—¿Cómo podías pensar…?
—Tú no la has escuchado —le cortó con gravedad.
—Michael…
—Discúlpame… Rachel también se enfadaba cuando se lo insinuaba. Ella me superaba en todo. Veía las cosas con tanta claridad… Decía que cualquiera daría la vida a cambio de escuchar algo tan bello. —Fabien no pudo evitar un nudo de emoción en el pecho. Apretó el hombro de su amigo—. Le juré que nunca volvería a interpretarla. Ella se enfadó muchísimo, pero yo necesitaba ofrecerle algo en aquel momento. Iba a permanecer en este mundo mientras que ella… Ningún otro oído, ni humano ni divino, debía escuchar jamás aquella melodía maldita.
—Sigue —le instó su amigo.
—Rachel transigió, pero me pidió una única cosa. Me pidió que… —La congoja le impedía hablar—. Me pidió que cuando ella muriera la tocase una vez más. Una sola vez. —Una lágrima furtiva le recorrió el rostro y cayó sobre la pechera blanca—. Dijo que la melodía sería su guía, que las notas trazarían un sendero mágico en el cielo y que, gracias a él, su alma caminaría segura hacia el paraíso.
Rompió a llorar.
—Michael…
—¡Hace diez años que Rachel ha muerto, y aún no he sido capaz de tocarla! No puedo dejarla marchar, la necesito aquí, conmigo, ayudándome a sobrellevar esta soledad que me ha hecho perder la cabeza. Sé que ella quería irse, carece de sentido aferraría a este mundo. ¡Soy el ser más egoísta que puedas imaginar! ¡El más egoísta!
—No digas eso…
—Es la verdad. Soy consciente de ello, pero al mismo tiempo no puedo luchar contra mí mismo. ¡Oh, Dios! ¡Rachel me lo pidió, me lo pide cada día, pero si toco esa melodía la perderé para siempre!
Se fundieron en un profundo abrazo.
—No has de preocuparte… —le susurró Fabien al oído—. Rachel te estará esperando en la isla de la luna.
Ambos permanecieron callados unos segundos. En el interior del teatro, los violines arrastraban a un público entregado hacia el clímax del Cuarto Movimiento de la sinfonía. Michael se atrevió por fin a preguntar.
—¿A qué te refieres?
En ese mismo instante, el jefe de seguridad abrió la puerta de la Sala de Patinaje. Había intentado asomarse sin hacer ruido, pero los goznes chirriaron más de lo esperado.
Fabien aprovechó la interrupción.
—Ven conmigo. —Tiró de Michael para que se levantase—. Quiero que veas algo.
—Estoy bien, créeme —se excusó aparentando estar más sereno—. Iré caminando al hotel.
—Ahora soy yo quien te pide unos minutos. Acompáñame al archivo de la biblioteca.
—¿Qué archivo?
Michael conocía la biblioteca-museo de la primera planta, pero no sabía de la existencia de ningún archivo en el edificio.
—Confía en mí.
Cuando salieron al pasillo encontraron a un grupo de trabajadores del teatro especulando sobre lo que podría haberle ocurrido al maestro. Fabien les ordenó que regresasen a sus puestos entre bastidores. Cuando se quedaron solos, condujo a Michael a través de una serie de escaleras metálicas y después por un angosto corredor que terminaba en una puerta sin indicación alguna. La abrió con una llave que sacó del bolsillo interior de la chaqueta del esmoquin y encendió los fluorescentes. Desde el primer momento Michael supo que se encontraba ante el verdadero tesoro del Palacio Garnier. En aquel austero almacén se guardaban más de trescientos años de historia, todo lo que cabía imaginar desde que Luis XIV, el Rey Sol, inauguró la Academia Real de Música: vestidos, maquetas de decorados, dibujos y pinturas que evocaban la vida musical de París y cientos de partituras y libretos originales.
—Nunca había entrado aquí —dijo Michael, sorprendido.
—Tenemos muchísimo material sin clasificar —le confesó Fabien al tiempo que se introducía en una galería flanqueada por estanterías—, pero al menos conservamos todas estas cosas en nuestro poder.
Apartó unos cuadros embalados que le impedían llegar a un armario.
—¿Qué buscas?
—Perdona por la cantidad de polvo —dijo sin contestarle, apartando la cabeza para no respirar la nube que se formó al mover los bultos.
Se estiró para abrir un cajón y sacó una caja protegida por una funda de tela. La colocó sobre la mesa del archivero y la abrió con mimo.
—Aquí lo tienes.
Le mostró con orgullo un manuscrito sencillo, tan sólo cuatro hojas que habían sido cosidas por un extremo para evitar que se desperdigasen.
—¿Por qué me lo enseñas?
—Es una pieza única.
—Parece una carta.
—Es más bien un testamento. Una descarnada declaración de principios, escrita en el lecho de muerte por un personaje fascinante.
