El décimo círculo (36 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: El décimo círculo
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Echó un último vistazo a la habitación, buscando encima del tocador, debajo de la cama y en los cajones del escritorio algo que sabía que se dejaba, pero al final tuvo que marcharse sin haber encontrado el valor necesario, a riesgo de llegar tarde.

Durante sus ejercicios de rebeldía, Trixie había aprendido cuáles eran las tablas de madera del pasillo que crujían traicioneras y cuáles las que eran capaces de guardar un secreto. La más alevosa era la que estaba justo delante de la puerta del estudio de su padre. A veces había llegado a preguntarse si no le habría pedido al constructor que la pusiera allí adrede, pensando con mucha previsión. Si quería pasar por allí sin hacer ruido, Trixie tenía que caminar pegada a la pared interior de la casa, y luego seguir en diagonal procurando no chocar contra la barandilla. A partir de allí, tan sólo era cuestión de evitar el tercer y séptimo escalón, y era libre. Podía coger el autobús que paraba a tres manzanas de casa, bajarse en el centro e ir caminando basta la iglesia.

La puerta del estudio de su padre estaba cerrada. Trixie avanzó con precaución, pisó con cautela y sorteó el peligro, bajando en silencio la escalera. El suelo del cambiador del zaguán parecía el escenario de un descuartizamiento: botas desparramadas, abrigos olvidados, guantes por el suelo. Trixie cogió lo que necesitaba entre el montón, se enrolló una bufanda al cuello y abrió la puerta con cautela.

Su padre estaba sentado en el interior de la furgoneta con el motor en marcha, como si hubiera estado esperándola desde el principio. Tan pronto como la vio salir de casa, bajó la ventanilla apretando el botón electrónico.

—Sube.

Trixie se acercó al coche y miró dentro.

—¿Dónde vas?

Su padre se inclinó hacia la puerta del acompañante y la abrió.

—Al mismo sitio que tú.

Al girar el cuerpo en el asiento para salir marcha atrás por el camino de entrada, Trixie distinguió la camisa con cuello y la corbata que llevaba debajo del abrigo.

Mantuvieron silencio durante un par de manzanas, hasta que por fin ella preguntó:

—¿Por qué has querido ir?

—Yo no quiero ir.

Trixie contemplaba la nieve que saltaba despedida de las ruedas para ir a asentarse en la seguridad de la mediana de la carretera. Puntos entre rayas pintadas, deletreaban en código morse lo que había quedado por expresar de la frase de su padre: «Pero tú sí».

Laura estaba sentada en el centro de estudiantes, pensando que le gustaría ser una octava parte de inteligente de lo que eran las consejeras que escribían el «Buzón de Annie». Tenían respuesta para todo, por lo que parecía, sin dudar siquiera.

Los días que habían seguido a la muerte de Jason, se había vuelto adicta a esa columna, que necesitaba tanto como su taza de café de la mañana.

Mi nuera se casó con una talla treinta y cuatro y ha ido aumentando más y más. Es una persona encantadora, pero me preocupa mucho su salud. Le he regalado libros y vídeos con ejercicios, pero no han servido de nada. ¿Qué puedo hacer?

Flaca, desde Savannah.

Mi hijo de catorce años ha dejado de ponerse sus boxers de siempre y le ha dado por usar tangas de raso que ha visto en un catálogo. ¿Es una moda que aún no ha llegado aquí o tengo que preocuparme de que se vuelva travestí?

Nerviosa, desde Nevada.

En su lecho de muerte, mi tía abuela me confió un secreto, que mi madre nació fruto de una relación extramatrimonial. ¿Le digo a mi madre que sé la verdad?

Confundida, desde California

La obsesión de Laura se había hecho mayor por el mero hecho de comprobar que no era la única con la cabeza llena de preguntas. Algunas de las cartas eran frívolas, otras le llegaban a lo más hondo del corazón. Pero todas apuntaban a una verdad universal: ante cualquiera de las encrucijadas que se nos presentan en la vida, la mitad de nosotros estamos destinados a tomar el camino equivocado.

Abrió el periódico por la página del buzón, pasando de largo la tira de Marmaduke y el crucigrama, y al encontrar la sección del consultorio, estuvo a punto de derramar el café de la taza.

He tenido una aventura. Todo ha terminado y lamento que haya sucedido. Me gustaría contárselo a mi marido para empezar de nuevo. ¿Debo hacerlo?

Arrepentida, desde Rochester.

Laura se había quedado sin respiración.

Nunca nos cansaremos de repetirlo —respondían los columnistas—. Alguien que no sabe es alguien que no sufre. Ya le has causado a tu marido bastante perjuicio, ¿de verdad te parece más justo hacerle sufrir para así tranquilizar tu conciencia? Compórtate como una mujer madura —le decían—. Todos nuestros actos tienen consecuencias.

Le latía el corazón con tal fuerza que alzó la vista convencida de que todos los que había allí la estaban mirando.

