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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, Policiaco

Dinamita (2 page)

BOOK: Dinamita
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Como de costumbre escuchó el elogio pero no lo admitió, no podía admitirlo. Si lo hiciera podría desaparecer la magia, eso que hace que el texto fluya.

—Gracias, me alegro de que le gustara, ¿cree que se puede ir por el túnel Sur? ¿O es mejor atravesar las calles?

Tenía, como la mayoría de sus colegas, control de la situación. Si ocurría algo en el país a las cuatro de la mañana tenía que hacer dos llamadas: policía y taxi. Así tenía garantizado un artículo para la primera edición, la policía podía confirmar lo que había ocurrido y los taxistas casi siempre eran capaces de ofrecer un relato como si hubieran sido testigos.

—Yo estaba en Götgatan cuando explotó —dijo e hizo un giro en U sobre la línea continua—. ¡Diablos! Las farolas se bambolearon. ¡La leche, ahora han lanzado la bomba! Los rusos están aquí. Llamé por la radio, pensé joder… Dijeron que el estadio Victoria se había ido a tomar por culo. Uno de los nuestros estaba justo al lado cuando explotó, tenía una carrera al club ilegal que hay en las casas nuevas ¿sabe?…

El coche iba veloz hacia el Ayuntamiento al mismo tiempo que Annika pescaba un bloc y un lápiz del bolso.

—¿Qué le pasó?

—Nada grave, creo. Recibió un trozo de metal que entró por la ventanilla lateral, no le dio por unos centímetros. Un corte en la cara, dijo la radio.

Pasaron el metro de Gamla Stan y se acercaron a Slussen.

—¿Dónde lo llevaron?

—¿A quién?

—A su compañero, el del trozo de metal.

—Ah, él; se llama Brattström. Al hospital Sur creo, es el que está más cerca.

—¿Nombre?

—No lo sé, puedo preguntarlo en la radio… Se llamaba Arne.

Annika cogió el teléfono móvil, se puso el audífono en la oreja y pulsó la tecla 1, programada para Jansson, sentado en la mesa del jefe de redacción. Antes de que el hombre respondiese sabía que era Annika quien llamaba, reconoció su número de móvil en la pantalla del teléfono.

—Un taxista está herido, Arne Brattström, y ha sido conducido al hospital Sur —dijo—. Quizá pudiéramos ir a visitarlo, tenemos tiempo antes de la primera edición…


Okey
—respondió Jansson—. Vamos a investigarlo en el ordenador.

Bajó el auricular y gritó al reportero de noche:

—Mírame a un tal Arne Brattström, controla con la policía si sus parientes han sido informados, luego llama a su mujer, si la tiene.

De vuelta al auricular dijo:

—Hemos conseguido una fotografía aérea. ¿Cuándo llegarás?

—Dentro de siete u ocho minutos, depende de cómo esté acordonado. ¿Qué estáis haciendo ahora?

—Estamos con los hechos, los comentarios de la policía, los reporteros de noche están llamando a la gente que vive enfrente y anotan los relatos, uno de los reporteros está ahí pero se va pronto a casa. Y recapitulamos sobre las otras bombas contra las olimpiadas, el tipo que lanzó los petardos en el estadio de Estocolmo y en el Nya Ullevi cuando Estocolmo presentó su candidatura…

Alguien le interrumpió, Annika sintió la excitación de la redacción incluso estando en el taxi. Se apresuró a decir:

—Llamaré cuando sepa algo más —y colgó.

—La zona de entrenamiento está acordonada —anunció el taxista—. Creo que será mejor tomar la parte trasera.

El taxi torció, bajó por Folkungagatan y voló hacia Värmdöleden. Annika marcó el siguiente número del móvil. Mientras la señal llegaba vio cómo los últimos borrachos de la noche regresaban a casa gritando y tambaleándose. Eran bastantes, más de lo que había creído. Ahora era siempre así, las veces que salía por la ciudad a estas horas siempre había ocurrido un crimen en alguna parte. Había olvidado que la ciudad servía para algo más que el crimen y el trabajo, había olvidado que había otra vida que sólo se vivía de noche.

Una voz cansada respondió al otro lado de la línea Comviq

—Sé que todavía no puedes decirme nada —comenzó Annika—. Dime cuándo tienes tiempo para hablar. Te llamo cuando puedas. Di una hora.

El hombre al otro lado del móvil suspiró.

—Oye Bengtzon… ¡mierda! No sé… llama más tarde.

Annika miró su reloj de pulsera.

—Son las cuatro menos veinte. Escribo en la segunda edición. ¿A las siete y media?

—Sí, sí, está bien. Llama a las siete y media.


Okey
, entonces hablamos luego.

Ahora que tenía una promesa, le sería difícil dar marcha atrás. La policía aborrecía a los periodistas que llamaban en cuanto ocurría algo y querían saberlo todo. Aun cuando la policía tuviera alguna información les era difícil evaluar qué podían decir. A las siete y media ella tendría una serie de observaciones propias, preguntas y teorías y los de la criminal sabrían qué decir. Funcionaría.

