Sin embargo, aquellos correos le han dado fuerza y moral. Sí. Hará más copias y volverá a ponerse en manos del destino.
Esa misma mañana de marzo, en otro lugar de la ciudad.
Tiene calor. Y, aunque en esos días no esté haciendo el frío de otros años a esas alturas, en esta aula la temperatura es demasiado alta. Exagerada. Mejillas sonrosadas y alguna frente brillante. Quizá el profesor ha ordenado que pongan la calefacción para que sus alumnas vayan lo más ligeras de ropa posible. Ese no es problema para Irene, que sin ningún reparo se quita el jersey.
En la maniobra, la camiseta que lleva debajo se le sube por encima del ombligo, que queda al descubierto. Ojos buscones no pierden detalle del acontecimiento, que dura tres intensos segundos, hasta que todo vuelve a su sitio. La chica deja la prenda de algodón en el respaldo de la silla y se coloca bien la coleta que se ha hecho para estar más cómoda. Su camiseta a rayas verticales fucsia y azules, ajustada perfectamente a su exuberante y distinguido busto, no pasa inadvertida para nadie, y aún menos para el profesor, que centra todas sus explicaciones en ella.
A Irene le complace ese juego. Lleva mucho tiempo siendo el centro de atención allá donde va. Nunca le ha importado que la miren. Al contrario, se siente satisfecha.
Si recordara la cantidad de proposiciones que ha tenido, decentes e indecentes, no existiría espacio en su memoria para nada más. ¡Los hombres son tan simples!: desde que cumplen trece años y hasta que se mueren solo piensan en una cosa. Ella lo sabe y no va a desaprovechar lo que la naturaleza y, por qué no decirlo, los días de gimnasio y de pasar hambre le han proporcionado. Nadie se ha resistido a sus encantos. Nadie… excepto su hermanastro.
La chica no presta atención a lo que el profesor está anotando en la pizarra. Cruza las piernas, hoy cubiertas por un ceñido vaquero celeste, bajo la mesa. Sonríe y asiente cuando le preguntan:
—¿Lo ha entendido, señorita Ruiz?
—Sí. Claramente, profesor.
Así hasta cuatro veces en una hora. En realidad, Irene no sabe ni de lo que están hablando. Le aburre el tono con que explica las cosas. Pero todo sea por contentar a aquel buen hombre que ya ha anunciado varias veces que los apuntes tomados en clase serán la base del curso. Tampoco eso es problema para ella. Seguro que algún alma caritativa se los presta amablemente para fotocopiarlos a cambio de una cena.
Ahora tiene cosas más interesantes en las que pensar. Debe descubrir quién es esa Paula. Sin duda, su hermanastro está enamorado de ella. Y eso no es bueno, nada bueno. Para llegar al corazón de Álex, los sentimientos por esa chica tienen desaparecer y, una vez que concluyan, lo tendrá mucho más sencillo. Incluso puede aprovecharse de la debilidad que siempre se produce tras un fracaso amoroso.
Mientras tanto irá construyendo la base de su relación con él para, cuando llegue el momento adecuado, dar el paso definitivo. Pero ¿cómo puede conseguir llegar hasta Paula?
—Señorita Ruiz, ¿lo ha entendido?
—Está todo muy claro, profesor.
La respuesta es Álex. Para llegar a Paula, el camino es él. No hay más remedio entonces. Le tocará ejercer de policía y de ladrón. Será divertido.
Ese mismo día de marzo, en un lugar alejado de la ciudad.
Famosos, cantantes, actores, deportistas y hasta algún célebre cocinero: todos reunidos en pos de una buena causa.
Paula disfruta como una niña pequeña con zapatos nuevos. Cámara en mano, pide a unos y otros que miren al objetivo después de que Ángel haya hecho las preguntas pertinentes. Forman un dúo perfecto: joven, intrépido, resolutivo. Y se entienden con la mirada. Los Clark y Lois del siglo XXI.