Había tenido mucho cuidado en no plantearse la pregunta que debería haberse hecho: si no hubieran violado a Trixie, si Daniel no la hubiera llamado al despacho la misma noche en que había roto su relación con Seth… ¿se lo habría contado a su marido? ¿Se lo habría guardado para sí, como una piedra en el alma, como un cáncer que habría enturbiado para siempre sus recuerdos?

«Alguien que no sabe es alguien que no sufre».

El problema de tranquilizar la propia conciencia era que por mucho que pensaras que de esa forma hacías borrón y cuenta nueva, para volver a empezar, luego las cosas no funcionaban así exactamente. Lo que ya está hecho, nunca llega a borrarse del todo. Como Laura sabía para entonces, la mancha no se va, la ves cada vez que él te mira, durante ese instante en que tiene que esforzarse por disimular la decepción en sus ojos.

Laura pensó en lo que no le había contado a Daniel y en las cosas que él no le había contado a ella. Quizá en un matrimonio las mejores decisiones eran las que se tomaban basándose no en la sinceridad, sino en las heridas sangrantes que podía causar la verdad, frente a las que podían evitarse gracias a la ignorancia.

Con sumo cuidado, marcó con fuerza el diario por el pliegue y lo rasgó poco a poco, hasta cortar totalmente la columna de los consejos sentimentales. Acto seguido dobló el recorte y se lo guardó bajo el tirante del sujetador. La tinta le dejó los dedos manchados, como cuando leía el periódico. Imaginó un tatuaje capaz de traspasarle la carne, el hueso y la sangre hasta el corazón, a modo de advertencia, de recordatorio para no volver a cometer el mismo error.

—¿Lista? —preguntó Daniel.

Trixie llevaba cinco minutos sentada en la furgoneta, observando cómo la multitud de ciudadanos entraba en la minúscula iglesia metodista. Habían pasado ya el director del instituto, así como el alcalde y los concejales del municipio. Desde la escalera de la iglesia retransmitían el evento dos cadenas de televisión locales, cuyos locutores Daniel reconoció por haberlos visto en los noticiarios vespertinos.

—Sí —dijo Trixie, pero sin hacer e] menor movimiento para bajar del vehículo.

Daniel sacó las llaves del contacto y se apeó de la furgoneta, que rodeó hasta el lado del acompañante. Abrió la portezuela y le desabrochó a Trixie el cinturón de seguridad, como cuando era una niña pequeña. La sostuvo de la mano mientras ella salía al encuentro del frío.

Dieron tres pasos.

—Papá —dijo ella deteniéndose—, no sé si voy a poder.

Al verla vacilar, a él le entraron ganas de volver a meterla en la furgoneta, a resguardo de cualquier cosa que pudiera hacerle daño para que nadie la lastimara nunca más. Pero, como había aprendido por el peor de los métodos, eso no era posible.

Le pasó el brazo alrededor de la cintura.

—Yo te ayudaré —dijo, conduciéndola por la escalera de la iglesia y pasando por delante de los ojos estupefactos de las cámaras de televisión y superando una carrera de obstáculos en forma de cuchicheos, hasta llegar al lugar en que ella necesitaba estar.

Por un instante, la atención de todos los que había en la iglesia se trasladó del joven que yacía en el féretro cubierto cíe lirios a la chica que entraba por la doble puerta. En el exterior, cuando se vio solo, Mike Bartholemew salió de detrás del grueso tronco de un roble y se agachó junto al rastro de huellas de botas que Daniel y Trixie Stone habían dejado tras de sí en la nieve. Colocó una regla al lado de la huella más nítida de las botas más pequeñas y sacó una cámara del bolsillo, con la que hizo unas fotos. Luego roció la pisada con un aerosol y dejó que la roja capa de cera se secara en la nieve, antes de aplicar el yeso dental para obtener un molde.

Cuando los asistentes al oficio fúnebre regresaron a sus coches para desplazarse en procesión hasta el cementerio para el entierro, Bartholemew estaba ya de camino hacia la comisaría de policía, con la intención de comparar la bota de Trixie Stone con la misteriosa huella encontrada en la nieve en el puente bajo el que Jason Underhill había hallado la muerte.

—Bienaventurados los que sufren —recitaba el ministro metodista—, porque ellos serán consolados.

Trixie se apoyó con más fuerza contra la pared del fondo de la iglesia. Desde allí, su visión estaba totalmente tapada por la gente que se agolpaban en la nave para la misa en memoria de Jason. Así no tenía que mirar al reluciente ataúd. Ni tenía que ver tampoco a la señora Underhill, desplomada contra su esposo.

—Amigos, estamos aquí reunidos para buscar el consuelo y el apoyo mutuos en estos momentos de dolor por la pérdida de un ser querido… pero sobre todo para conmemorar y celebrar la vida mortal de Jason Adam Underhill y su bienaventurada vida eterna junto a nuestro Señor Jesucristo.