—Ya se ve el humo —anunció el taxista.

Ella se inclinó hacia el asiento delantero, miró arriba a su derecha.

—Sí, ¿ha visto?

Delgado y negro, se extendía hacia la pálida media luna. El taxi salió de Varmdöleden y entró en el cinturón Sur.

La autopista estaba cortada cien metros antes de la entrada al túnel y al propio estadio. Otra docena de coches ya estaban parados frente a las barreras. El taxi se detuvo tras ellos, Annika entregó su vale de taxi.

—¿Cuándo vuelve? ¿La espero? —preguntó el taxista.

Annika, pálida, sonrió.

—No, gracias, esto llevará tiempo.

Recogió el bloc, el lápiz y el móvil.

—¡Feliz Navidad! —voceó el taxista antes de que ella cerrara la puerta.

«Dios mío —pensó—, todavía queda una semana. ¿Ya hay que empezar a felicitar las Navidades?»

—Igualmente —dijo a la ventanilla trasera del coche.

Sorteó los coches y la gente hasta alcanzar las barreras. No era ningún bloqueo policial. Por éstos sentía respeto. No redujo la marcha cuando saltó las barreras y comenzó a correr por el otro lado. No escuchó los gritos airados a su espalda sino que miró de frente a la gran construcción. Había conducido por aquí muchísimas veces y siempre le fascinaba el enorme trabajo arquitectónico. El estadio Victoria estaba construido en la misma montaña, un vaciado de la pista de esquí de Hammarby. Por supuesto los ecologistas habían puesto el grito en el cielo; lo hacían siempre que había que cortar un árbol. El cinturón Sur continuaba directo a la montaña y bajo el mismo estadio, pero ahora la entrada estaba taponada por grandes bloques de hormigón y unos cuantos coches de bomberos. Las luces giratorias rojas y amarillas del techo de los coches relucían en el resbaladizo asfalto. El graderío norte caía sobre la entrada del túnel como una gran seta, pero ahora estaba desgarrado. La bomba debió estallar justo ahí. La forma circular se abría, destrozada y erizada, bajo el cielo nocturno. Continuó corriendo, pero se dio cuenta de que quizá no llegaría mucho más lejos.

—Oye tú, ¿adónde vas? —gritó un bombero.

—Arriba —contestó ella.

—¡Está acordonado! —voceó el hombre.

—No me digas —replicó ella—. ¡Cógeme si puedes!

Continuó de frente y luego giró hacia la izquierda. El canal de Sickla estaba congelado a sus pies. Más adelante, al otro lado del hielo, había una especie de soporte de hormigón. Ahí se encaramó a la barandilla y saltó, una caída de un metro. El bolso se desplomó contra su espalda cuando aterrizó.

Se detuvo un momento y miró a su alrededor. Había estado en el estadio dos veces antes, en una presentación a la prensa el verano pasado y un domingo por la tarde, en otoño, con Anne Snapphane. A su derecha estaba lo que sería la villa olímpica, los apartamentos a medio construir de Hammarby,
ciudad lago
, donde los atletas vivirían durante las olimpiadas. Las ventanas se abrían negras; todos los cristales del barrio entero parecían haber volado. Enfrente se divisaba una zona de entrenamiento en la oscuridad. A su izquierda se alzaba una pared de hormigón de diez metros de altura. Sobre ella estaba la explanada con la entrada principal al estadio.

Comenzó a correr por el camino, intentando reconocer los sonidos que oía: una sirena a lo lejos, voces lejanas, el silbido de una manguera de agua o quizá un gran ventilador. Las luces rojas de los coches de los bomberos bailaban sobre la pared. Dobló al final y comenzó a subir las escaleras corriendo hacia la entrada al mismo tiempo que un policía empezaba a desenrollar su cinta blanca y azul.

—¡Vamos a acordonar esto! —gritó.

—Mi fotógrafo está ahí arriba —gritó Annika—. Sólo voy a buscarlo.

El policía la dejó pasar.

«¡Diablos, espero no haber mentido!», pensó ella.

La escalera tenía tres rellanos igual de largos. Cuando llegó arriba jadeó sin querer. Toda la explanada estaba llena de destellantes coches de bomberos y gente corriendo. Dos de los pilares que sostenían la gradería norte se habían desplomado y yacían destrozados sobre el suelo. Había sillas verdes retorcidas por todas partes. Un equipo de televisión acababa de llegar; Annika vio a un reportero del periódico de la competencia y a tres fotógrafos
freelance
. Miró hacia arriba y vio el agujero de la bomba. Cinco helicópteros sobrevolaban la escena; por lo menos dos eran de los medios.

—¡Annika!

Era Johan Henriksson el fotógrafo del
Kvällspressen
, un fotógrafo en prácticas de veintitrés años que antes trabajaba en un periódico local de Östersund. Tenía talento y ambición, dos cualidades de las cuales la última era la más importante. Venía corriendo con dos cámaras bailándole sobre el pecho y la bolsa de las cámaras oscilando sobre el hombro.

—¿Qué has conseguido? —preguntó Annika y sacó el bloc y el lápiz.

