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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (2 page)

BOOK: El castigo de la Bella Durmiente
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En la confusión del éxtasis, Bella percibió el irresistible ritmo final que adoptaron las caderas de Tristán. La princesa apenas lograba contenerse pero aun así, el placer se fragmentaba, se multiplicaba y la inundaba implacable. En algún reino, más allá del pensamiento, sentía que no era humana. El placer disolvía la humanidad que había conocido hasta entonces. Ya no era la princesa Bella, la esclava que tenía que servir en el castillo del príncipe de la Corona. No obstante, seguía en este mismo lugar, donde había conocido el más fulminante de los placeres.

En este éxtasis, lo único que reconocía era la húmeda pulsación de su propio sexo y el miembro que la levantaba y la mantenía sujeta. Los besos de Tristán eran cada vez más tiernos, dulces y prolongados. Un esclavo lloroso apretaba su carne caliente contra la espalda de Bella, mientras otro cálido cuerpo se aplastaba contra su costado derecho y le rozaba el hombro con una sedosa melena.

—Pero ¿por qué, Bella? —le susurró de nuevo Tristán, con los labios aún pegados a los de la joven—. Lo habéis tenido que hacer a propósito para escaparos del príncipe de la Corona. Os admiraban demasiado, erais demasiado perfecta.

—Sus ojos azul oscuro, de un tono casi violeta, parecían reflexivos, meditativos, aunque reacios a manifestarse por completo.

Su rostro era un poco más grande que el de la mayoría de hombres, de osamenta fuerte y perfectamente simétrica, aunque los rasgos casi eran delicados, y tenía una voz más baja y autoritaria que los príncipes que fueron los amos de Bella. Pero en aquella voz sólo había calor, y eso, junto con sus largas pestañas que cobraban un reflejo dorado bajo la luz del sol, le daban un aire de ensueño.

Hablaba a Bella como si siempre hubieran sido compañeros de esclavitud.

—No sé por qué lo hice —susurró Bella—.

No puedo explicarlo pero, sí, debe de haber sido a propósito. —Besó el pecho de Tristán y rápidamente encontró sus pezones, que también besó, y a continuación los succionó con intensidad, sintiendo cómo el príncipe volvía a latir con fuerza contra ella, pese a sus leves ruegos que pedían clemencia.

Evidentemente, los castigos de palacio habían sido sumamente obscenos, y servir de juguete para la suntuosa corte, ser el objeto de una atención implacable, había sido realmente excitante.

Sí, halagador y a la vez confuso: las palas de cuero exquisitamente repujado, las correas y las marcas que provocaban, la implacable disciplina que la había dejado llorosa y jadeante en tantas ocasiones. y los calientes baños perfumados que venían a continuación, los masajes con aceites fragantes, las horas que pasaba medio dormida en las que no se atrevía a considerar las tareas y pruebas que le aguardaban.

Sí, había sido embriagador y cautivador, incluso aterrador.

Naturalmente había amado al alto y moreno príncipe de la Corona con sus misteriosos y súbitos arrebatos, así como a la encantadora y dulce lady Juliana con sus preciosas trenzas rubias. Ambos habían sido unos eficaces verdugos.

Entonces, ¿por qué lo había echado todo a perder? ¿Por qué al ver a Tristán en el cercado, entre el grupo de príncipes y princesas desobedientes condenados a ser subastados en el pueblo, se había rebelado deliberadamente para ser castigada junto con ellos?

Todavía recordaba la breve descripción que hizo lady Juliana de lo que les deparaba el destino a aquellos desdichados:

—Es un vasallaje horrible. La subasta empieza en cuanto llegan los esclavos, y ya os imaginaréis que hasta los mendigos y patanes más abyectos de la ciudad están allí para presenciarla. Cómo no, la ciudad entera festeja la jornada.