Aún sigue sin poder creerse que le esté pasado aquello. Además, ya ha recordado el nombre de la actriz que se encontró en la Casa Club con el gorrito rosa: Andrea Alfaro. Se han cruzado en el hoyo siete y han intercambiado unas palabras cómplices. ¡Hasta se han dado dos besos al despedirse!
Su prueba como fotógrafa se ha saldado con una nota alta. Como si llevara toda la vida entre famosos y con una máquina de fotos colgada al cuello. Sin embargo, un nuevo reto mide ahora las habilidades de Paula.
—Recuérdame que tengo que llamar a mi madre para decirle que no voy a ir a comer a casa.
Paula se dispone a pegar su primer golpe de golf. La joven mira hacia atrás y se encuentra con los ojos azules de Ángel. Están pegados uno al otro, ella delante y él detrás, con sus manos unidas.
—Vale. Pero ahora concéntrate.
—No creo que pueda hacerlo. Es muy difícil.
—Seguro que enseguida le coges el truco. Abre más las piernas. Las tienes demasiado juntas.
—Piernas abiertas. Bien, eso es fácil.
Paula obedece y separa las piernas. Siente el cuerpo de Ángel muy cerca, cada vez más.
—Coge el palo más arriba, amor. Y con más fuerza.
—¿Así? —dice la chica, sujetando el hierro cinco como le indica él.
—Sí, muy bien. Ahora baja la cabeza y mira fijamente la bola.
Suavemente, Ángel le ayuda a adoptar la postura adecuada. Sus ojos se clavan en la pelota de golf.
—¿Este deporte no da tortícolis?
—No. Venga, concéntrate, cariño.
—Vale.
Pero ¿cómo va a concentrarse con su novio totalmente pegado a ella? ¡No es de piedra! El corazón se le va a salir del pecho. Be pregunta si él estará sintiendo lo mismo.
—Ahora llega el momento del swing.
—¿ El swing?. ¿Vamos a bailar?
Ángel agacha la cabeza y coloca su cara junto a la de ella. Sus ojos en paralelo, sus bocas también, a unos milímetros de distancia.
—Paula.
—Lo sé, que me concentre.
—Sí. Pero primero…
Sin que la chica lo espere, la besa. Un cálido beso en los labios de varios segundos. ¡Y ella que pensaba que ya no podía latirle más deprisa el corazón…!
—¡Uff! Este deporte cada vez me gusta más. ¿Siempre hacéis esto los jugadores con el cadi?
—Sí, siempre que terminamos un hoyo —bromea, sonriente—. Y ahora…, ¡flexiona las rodillas y dale fuerte!
Paula agarra el hierro con firmeza, cierra los ojos, aprieta los dientes y trata de golpear la bola con todas sus ganas. Ángel desde atrás la guía en el balanceo del swing.
La cabeza del palo choca con violencia contra el suelo, pero la bola no se mueve ni un centímetro. Paula se sonroja. ¿"Qué ha hecho mal? ¡Creía que le había dado!
Ángel suelta una carcajada y coge el palo para examinar los daños.
—¿Lo he roto? —pregunta, avergonzada.
—No, está perfecto. Tú eres muy delgadita: te falta músculo y no tienes tanta fuerza como para eso.
—¿Serás…? ¿Que no tengo fuerza? Ya verás ahora.
Herida en su orgullo, le arrebata el hierro de las manos. Vuelve a colocarse tal y como su chico le ha enseñado, pero en esta ocasión sin él detrás. Separa las piernas, agacha la cabeza, mira la pelota con ira, flexiona las rodillas y trata de golpearla con fuerza. Su swing no es precisamente el más académico de la historia, pero, cuando el palo alcanza el suelo, impacta en el centro de la bola y la desplaza.
—¿Le he dado? ¡Le he dado! —exclama, casi tan feliz como sorprendida.