Las palabras del ministro estaban salpicadas por la tos nerviosa de los hombres que se habían jurado a sí mismos que no iban a llorar y por los caprichosos accesos de hipo de las mujeres que sabían que era mejor no jurar cosas que no podrían cumplir.

—Jason era uno de esos chicos brillantes que parecen haber nacido con estrella. Hoy lo recordamos por cómo era capaz de hacernos reír con una broma y por la devoción con que se entregaba a todo que hacía. Lo recordamos como un hijo y un nieto cariñoso, un primo atento, un amigo leal. Lo recordamos también como un deportista privilegiado y como un estudiante aplicado. Pero, por encima de todo, lo recordamos porque Jason, en el poco tiempo en que hemos disfrutado de su compañía, consiguió emocionarnos a todos.

La primera vez que Jason tocó a Trixie estaban en el coche de él. Jason pretendía enseñarle a conducir cuando aún no tenía la edad legal. «Tienes que ir soltando el pedal del embrague cuando hayas puesto la marcha», le explicaba mientras el pequeño Toyota daba sacudidas de un lado a otro del aparcamiento vacío. «A lo mejor tendría que esperar a tener dieciséis años», le había dicho Trixie, después de calar el coche por enésima vez. Jason había entrelazado los dedos con los suyos sobre la palanca de cambio guiándola para poner las marchas, hasta que ella sólo pudo pensar en la temperatura de esa mano que calentaba la suya. Jason le había mirado con una sonrisa de medio lado. «¿Por qué esperar?».

La voz del pastor crecía como una enredadera.

—En el capítulo tercero del libro de las Lamentaciones escuchamos estas palabras: «Mi alma ha perdido la paz, he olvidado lo que es la dicha, por eso digo: “No volverá mi antiguo esplendor, no espero ya nada de cuanto esperé del Señor”». Nosotros, los que hemos perdido a Jason, debemos preguntarnos si no serían éstos los pensamientos que tanto abrumaron su corazón, que le llevaron a creer que no le quedaba más salida.

Trixie cerró los ojos. Había perdido la virginidad en un campo de altramuces detrás de la pista de hockey, donde se amontonaban las virutas de hielo que habían limpiado las máquinas acondicionadoras, formando un paisaje de invierno artificial en medio de las flores de septiembre. Jason le había cogido la llave prestada al encargado del pabellón y había llevado a patinar a Trixie cuando cerraron la pista al público. Él mismo le había atado los cordones de los patines y le había dicho que cerrara los ojos. Cogiéndola de las manos, se había puesto a patinar hacia atrás tan de prisa que a ella le había dado la impresión de precipitarse al vacío. «Estamos escribiendo en cursiva —le dijo él, mientras trazaba una línea recta—. ¿Puedes leerlo?». Giró en curva todo lo que daba el ancho de la pista, luego trazó un círculo con los patines, un ángulo recto, una curva más cerrada, hasta concluir con una espiral. «¿T
E QUIERO
?», preguntó Trixie, y Jason se había reído. «Has estado cerca», dijo. Luego, en aquel campo, ocultos a la vista por la montaña de recortes de hielo, Jason también se había movido a la velocidad del rayo y Trixie casi no había podido seguir su ritmo. Cuando él empujó para penetrar en ella, Trixie volvió la cara hacia los altramuces, que temblaban sostenidos por sus trémulos tallos, para que él no se diera cuenta de que le había hecho daño.

—En estos últimos días, los amigos y familiares de Jason habéis tenido que enfrentaros a las incógnitas que rodean su muerte. Estáis sintiendo tal vez una pequeña parte del dolor que Jason sufrió en esas últimas y tristes horas. Es posible que estéis reviviendo la última vez que hablasteis con él, preguntándoos quizá: «¿Hay algo que yo podría haber dicho o hecho? ¿Habría servido de algo?».

Trixie vio de pronto el rostro de Jason cuando la retenía contra la blanca alfombra de la sala de estar de Zephyr. Si aquella noche hubiese tenido el valor de mirar, ¿habría visto los hematomas que le afloraban en la mandíbula, la sonrisa que se le pudría y se le caía a trozos de la cara?

—Señor salvador nuestro, te encomendamos a tu siervo Jason Underhill. Te suplicamos reconozcas a tu hijo…

El aliento de Jason le rozaba los labios, pero sabía a gusanos. Sus dedos le apresaban con tal fuerza las muñecas que bajó la vista y entonces vio que sólo tenía huesos, de los que se le había desprendido la carne.

—Recíbelo en tu infinita misericordia. Concédele la paz y la vida eterna iluminada por tu luz.

Trixie se esforzó por volver a concentrarse en las palabras del pastor. También anhelaba la luz, pero lo único que veía eran retazos negros y azules de las noches en que Jason la rondaba para acosarla. O tal vez veía las noches en que había ido a él por propia voluntad. Ahora todo estaba mezclado. No podía separar al Jason real del fantasma; no era capaz de desentrañar lo que quería de lo que no quería.

Quizá siempre había sido así.

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