Luego, aquel extraño comentario expresado por el señor de Bella, el príncipe de la Corona, que no podía imaginarse en aquel momento que su esclava favorita acabaría condenándose a sí misma:

—Ah, pero, pese a toda la brutalidad y crueldad —había dicho—, es un castigo sublime.

¿Acaso eran estas las palabras que la habían trastornado?

¿Acaso anhelaba que la expulsaran de la ilustre corte, de los sofisticados e inteligentes rituales que le imponían, para acabar sometida a una implacable severidad, donde las humillaciones y azotes se producirían con la misma fuerza y rapidez, pero con un desbordamiento aún mayor y más salvaje?

Los límites serían, por supuesto, los mismos.

Ni tan siquiera en el pueblo estaba permitido desgarrar la carne de un esclavo; en ningún caso se podían provocar quemaduras ni lesiones graves.

No, todos los castigos contribuirían a su mejora.

Pero Bella ya sabía a estas alturas cuánto se podía lograr con la correa de cuero negro, de inocente apariencia, y con la pala, tan engañosamente decorada, pero de cuero al fin y al cabo.

La diferencia era que en el pueblo no sería una princesa. Ni Tristán un príncipe. Además, los rudos hombres y mujeres que los obligarían a trabajar y los castigarían sabrían que, con cada uno de aquellos golpes injustificados, estaban acatando la voluntad de la reina.

De repente, Bella fue incapaz de pensar. Sí, lo había hecho deliberadamente, pero ¿cómo había cometido tan tremendo error?

—Y vos, Tristán —dijo de pronto, intentando ocultar un desgarro en la voz—. ¿No fue también intencionado lo vuestro? ¿No fue una provocación deliberada a vuestro amo?

—Sí, Bella, en mi caso existe una larga historia —contestó Tristán. Bella detectó la aprensión en sus ojos, el temor que tanto le costaba admitir—.

Como sabéis, yo servía a lord Stefan, pero lo que ignoráis es que un año antes, en otra tierra y como iguales, lord Stefan y yo fuimos amantes. —Los grandes ojos azules cobraron una expresión más franca y los labios sonrieron un poco más cálidos, casi con tristeza.

Bella sofocó un grito al oír estas palabras.

El sol dominaba el cielo pero la carreta, tras doblar una pronunciada curva, descendía con más lentitud sobre un terreno irregular, sacudiendo a los esclavos que se caían unos sobre otros aún con más brusquedad.

—Podéis imaginaros nuestra sorpresa —continuó Tristán— cuando nos encontramos como amo y esclavo en el castillo y cuando la reina, que percibió el rubor en el rostro de lord Stefan, me entregó inmediatamente a él con instrucciones estrictas para que me adiestrara personalmente hasta convertirme en un esclavo perfecto.

—¡Qué horror! —comentó Bella—. Habiéndolo conocido antes, caminando a su lado y hablando con él de igual a igual. ¿Cómo pudisteis someteros a aquello?

En el caso de Bella, todos sus amos habían sido completos desconocidos y los reconoció perfectamente como sus señores en cuanto comprendió su indefensión y vulnerabilidad. Había conocido el color y la textura de sus espléndidas pantuflas y botas, los tonos estridentes de sus voces, antes de saber sus nombres o incluso de verles el rostro.

Pero Tristán esbozó la misma sonrisa misteriosa de antes.

—Creo que fue mucho peor para Stefan que para mí —le susurró al oído—. Mirad, nos habíamos conocido en un gran torneo, donde nos enfrentamos, y yo lo derroté en todas las pruebas. Cuando cazábamos juntos, yo disparaba mejor y era mejor jinete. Me admiraba y a la vez me apreciaba, y yo le quería por ello porque conocía el alcance de su orgullo y de su amor. Como pareja, yo era quien tomaba la iniciativa.