La pareja sigue atentamente el camino de la pelota, que no ha cogido altura. Rodando, avanza unos metros por la calle y se introduce en el rough para terminar al lado de un árbol.
Ángel vuelve a abrazar a su chica y le da un cariñoso beso en la frente.
—Bueno, no eres Tiger Woods, pero por lo menos le has dado.
—¡Qué quieres! ¡Nunca he jugado!
—Lo sé, cariño. Lo has hecho muy bien. Ahora me toca a mí golpear la bola desde el árbol.
El chico guarda en la bolsa el hierro que Paula ha empleado y saca otro. La coge de la mano y juntos se dirigen al lugar en el que la pelota ha ido a parar.
En el camino, el móvil de la chica comienza a sonar.
—Espera, amor. Deja que conteste.
—Muy bien. Voy estudiando el golpe que tengo que hacer.
—Vale.
Beso en los labios.
El periodista se aleja unos metros hasta el árbol mientras Paula saca el móvil de uno de los bolsillos del pantalón.
—¿Sí…?
—¿Paula? Hola, soy Mario.
—Hola, Mario, ¿qué tal? —la chica consulta su reloj—. Estáis en el intercambio de clase, ¿no? Toca Lengua ahora.
—Sí. Ya tiene que estar al llegar la profe.
—Cuidado, no te pille hablando por el móvil.
—Tranquila. Estoy atento por si viene.
—Muy bien.
Un silencio se produce entre ambos. Paula mira a Ángel que, Inclinado, observa la posición de la bola y analiza cómo tendrá que golpearla para llevarla al green.
—¿Te has puesto enferma? —pregunta por fin el chico.
—¿Quién? ¿Yo?
—Diana le está contando a los profesores que te encontrabas mal y que por eso te has ido a casa.
—¡Ah, sí! Pero me he tumbado un rato en la cama y ya me encuentro mucho mejor.
No puede decirle nada sobre su magnífica mañana como fotógrafa de famosos y jugadora de golf. Sería demasiado largo y complicado de explicar. Además, corre el riesgo de que al contárselo se divulgue por la clase y termine enterándose algún profesor.
—Me alegro mucho. Nos tenías preocupado.
—Gracias por interesarte, Mario. Ya estoy recuperada. Habrá sido una bajada de tensión o algo así.
—Es que ha sido todo muy raro. Estábamos en el pasillo tan tranquilos, luego no has entrado a clase y Diana llega diciendo que te has ido a casa porque estabas mala. Paula recuerda ahora el momento en el que habían estado hablando en el pasillo. Lo había olvidado por completo. Tampoco es algo para darle muchas vueltas. Un instante de confusión. Inexplicable.
—Ya. Es que ha sido todo muy rápido y de improviso. Pero ya estoy bien.
—Entonces, ¿lo de esta tarde sigue en pie?
Lo de esta tarde, lo de esta tarde… ¡Es verdad! ¡Estudiar Matemáticas! Está tan inmersa en su sueño con Ángel que todo lo demás no existe. Sin embargo, hay una realidad al otro lado llena de exámenes y de horas en las que tendrá que hincar los codos si quiere aprobarlo todo.
—Claro. Estaré en tu casa a las cinco.
—Vale, te espero. Tengo que colgar, que viene la profe de Lengua. Mejórate. Un beso.
Sin tiempo para despedirse de él, el teléfono comienza a comunicar.
El sol brilla sobre su cabeza. La luz en sus ojos hace que parezcan más claros. Sueño y realidad. Está viviendo la historia de amor que cualquier chica de su edad querría tener. Un sueño, pero nada es imaginario. Todo está sucediendo de verdad. Es real.
