—¡Uf! ¡Me cansa tanto abrir cartas! Cada día recibimos cientos de comunicados de prensa y cartas. Se pierde muchísimo tiempo echándoles un vistazo.
—Pero no hay ninguna razón para que tú estés abriendo cartas —dijo Anders Schyman sorprendido—. Creía que era Eva-Britt quien lo hacía.
—No, empecé a hacerlo cuando el otro jefe se fue a Nueva York, y después simplemente he continuado.
—Era Eva-Britt quien lo hacía antes de que él fuera nombrado corresponsal. Es mucho más razonable que ella siga ocupándose del correo, a no ser que tú misma quieras controlar el material. ¿Qué te parece, quieres que hable con ella?
Annika sonrió y tomó un sorbo de café.
—Sí, por favor, sería un alivio.
Anders Schyman cogió todo el montón de correo y lo puso en el casillero de Eva-Britt.
—Hablaré con ella ahora mismo.
Annika fue hacia Ingvar Johansson, que estaba con el auricular pegado al oído. Tenía puesta la misma ropa que el día anterior, y también que el otro. Annika se preguntó si se desnudaba al acostarse.
—La policía está cabreadísima con tu artículo sobre los códigos de alarma —anunció al colgar.
Annika se quedó de piedra. El terror le llegó como un golpe en la boca del estómago y un latido en la frente.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Algo está mal?
—No, pero has quemado su mejor pista. Habías prometido no hablar de los códigos de alarmas —respondió.
Sintió que el pánico subía a través de sus venas como un veneno.
—¡Pero yo no he escrito nada sobre los códigos de alarmas! ¡Ni siquiera nombré esa palabra!
Arrojó el café y agarró un periódico. «El Dimanitero, un conocido de Christina — un sospechoso interrogado», anunciaba el titular. Dentro, el titular de página era grande y en negrita: «La solución, en los códigos de alarma».
—¡Qué diablos! —gritó— ¿Quién coño ha puesto este titular?
—Baja la voz, pareces histérica —dijo Ingvar Johansson.
Su vista se llenó de algo rojo y caliente, la mirada se posó en el hombre arrogante sentado en el sillón de oficina. Detrás de su despreocupada fachada vio lo contento que estaba.
—¿Quién ha autorizado esto? —preguntó—. ¿Has sido tú?
—Yo no tengo nada que ver con los titulares de página, ¿no lo sabes? —respondió y se dio la vuelta para seguir trabajando, pero no se iba a escabullir tan fácilmente. Ella hizo girar el sillón de forma que él se golpeó la pierna contra la cajonera.
—Deja de comportarte como un idiota que se divierte con el mal ajeno —dijo ella, y realmente parecía una loca—. No importa que me afecte a mí, ¿lo entiendes? Afecta al periódico. Te afecta a ti, Ingvar Johansson, y a Anders Schyman y a tu hija que trabaja durante el verano en la conserjería. Voy a averiguar quién ha puesto este titular, y quién ha tenido la iniciativa. Puedes estar absolutamente seguro de eso. ¿Quién llamó?
La mueca de satisfacción había desaparecido y cambió a una de disgusto.
—No te enfades tanto —respondió—. Fue el jefe de prensa de la policía.
Se levantó enfurecida. El tipo mentía. El jefe de prensa de la policía no tenía ni idea de lo que ella había o no había prometido. Seguramente estaba enfadado porque el asunto había salido a la luz, y el titular era totalmente innecesario. Nunca le serviría en bandeja a Ingvar Johansson un rapapolvo por quemar una confianza.
Se dio la vuelta y se alejó de allí, notando que la miraban fijamente. Este tipo de comportamiento era bastante frecuente en el periódico y el personal se entretenía observándolo. Ahora se preguntaban por qué se había enfadado la jefa de la redacción de sucesos. Siempre era divertido que los jefes se pelearan. Abrieron el periódico por las páginas seis y siete pero no pudieron encontrar nada extraordinario, por lo que la pelea cayó en el olvido.