»Luego, nuestras obligaciones nos forzaron a regresar a nuestros respectivos reinos. Gozamos de tres noches furtivas de amor, quizás alguna más, en las que él se entregó tanto como un muchacho puede entregarse a un hombre. Luego vinieron las cartas, que finalmente resultaron demasiado dolorosas de escribir. Después, la guerra. El silencio. El reino de Stefan se alió con el de la reina. Posteriormente, los ejércitos de su majestad llegaron a nuestras puertas... Y se produjo este extraño encuentro en el castillo de la reina: yo de rodillas a la espera de ser entregado a un amo respetable, y Stefan, el joven deudo de la reina, sentado en silencio a su derecha en la mesa de banquetes. —Tristán sonrió una vez más—. No, para él fue peor. Me abochorna admitir que mi corazón brincó al verle. He sido yo quien, por despecho, he obtenido la victoria al abandonarlo.

—Sí. —Bella lo entendía porque sabía que había hecho lo mismo con el príncipe de la Corona y con lady Juliana—. Pero, el pueblo, ¿no sentíais miedo? —Su voz se volvió a quebrar. ¿Estarían muy lejos del pueblo, mientras hablaban de él? —.

¿O es que era la única manera? —preguntó quedamente.

—No lo sé. Seguro que hubo más cosas aparte de esto —respondió Tristán en un susurro, pero se detuvo algo confuso—. Por si os interesa —confesó—, estoy aterrorizado. —Pero lo cierto es que lo dijo con tal calma, con una voz tan rebosante de seguridad y serenidad, que Bella no pudo creerlo.

La crujiente carreta había tomado otra curva y los guardias se habían adelantado a caballo para recibir órdenes del jefe. Los esclavos aprovecharon la ocasión para murmurar entre ellos, aunque seguían demasiado temerosos y obedientes como para deshacerse de las pequeñas embocaduras de cuero. No obstante, aún eran capaces de consultarse ansiosamente sobre el destino que les esperaba, mientras el carro continuaba oscilando en su lento avance.

—Bella —dijo Tristán—. Nos separarán cuando lleguemos al pueblo. Nadie sabe qué nos va a pasar. Sed buena, obedeced. En el fondo, no puede ser... —De nuevo la inseguridad lo obligó a interrumpirse—. No puede ser peor que en el castillo.

Bella pensó que había detectado un tenue matiz de perturbación en su voz aunque, al alzar la mirada hacia él, vio un rostro casi severo, sólo los hermosos ojos se habían ablandado un poco. Bella apreció un leve atisbo de barba dorada en su mandíbula y deseó besarla.

—¿Os preocuparéis por mí cuando nos separen, intentaréis encontrarme, aunque sólo sea para hablar un poco conmigo ? —preguntó Bella—.

Oh, sólo saber que estaréis allí... Pero, no, no creo que vaya a ser buena. No veo por qué debo seguir intentado ser buena. Somos malos esclavos, Tristán. ¿Por qué íbamos a obedecer ahora?

—No digáis eso. Me preocupáis.

A lo lejos se oía un débil fragor de voces, el rugido de una numerosa multitud. Por encima de las suaves colinas, llegaba el bullicio de una feria de pueblo y de cientos de personas que hablaban, gritaban y se arremolinaban.

Bella se apretujó un poco más contra el pecho de Tristán. Sintió una punzada de excitación entre las piernas y la fuerza con que latía su corazón. El miembro de Tristán volvía a endurecerse pero no estaba dentro de ella y de nuevo fue una agonía tener las manos ligadas, no poder tocarlo. De repente, la pregunta de Bella carecía de significado, no obstante la repitió, entre el estruendo cada vez mayor de aquel rugido distante.

—¿Por qué debemos obedecer si ya hemos sido castigados?

Tristán también oía los crecientes sonidos lejanos. El carretón cobraba velocidad.

—En el castillo nos dijeron que debíamos obedecer siempre —dijo Bella—. Era lo que deseaban nuestros padres cuando nos enviaron para prestar vasallaje a la reina y al príncipe. Pero ahora somos esclavos malos...

