en silencio y apenas dice nada. Constantemente consulta su reloj. Está deseoso de que aquello termine.

—¿Me perdonáis un momento? Voy a lavarme las manos —señala la chica tras terminar de comer.

Amaga con levantarse, pero antes coloca la servilleta sobre la mesa, junto a su hermanastro, que le dedica una mirada aviesa. La chica sonríe y recupera la servilleta para sacudirse unas migas que han caído en su pantalón. Luego se levanta y a paso ligero se aleja de sus acompañantes. Nadie parece haber notado nada, como siempre ocurre.

—¡No tardes en volver! Que tengo que contarte aquella vez en que…

Las últimas palabras del señor Mendizábal son interrumpidas por una inoportuna y escandalosa tos.

De todas maneras, Irene ya no le presta atención. Lleva media hora soportando las aventuras de aquel viejo carcamal, que encima está medio borracho. Pero el numerito ha merecido la pena. No imaginaba que le resultaría tan sencillo hacerse con el móvil de Alex. Esta mañana, mientras desayunaba, observó cómo su hermanastro dejaba el

teléfono sobre la mesa. Tal vez durante la comida pasara igual. Sin embargo, cuando lo observaba desde el coche no veía el aparato por ninguna parte. Quizá tendría que esperar otra oportunidad. Pero se le ocurrió algo. Si lo llamaba, tal vez lo sacara y ya no lo guardara. Y así fue. Tras el desconcierto por su presencia, el chico ya no lo había vuelto a meter en el pantalón. A partir de ahí, solo era cuestión de tiempo. Nada mejor que el viejo truco de la servilleta, que ya ha utilizado algunas veces. Es sorprendente cómo nadie se da cuenta de la treta. Solo consiste en colocar disimuladamente la servilleta sobre el objeto que tiene que desaparecer. Luego, cogerla otra vez, ya con el objeto debajo, hacer que se limpia bajo la mesa y, en ese momento, aprovechar para meter el objeto entre la camiseta y el pantalón. Fácil. Demasiado para ella, acostumbrada a gastar bromas a sus amigos de este tipo y de quitarle dinero a su madre cuando la ocasión es propicia.

Tiene suerte, el baño de chicas está vacío. Si no, se hubiera metido en el de chicos. Tampoco ese es un problema para ella.

Rápidamente entra.

Debe darse prisa, antes de que Alex eche en falta su teléfono. Abre el archivo de mensajes. Primero los recibidos. Paula, Paula…

Solo hay dos. Los lee deprisa. Luego va a los enviados. Otros los. También los lee. No parece que haya nada entre ambos. Por lo que se ve, se acaban de conocer, pero se nota cierta química. No puede evitar un halo de fastidio.

Saca un bolígrafo y un pequeño papel del bolso y anota el húmero de Paula. En un futuro, a lo mejor puede servirle.

Mira su reloj. No ha tardado ni tres minutos.

Sale del cuarto de baño y se dirige a la mesa. Alex y el señor Mendizábal están comentando algo. Agustín, en cuanto la ve, ignora al joven y se incorpora para repetir la galantería de la silla. El efecto del alcohol le hace tambalearse y tiene que sujetarse a la mesa para no acabar en el suelo.

—¡Cariño! ¡Ya te echábamos de menos! —grita el hombre.

Irene esboza una sonrisilla. No se han dado cuenta de nada. ¡Pero aún tiene que hacer algo más.

Antes de sentarse en su silla, se agacha simulando que recoge algo del suelo. Luego se levanta y mira a su hermanastro.

—Toma, despistado. Anda que, si no es por mí…

La chica coloca el móvil de Álex en la mesa ante la sorpresa de este.

¿Cuándo se le ha caído? Si no ha escuchado nada… No entiende cómo ha terminado en el suelo.

Irene está satisfecha. No espera demasiado para despedirse de su hermanastro y de aquel tipo insoportable. La suerte le ha acompañado. ¿Suerte? No. Ella es realmente buena y siempre consigue lo que quiere. Eso piensa mientras camina hasta el coche moviendo sus caderas de manera insinuante.

Capítulo 44

Esa tarde de marzo, en un lugar alejado de la ciudad.

Una ardilla de cola roja examina inquieta si puede cruzar al otro lado de la calle. Finalmente, se decide y, a toda prisa, atraviesa el campo hasta trepar a la copa de una joven acacia.

Paula y Ángel la observan divertidos. Están en el césped, bajo las ramas de un roble que les da sombra. Ella, sentada entre las piernas de él, rodeada por sus brazos. Caricias. Besos. Roces. Solo el cielo, completamente azul, es testigo de su amor.

Other books

The Exchange Part 1 by N. Isabelle Blanco
A Pride of Lions by Isobel Chace
Deadweather and Sunrise by Geoff Rodkey
Red Baker by Ward, Robert
Broken by David H. Burton
The Donut Diaries by Dermot Milligan