—Llegué medio minuto después que los bomberos. Conseguí fotografiar una ambulancia que se llevaba a un taxista que tenía un corte. Los bomberos tuvieron problemas para llevar agua a la gradería, acabaron metiendo una escalera de bomberos en el mismo estadio. He sacado fotos de los coches de bomberos desde afuera, pero no he conseguido entrar en el estadio. Hace un par de minutos sucedió algo, los polis comenzaron a correr como locos, creo que ha pasado algo.

—O han encontrado algo —dijo Annika y se guardó el bloc. Con el lápiz como una especie de testigo comenzó a andar deprisa hacia la lejana entrada. Si no recordaba mal, se encontraba un poco más arriba a la derecha, bajo la gradería derruida. Nadie la detuvo en su marcha a través de la explanada, el caos era demasiado grande. Sorteó los pedazos de hormigón, los hierros retorcidos del armazón y las sillas verdes de plástico. Una escalera de tres rellanos conducía a la entrada; subió y llegó sin aliento. La policía había tenido tiempo de poner un cordón justo delante de la puerta, pero no importaba. No necesitaba ver más. La puerta parecía estar cerrada y sin daños. El estadio olímpico no era una excepción a la costumbre de las empresas de seguridad suecas; sobre sus puertas exteriores estaban colocadas las pegatinas que ponían en los edificios que tenían que vigilar. Annika sacó de nuevo su bloc y garabateó el nombre y el número de teléfono.

—Por favor abandonen la zona. ¡Peligro de derrumbamiento! Repito…

Un coche de policía se deslizaba lentamente por la explanada con el equipo de megafonía encendido. La gente se retiraba con rapidez más abajo, hacia la zona de entrenamiento y la villa olímpica. Annika se movió lentamente a lo largo de la valla exterior del estadio y de esa manera evitó tener que bajar de nuevo a la explanada. Siguió la rampa que acababa en una curva a la izquierda y que continuaba a lo largo de toda la construcción. Había más entradas, quería echarles una ojeada a todas. Ninguna estaba dañada o abierta.

—Disculpe señora, tiene que irse.

Un joven policía le puso la mano en el hombro.

—¿Quién está al mando? —preguntó y enseñó el carnet de prensa.

—Está ocupado. Ahora tiene que irse. Tenemos que evacuar la zona.

El policía intentó sacarla de allí, estaba visiblemente agotado. Annika se soltó y se detuvo justo delante de él. Se arriesgó:

—¿Qué han encontrado en el estadio?

El policía se pasó la lengua por los labios.

—No lo sé con seguridad, y tampoco lo puedo contar —dijo.

«¡Bingo!»

—¿Quién me lo puede contar y cuándo?

—No lo sé, llame al inspector de guardia. ¡Pero ahora tiene que irse!

La policía acordonó la zona hasta el área de entrenamiento, a cien metros del estadio. Annika y Henriksson estaban radiantes de alegría junto al edificio que ocuparían los restaurantes y los cines. Un centro de prensa provisional comenzó a formarse donde la acera era más ancha, delante de la oficina de Correos. Llegaban nuevos periodistas sin cesar, muchos se paseaban, sonreían y saludaban a los colegas. A Annika le resultaban embarazosas las habituales palmadas en la espalda. Se retiró y se llevó al fotógrafo.

—¿Tienes que volver al periódico? —preguntó—. Hay que prepararse para la primera edición.

—No, ya he mandado mis carretes con los
freelance
. No tengo prisa.

—Bien. Presiento que van a ocurrir cosas.

La unidad móvil de uno de los canales de televisión circulaba a su lado. Ellos se fueron en dirección contraria, pasaron el banco y la farmacia y bajaron hacia el canal. Annika se detuvo y miró hacia el estadio. Los coches de policía y de bomberos seguían en la explanada. ¿Qué estaban haciendo? Venteaba gélidamente desde el agua; más a lo lejos, en el lago Hammarby, relucía un surco abierto como una herida negra sobre el hielo. Dio la espalda al viento y se calentó la nariz con los guantes. A través de los dedos vio llegar de repente dos coches blancos por el puente peatonal de Södermalm. ¡Diablos, era una ambulancia! ¡Y un coche médico! Miró el reloj, casi las cuatro y media. Faltaban tres horas para llamar a su contacto. Se colocó el audífono e intentó hablar con el inspector de guardia. Comunicaba. Llamó a Jansson, tecla 1.

—¿Qué quieres? —preguntó Jansson.

—Hay una ambulancia dirigiéndose hacia el estadio —dijo Annika.

—Tengo una exclusiva dentro de siete minutos.

Ella oyó cómo sonaba el teclado.

—¿Qué dice TT? ¿Tienen datos sobre algún herido?

—Tienen información del taxista herido, pero todavía no han hablado con él. Hablan de los destrozos, comentarios del inspector de guardia, todavía no dicen nada, bueno, muchas tonterías. Nada especial.

—El taxista salió hace una hora, esto es otra cosa. ¿No dicen nada en la radio de la policía?

—Nada interesante.

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