Pero Annika no olvidó. Colocó este ataque de Ingvar Johansson sobre los otros, en un montón de mierda que crecía día a día. En cualquier momento la mierda acabaría junto al ventilador y entonces nadie de la redacción podría evitar los excrementos en el rostro.
—¿Quieres tu correo privado o también tengo que encargarme de él?
—¿Qué? No, déjalo aquí, gracias…
La secretaria de redacción se acercó a la mesa de Annika taconeando y lanzó el correo sobre la mesa.
—Aquí tienes. ¡Si quieres que te haga el café puedes decírmelo ahora mismo, y no a través del director!
Annika la miró sorprendida. El rostro de la otra mujer estaba sombrío por el desprecio. Antes de que Annika pudiera responder, se dio la vuelta y salió corriendo.
«¡Dios mío! —pensó Annika—. ¡No puede ser verdad! Está enfadada porque cree que yo he actuado a su espalda ordenando que abra el correo. ¡Dios mío, dame fuerzas!»
Y el montón de mierda fue aún mayor.
Evert Danielsson miró fijamente a la librería, con el cerebro vacío y un eco en el corazón. Se sentía extrañamente hueco. Con ambas manos agarraba con fuerza la tabla del escritorio. Intentaba mantenerlo en su sitio, o a él mismo junto a la mesa. Sabía que aquello no acabaría bien. Era sólo cuestión de tiempo que la junta directiva saliera con un comunicado de prensa. No querían esperar hasta que sus nuevas funciones estuvieran determinadas, querían mostrar fuerza y capacidad de decisión aun sin Christina. En su interior ya sabía que él no había cumplido con todos los cometidos del trabajo satisfactoriamente este último año, pero con Christina por encima de él había estado protegido. Ahora ya no estaba ahí como un paraguas, y él ya no tenía nada a que agarrarse. Estaba acabado, lo sabía.
Había aprendido una serie de cosas durante estos últimos años, qué pasaba con las personas que ya no eran aceptables, por ejemplo. Generalmente no hacía falta decidir un cambio, éstas dimitían por voluntad propia. Había muchas formas de hacerle el vacío a las personas, si bien él no las había utilizado con frecuencia. Cuando se tomaba la decisión, se informaba al personal. La reacción interna casi siempre era positiva, no era corriente que alguien a quien cesaban consiguiera mantener la popularidad. A continuación se emitía un comunicado público, y si la persona era algo conocida, se desataba la tormenta en los medios. Entonces el asunto se podía enfocar de dos maneras. O los medios se ponían de parte de la persona despedida y la dejaban llorar, o se regocijaban de la tragedia y gritaban «te está bien empleado». La primera categoría incluía a muchas mujeres, siempre y cuando no estuvieran en puestos demasiado altos. La otra comprendía sobre todo a hombres de empresa con buenos paracaídas. Él creía que entraría en esta última categoría. Estaba a su favor el hecho de que le echaban, le habían hecho responsable de la muerte de Christina Furhage. Ese lado podría explotarse. Evert Danielsson lo sabía, aunque realmente no pudiera formular las palabras en su cerebro vacío.
Llamaron a la puerta y su secretaria asomó la cabeza. Tenía los ojos un poco hinchados y el pelo desordenado.
—He escrito un comunicado de prensa y Hans Bjällra está aquí para verlo contigo. ¿Puede entrar?
Evert Danielsson miró a su leal colaboradora desde hacía años. Tenía cerca de sesenta años y no encontraría otro trabajo. Así era: cuando alguien acababa, los colaboradores cercanos también se marchaban. Nadie quería al peón de otro. No era bueno. Nunca serían leales de verdad.
—Sí, claro, que pase.
El presidente de la junta de dirección entró, estirado en su traje negro. Había sentido la muerte de Christina; ¡ese cerdo!, todo el mundo sabía que no la soportaba.
—Quiero que esto se haga lo mejor y más rápido posible —anunció y se sentó, sin ser invitado, en el sofá.