Fabien apenas podía controlar una sonrisa.
—¿Quién es ese personaje? —preguntó Michael, cediendo vagamente ante la emoción de su amigo.
—El Rey Sol.
—¿Cómo?
—Ya lo has oído. Estas páginas fueron escritas por el mismísimo Luis XIV, el Rey Sol.
Michael negó con la cabeza.
—Eso es imposible.
—¿Por qué lo crees?
—No estarían aquí si de verdad fueran de su puño y letra. El manuscrito no puede ser auténtico.
—¿Has pensado que quizá su importancia no radique en si es o no auténtico?
—¿Cómo?
—¿Acaso no engrandecen nuestra vida aquellos sueños en los que de verdad creemos, aunque nunca lleguen a convertirse en realidad?
Michael sostuvo el manuscrito entre sus manos.
—¿Qué quieres que haga?
—Quiero que lo leas.
Le miró con desconcierto.
—No pretenderás que lo lea ahora.
—Son sólo cuatro páginas.
—Fabien, hoy no estoy para…
—Cuando termines lo comprenderás.
Fabien Rocher sacudió el polvo de un par de sillas plegables y las acercó a la mesa. Pulsó el interruptor del flexo y un círculo amarillento se dibujó sobre el manuscrito.
Michael deslizó la yema de los dedos sobre la primera frase:
Soy un rey tumbado en una cama, de lado sobre la pierna sana…
Miró a su amigo a los ojos.
—Me quedaré aquí contigo —susurró Fabien—. Tú limítate a leer.
Era poco lo que le pedía, después de lo que había pasado en el teatro. Sin decir nada más, dejó escapar un suspiro entrecortado y comenzó de nuevo:
Soy un rey tumbado en una cama, de lado sobre la pierna sana. Estoy carcomido por la gangrena y mientras escribo estas líneas me invade un miedo atroz. Mucho más del que Matthieu sentía cuando las olas estaban a punto de llevarle al fondo del océano. Yo tiemblo de terror, pero no ante la muerte, sino ante la vida que me haya granjeado en el otro mundo. Tiemblo tanto que a cada momento he de dejar la pluma a un lado, porque derramo la tinta y mancho lo que ya he escrito.
Llegué al trono de Francia cuando sólo contaba cinco años de edad. Dispuse de tres madres para mis diecisiete hijos, combatí en guerras victoriosas, dominé Europa y multipliqué las colonias. Convertí Versalles, un antiguo refugio de caza, en el palacio más deslumbrante del mundo conocido, sobrecogedor para los embajadores extranjeros, espléndido para los artistas que en sus jardines representaban música, danza y teatro. Y ahora, ¿en qué rincón de mi alma reside todo aquello? ¿Cómo puedo no conservar ni un pétalo desprendido de tanta magnificencia? Resulta paradójico que vaya a morir a causa de las quemaduras del mismo sol que me dio su nombre. ¡Maldita gangrena, y maldito cuerpo mortal!
Mi sangre mezclada con la de Habsburgos y Médicis se corrompe y no puedo hacer nada por evitarlo. Todos mis hijos legítimos han muerto, y sólo un bisnieto de cinco años podrá sucederme. Mi legado consistirá en una vana lucha de ambiciones por la regencia, por mis posesiones, por Francia. Y Versalles se desvanecerá conmigo, piedra a piedra.
Por eso escribo bajo la tenue luz de las velas, respirando esta nueva mezcla de aromas con la que el perfumero real trata de mitigar el hedor de mi carne pútrida. Escribo en mala postura, apoyando los pergaminos en el colchón cubierto de seda. Pero nada es el dolor de la pierna comparado con el que me inflige la infección que me descompone el alma. Muero atormentado por un solo recuerdo: los ojos de un joven músico de la corte a quien mandé a África de forma despiadada. Matthieu Gilbert, así se llamaba aquel hombre único, irrepetible, el violinista a quien impedí mostrarme el camino hacia la isla de la luna. Él, y no yo, sí que nació de la semilla derramada por algún dios. Aun después del mal que le hice, me ofreció lo mejor que poseía. Y yo lo desprecié, lo desprecié… Me torturaba cada una de sus palabras llenas de belleza, de candor intacto, de pureza. Su perdón fue mi castigo. ¿Por qué no me odiaste, maldito Matthieu?
Me incorporo, aparto con desgana los pergaminos y miro a mi alrededor: los tapices de cacerías que cubren las paredes de mi estancia privada, la mesa con mapas de las últimas rendiciones, los zapatos con hebilla de perlas que compró mi esposa al artesano del puente de Saint-Michel, y sé que me he equivocado en todo. Tu música era como la vida: era pasión, poder y dolor. ¿Por qué no me percaté de que en tu violín estaba mi salvación, y también la de Francia, y la del resto del mundo?