—Si desobedecemos, lo único que lograremos será un castigo aún peor —contestó Tristán, aunque un extraño brillo en su mirada traicionaba sus palabras. Sonaban falsas, como si repitiera algo que debía decir por el bien de ella—. Debemos esperar y ver qué sucede —continuó—. Recordad, Bella, al final conquistarán nuestra voluntad.

—Pero ¿cómo, Tristán? —preguntó—. ¿Queréis decir que os condenasteis a esto y aun así obedeceréis? —De nuevo sentía la misma agitación que experimentó en el castillo, cuando dejó al príncipe y a lady Juliana llorando tras ella. «Soy una muchacha tan mala», pensó. Sin embargo...

—Bella, sus deseos prevalecerán. Recordad que un esclavo díscolo y desobediente les proporciona la misma diversión. Entonces, ¿por qué resistirnos? —preguntó Tristán.

—¿Por qué esforzarse en obedecer? —replicó Bella.

—¿Tenéis fuerzas para ser tan mala en todo momento? —inquirió él. Hablaba en voz baja pero apremiante, con su cálido aliento en el cuello de la muchacha, a quien empezó a besar otra vez. Bella intentaba impedir que el rugido de la multitud penetrara en su mente; era un sonido horrendo, como el de una gran bestia en el momento de salir de su cubil. Estaba temblando.

—Bella, no sé qué he hecho —dijo Tristán, que lanzó una ansiosa ojeada en dirección a aquel fragor pavoroso y amenazador: gritos, aclamaciones, la confusión de un día de feria—. Incluso en el castillo... —empezó, y entonces los ojos azules se encendieron de algo que podía ser miedo en un arrogante príncipe que no podía mostrarlo—. Incluso en el castillo, pensaba que era más fácil correr cuando nos mandaban correr, arrodillarse cuando nos la ordenaban; era una especie de triunfo hacerlo a la perfección.

—Entonces, ¿por qué estamos aquí, Tristán? —preguntó Bella, que se puso de puntillas para poder besarle los labios—. ¿Por qué somos ambos unos esclavos tan malos?

Sin embargo, aunque intentaba parecer rebelde y valiente, se apretó contra Tristán llena de desesperación.

LA SUBASTA EN EL MERCADO

La carreta se había detenido y Bella alcanzó a ver, entre la maraña de brazos blancos y cabellos desgreñados, las murallas del pueblo que se extendía más abajo, por cuyas puertas abiertas salía una multitud variopinta que se lanzaba corriendo a los prados.

Rápidamente, los soldados obligaron a bajar del carretón a los esclavos, a quienes apremiaban a agruparse sobre la hierba a golpe de correa.

Bella quedó inmediatamente separada de Tristán, a quien apartaron bruscamente sin ningún otro motivo aparente que el capricho de uno de los guardias.

A los demás cautivos les estaban retirando las embocaduras de cuero.

—¡Silencio! —resonó el vozarrón del jefe de patrulla—. ¡En el pueblo, los esclavos no hablan!

¡El que abra la boca volverá a ser amordazado con mucha más crueldad que antes!

Rodeó con su caballo el pequeño grupo de penados, obligándolos a apretarse más, y ordenó que se les desataran las manos; ¡Y pobre del esclavo que retirara las manos de la nuca!

—¡En el pueblo, vuestras voces descaradas no hacen ninguna falta! —continuó—. ¡Ahora sois bestias de carga, tanto si esa carga es el trabajo como el placer de los amos! ¡Mantendréis en todo momento las manos en la nuca, de lo contrario, os enyugarán y os llevarán por los campos para que tiréis del arado!

Bella temblaba frenéticamente. La obligaron a ponerse en marcha, pero no encontraba a Tristán por ningún lado. A su alrededor no veía más que largas cabelleras movidas por el viento, cabezas inclinadas y lágrimas. Al parecer, una vez desamordazados, los esclavos lloraban más suavemente y se esforzaban por guardar silencio; pero los guardias seguían impartiendo las órdenes a gritos.

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