Guarda el teléfono en el bolsillo. De pie, inmóvil, observa a Ángel. Tiene el palo cogido con ambas manos, el cuerpo ligeramente inclinado y la cabeza agachada con la mirada puesta en la bola. Es muy atractivo. Y es suyo. Se ha fijado en ella. Lo quiere. Lo quiere muchísimo. Un escalofrío recorre todo su cuerpo. Y sonríe. Paula contempla cómo Ángel realiza un swing perfecto; cómo los músculos de sus brazos se han tensado por el esfuerzo, destacando las venillas de los bíceps; cómo la bola sube al cielo y baja lentamente para aterrizar cerca de la bandera del hoyo once. Un golpe maestro.
Tranquilamente, Paula camina hacia él. Aplaude. Ángel la está mirando. No ha dejado de hacerlo desde que se ha detenido la pelota. Esos ojos azules que le apasionan. Sí, definitivamente ama a ese chico.
—¡Muy bien! Pero el viento ha empujado la bola, claramente. Por eso el golpe ha sido tan bueno.
—¿El viento? Si no corre ni una gota de aire.
—Porque ha parado ahora mismo.
—¡Qué casualidad!
—Con algo de práctica seguro que yo la habría metido.
La chica se acerca lentamente. Lleva las manos en la espalda, ríe picara y no aparta los ojos de los suyos.
—¡Por supuesto! No lo dudo ni por un instante.
—Más te vale porque si no…
—Si no, ¿qué?
—Te hubieras quedado sin esto.
Paula se pone de puntillas, cierra los ojos y lo besa dulcemente. Un beso corto que da continuación a otro. Y a otro. Decenas de ellos.
—Te quiero —le susurra.
—Y yo.
Unos minutos más tarde ponen fin a la escena. Ángel se cuelga la bolsa de palos y se dirige firme a terminar el hoyo. Paula va a su lado, abrazada al brazo que tiene libre.
—Si la metes, te invito a comer.
—¡Pero si no traes dinero!
—Da igual. Te invito a comer, pero pagas tú.
Los dos se miran y ríen al mismo tiempo.
—Vale, pero antes llama a tus padres y diles que no vas a casa.
—¡Es verdad! Espero que no se enfaden mucho.
—Si quieres, hablo yo con ellos —índica bromeando.
—Vale. Marco y te los paso.
Ángel se queda blanco. ¡Ups, por bocazas!
—Cariño, yo…
—Tranquilo —dice sonriente—. De mis padres, ya me ocupo yo. Tú solo piensa en mí.
Y mientras Paula vuelve a sacar el móvil del bolsillo, Ángel suspira aliviado.
Ese mismo día de marzo, en un lugar de la ciudad.
—Pero Paula…
—Te quiero, mamá. Dale un beso a papá de mi parte ¡Adiós!
—Pau… —El pitido en la línea telefónica indica que ha colgado—… la.
Nada que hacer. Mercedes mira su móvil desconcertada. Su hija le acaba de decir que no la esperen, que no irá a comer. Lo hará en la cafetería del instituto y luego estudiará, primero en la biblioteca y más tarde en casa de Mario y de Miriam. Por supuesto, Mercedes no se ha creído nada.
En ese mismo instante, su marido entra en la casa. Delante de él, la pequeña Erica corre hacia su madre para darle un beso. La niña da un brinco y se cuelga de sus brazos.
—¡Hola, mamá!
—Hola, pequeñaja.
—No soy pequeña —protesta, frunciendo el ceño para dejar clara su indignación.
—Tienes razón, mi vida. Pesas ya como una chica mayor. Dentro de nada no podré contigo.
—Peso casi como Paula. Y en un mes, pesaré más. Porque como más que ella. ¿A que sí?
—Claro que sí.
Su madre sonríe. Lejos queda todavía ese momento en el que Erica empiece a preocuparse por los kilos. Es un alivio. Con una hija adolescente tiene bastante. Aún recuerda cuando Paula le preguntó por primera vez si la veía gorda. Luego aquel complejo porque sus amigas tenían el pecho más grande que ella. Y más tarde los agobios del acné, la primera regla, el chico aquel de un curso superior que le gustaba, el primer campamento de verano…