¡Qué distinta habría sido la muerte! Sé que me quedan apenas unas horas antes de convertirme en un fardo de piel reseca sobre esta cama, y sólo pienso en la noche que compusiste tu primera tormenta…
M
atthieu fue concebido en 1664 en un barrio de París atestado de ratas y violines. Su madre, la joven Marie, trabajaba de sirvienta en casa de un maestro escribano que cometió la torpeza de dejarle acudir al baile que cerraba la fiesta de primavera. Su padre pudo ser cualquiera de los tres soldados que custodiaban la puerta Este de la plaza para evitar trifulcas. Marie nunca supo con cuál de ellos había terminado la noche, tal era la cantidad de cerveza que le habían hecho ingerir siguiendo las reglas de un juego improvisado.
Estaba escrito que la música regiría la vida de Matthieu, incluso antes de su nacimiento. Durante sus nueve meses de gestación tuvo la fortuna de escuchar, desde el vientre de su madre, cómo el organista Marc-Antoine Charpentier, uno de los compositores más importantes de la historia de Francia, iba extrayendo del teclado sus mejores obras. ¿Quién no habría sucumbido ante semejante hechizo? Charpentier era hermano del maestro escribano para el que trabajaba Marie, si bien ambos tenían poco en común. Mientras que el maestro escribano personificaba la burguesía más conformista de París, Charpentier vivía en el limbo de los músicos, regido sólo por las normas del solfeo. Por eso aquél, a sabiendas de que los genios suelen cuidar poco de sí mismos, enviaba cada día a su joven sirvienta a la iglesia de Saint-Louis, donde ensayaba su hermano, para asegurarse de que comía algo.
—¡Si Marie no le metiese la comida en la boca acabaría muriendo de inanición sobre el teclado del órgano! —solía quejarse el maestro escribano.
La primera vez que la joven Marie le vio interpretar una de sus obras quedó fascinada, pero no sólo por la belleza de la melodía y la perfección armónica. También le dejó muda la estampa que exhibía en el coro de la iglesia. Parecía el arquitecto del mundo, sentado en lo alto, pulsando las teclas y los pedales exactos de su órgano de tubos. A partir de entonces Marie tomó por costumbre quedarse un rato, tras dejar el almuerzo en la mesita donde Charpentier tenía los carboncillos y las partituras en blanco, para escuchar cómo iba dando forma a sus composiciones. Se acurrucaba al pie de un confesionario vacío, cerraba los ojos, acariciaba su vientre hinchado y, al poco, volaba por el crucero, mecida por la música que lo invadía todo.
En casa del maestro escribano trataban a Marie como a una más de la familia. Por eso todos estaban con ella el día del parto, cuando sus gritos se fundieron con los primeros llantos de Matthieu. La joven sirvienta sabía que se moría, y sólo quería que la señora le prometiese que trataría al bebé como si fuera suyo.
—Será como si hubiese tenido gemelos, Marie —le tranquilizó la esposa del maestro escribano, quien unos pocos días antes había dado a luz a un niño llamado Jean-Claude.
Marie cerró los ojos para siempre y Matthieu recaló en una casa que no le pertenecía. En el hogar de un intelectual acomodado que se ganaba la vida confeccionando documentos oficiales para los miembros del Parlamento. Cierto es que no era el tipo de padre que habría deseado para su hijo adoptivo una vida consagrada al violín, pero pronto aceptó que nadie puede esquivar su destino.
Desde el día en que nació, Matthieu demostró una atracción enfermiza por todo aquello que estuviera relacionado con la música. Chillaba hasta que a su madre le dolían los oídos para que le aupase a la ventana cuando pasaba por la calle algún flautista ambulante, y era capaz de llorar durante horas hasta lograr que alguien le llevase a ver ensayar a su tío. Parecía arrancar sonido a todo aquello que llegaba a sus manos: tan pronto hacía ulular los vasos rozando el borde con la yema de su pequeño dedo índice, como se pasaba horas golpeando la mesa con una cuchara siguiendo el ritmo de alguna pieza que había escuchado una sola vez y que su mente repetía de forma obsesiva. Pero fue en la fiesta con la que celebraron su quinto cumpleaños cuando ocurrió algo que le marcó para siempre.
Aquella tarde de agosto el sol azotaba la casa. Cuando llegó el último invitado, el pequeño Matthieu —a quien nadie había visto desde hacía un rato—, se presentó en la sala mostrando en su rostro la emoción de los artistas que se exhiben por primera vez ante su público. Llevaba en la mano un palo de medio metro, con el que su madre removía el agua, la grasa y la sosa en la marmita que usaba para hacer jabón. Lo colocó sobre el hombro, miró de reojo a los demás y comenzó a simular que tocaba el violín mientras canturreaba una melodía popular francesa. Los movimientos que ejecutaba con un arco imaginario sobre el palo eran sorprendentemente acordes con los que un profesional habría llevado a cabo para interpretar aquella canción.