Evert Danielsson asintió nervioso.
—Sí, yo también quiero que esto se haga de forma digna…
—Me alegro de que estemos de acuerdo. El comunicado de prensa informará de que dejas tu puesto como jefe del comité de Stockholm Organizing Committee of the Olympic Games. La razón es que tras la trágica muerte de Christina Furhage, tú tendrás otras ocupaciones. Aún no está claro cuáles serán, pero se elaborarán con tu participación. Nada de despido, nada de chivo expiatorio, nada de compensaciones. Toda la junta está de acuerdo en guardar silencio. ¿Qué dices?
Evert Danielsson dejó que las palabras reposaran. Era mucho mejor de lo que había pensado. Era casi un ascenso. Sus manos soltaron el escritorio.
—Sí, me parece muy bien —dijo.
—Hay un par de cosas que me gustaría hablar contigo —le dijo Annika a Eva-Britt—. ¿Puedes venir un momento?
—¿Por qué? Me lo puedes decir aquí. Tengo mucho que hacer.
—Ven. Ahora mismo —exclamó Annika y fue a su despacho y dejó la puerta abierta. Oyó que Eva-Britt tecleaba en su ordenador demostrativamente durante unos segundos, luego la mujer se colocó en el umbral de la puerta con los brazos cruzados. Annika se sentó detrás del escritorio y señaló la silla de al lado.
—Siéntate y cierra la puerta.
Eva-Britt se sentó sin cerrar la puerta. Annika suspiró, se levantó y cerró la puerta. Notó que temblaba ligeramente; las confrontaciones siempre eran desagradables.
—Eva-Britt, ¿qué pasa?
—¿Qué? ¿Qué quieres decir?
—Pareces tan… enfadada y triste. ¿Ha pasado algo?
Annika se inclinó hacia adelante y notó como Eva-Britt cruzaba los brazos y las piernas en una posición inconscientemente defensiva.
—Has estado muy extraña conmigo estas últimas semanas. Ayer acabamos enemistadas…
—Así que esto es una especie de reprimenda por no ser suficientemente simpática contigo.
El enfado de Annika aumentaba por momentos.
—No, tiene que ver con que tú no haces lo que debes. No le diste prioridad al material de ayer, no escribiste ningún resumen, te fuiste a casa sin avisar. Yo no sabía que el correo era una de tus funciones anteriores; no fui yo, sino Schyman quien sugirió que volvieras a ocuparte de ello. Tienes que cooperar con nosotros, si no esta sección no va a funcionar.
La mujer la miró fríamente.
—Esta sección funcionaba muy bien antes de que tú llegaras.
La conversación no llevaba a ninguna parte. Annika se levantó.
—Okey,a la mierda con esto. Tengo que llamar por teléfono. ¿Has examinado todo lo que tenemos sobre Christina Furhage? ¿Archivos, libros, fotos, artículos, base de datos…?
—Todos los escondrijos —respondió Eva-Britt Qvist y salió.
Annika se quedó con un agrio sabor a desilusión en la boca. No era una buena jefa, era una directiva sin valor que no sabía congraciarse con el personal. Se sentó y golpeó la frente contra el teclado. ¿Qué iba a hacer ahora? Sí, claro, el departamento de prensa de la policía. Levantó la cabeza, cogió el auricular y marcó su número directo.
—Deberías comprender que cuando escribes sobre todo lo que sabemos dificultas nuestro trabajo —anunció el jefe de prensa de la policía—. Algunas cosas no deben llegar a conocimiento del público, porque dificultan la investigación.
—¿Pero entonces por qué nos lo contáis todo? —preguntó Annika inocentemente.
El jefe de prensa suspiró.
—Sí, eso hay que sopesarlo. Hay cosas que podemos contar, pero eso no significa que puedas escribir sobre todo ello en el periódico.
—Pero querido —respondió Annika—. ¿Quién tiene la posibilidad y la responsabilidad de decidir qué sale y qué no? No puedo ser yo ni mis colaboradores los que nos sentemos a decidir qué es más conveniente para vuestra investigación. Sólo intentarlo ya sería un error laboral.
—Seguro, claro, no era eso lo que yo quería decir. Pero esto de los códigos de alarmas… fue una verdadera pena que saliera a la luz.
—Sí, y lo siento. Como habrás visto no se habla de los códigos de alarmas en el texto. Simplemente es una palabra errónea en el titular. Siento mucho que esto haya podido perjudicar el trabajo policial; por eso creo que lo más importante es que de ahora en adelante tengamos un diálogo fluido.
El jefe de prensa se rió.
—Sí Bengtzon, eres una experta en darle la vuelta a la tortilla. ¡Si estuviéramos más cerca, dentro de poco tendrías el despacho junto al inspector jefe!
—No es mala idea —dijo Annika y sonrió—. ¿Qué tenemos hoy?
El policía se puso serio.
—No te lo puedo decir todavía.
—Vamos, tenemos diecisiete horas de plazo; no saldrá hasta mañana al mediodía. Algo podrás soltar.
—Ahora que ya se sabe, te puedo decir lo que pasa. Seguimos trabajando con las personas que de alguna manera tenían acceso a los códigos de alarmas. El asesino está entre ellos, estamos seguros.
—¿Así que el estadio tenía las alarmas conectadas aquella noche?
—Sí.
—¿Cuántas personas son?
—Las suficientes como para que estemos muy ocupados. Ahora tengo que contestar otra llamada…
—Una cosa más —dijo Annika rápidamente—. ¿Tomó Christina Furhage un taxi después de medianoche la noche en que murió?
—¿Por qué preguntas eso? —indagó él.
—Me han dado esa información. ¿Es correcta?
—Christina Furhage tenía chófer privado. El chófer la llevó al bar donde tenía lugar la fiesta. Luego ella le dio la noche libre y él se quedó en la fiesta. Christina Furhage tenía cuenta de cliente con Taxi Stockholm, pero por lo que sabemos, no la utilizó esa noche.
—¿Adónde fue después de la fiesta, entonces?
El jefe de prensa se quedó un momento en silencio, luego dijo:
—Son de esas cosas que no pueden salir a la luz, tanto por la investigación como por Christina Furhage.
Colgaron y Annika se sintió más desconcertada que nunca. Había muchas cosas que no encajaban. Primero, los códigos de alarmas. Si había muchos que tenían acceso a ellos, ¿por qué era tan peligroso que se hiciera público? ¿Qué se ocultaba tras la perfecta Christina Furhage? ¿Por qué mintió Helena Starke? Llamó a su fuente, pero no contestó. Si estaba, tenía toda la razón de sentirse enfadado con ella.
Llamó a recepción para preguntar si Berit o Patrik habían comunicado a qué hora llegarían. A las dos de la tarde, habían informado ambos antes de irse a casa la noche anterior.
Puso los pies sobre la mesa y comenzó a hojear el montón de periódicos.
ElFina Morgontidningen
había encontrado una cláusula interesante en el protocolo jurídico que regulaba los derechos de franquicia entre el comité organizador, es decir los Juegos de Estocolmo, y el Comité Olímpico Internacional. Había cantidad de convenios entre el comité organizador y el COI, no sólo sobre los derechos de los Juegos sino también sobre quién era el patrocinador internacional, el nacional y el local.
Elfina Morgontidningen
había encontrado una cláusula que daba derecho al patrocinador principal a retirarse de los Juegos si el estadio olímpico no estaba listo antes del uno de enero del año en el que se celebraban los Juegos Olímpicos. Annika no tuvo fuerzas para leer todo el artículo. Si no recordaba mal, había millares de cláusulas y, para ella, lo que contenían no tenía un especial interés, a no ser que una de las partes pensara utilizarlas. Pero el redactor del artículo no había conseguido hablar con el patrocinador principal. Se baja el telón.