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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (18 page)

BOOK: El décimo círculo
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En realidad, era Laura la que le había dicho que se estaba haciendo famoso. Ambos habían asistido en Nueva York a una fiesta de Navidad organizada por Marvel. Al entrar en la sala, se habían visto separados por la aglomeración. Más tarde, ella le había dicho que a medida que él se abría paso entre la gente, había oído cómo todo el mundo hacía comentarios a su paso. «Daniel —le había dicho—, la gente te conoce».

Cuando, años atrás, le habían dado por primera vez una historia de prueba para que la dibujara —una historieta malísima que se desarrollaba en el exiguo interior de un avión—, había centrado sus preocupaciones en cosas a las que ya no se te ocurriría dar importancia: tener minas de punta fina para el lápiz en lugar de otras demasiado blandas, comprobar la geometría de los arcos, el tacto de una regla en la mano. Si de algo hubiera debido preocuparse, debería haber sido de dibujar más con las entrañas cuando empezaba: arte emocional, en lugar de cerebral. La primera vez que había dibujado a Batman para DC Comics, por ejemplo, había tenido que reinventar al héroe. La versión de Daniel tenía muy poco que ver con la progresión histórica de la representación artística del personaje, y mucho, en cambio, con las horas que se había pasado examinándolo de pequeño y recordando el aspecto que más le había gustado de Batman.

Aquel día, en cambio, dibujar no le aportaba ningún tipo de placer ni de consuelo. Seguía pensando en Trixie y en dónde debía de estar a esas horas, y si era buena o mala señal que no le hubiera llamado aún para decirle cómo le iba. Normalmente, cuando estaba nervioso, Daniel se levantaba y se paseaba por toda la casa, o incluso corría un poco para estimular el cerebro y recuperar a su musa perdida. Pero Laura estaba en casa, no tenía clases hasta la tarde, lo cual era suficiente para tenerle encerrado en el estudio. Era más fácil enfrentarse a una página en blanco que intentar sacar del aire las palabras correctas para reconstruir un matrimonio.

La tarea de ese día era dibujar una serie de viñetas ambientadas en el infierno con demonios adúlteros: pecadores que en vida se habían deseado el uno al otro y que en la muerte no podían separarse. A Daniel no se le había pasado por alto la ironía de tener que dibujar justamente eso, teniendo en cuenta su situación personal. Imaginó un torso masculino y otro femenino, que salían de un mismo tronco común. Visualizó un ala en cada espalda. Veía garras que se estiraban para robar el corazón del héroe, porque así era exactamente como se sentía.

Estaba haciendo trampas; se había puesto a dibujar las secuencias de acción porque eran las más agradecidas. Siempre lo hacía así, saltar de una parte a otra de la historia, para no cargar las tintas en la primera viñeta. Pero, además, si iba mal de tiempo para un plazo de entrega, era más fácil dibujar líneas rectas, edificios y carreteras que figuras dinámicas.

Daniel comenzó a esbozar el perfil de una desgarbada criatura con forma de ave, mitad hombre, mitad mujer. Bosquejó un ala… No, demasiado parecida a un ala de murciélago. Estaba soplando los restos de goma de borrar de la superficie del papel Miraweb cuando Laura entró en el estudio, con una taza de café en la mano.

Él dejó el lápiz encima de la mesa y se recostó contra el respaldo de la silla. Laura no solía visitarle en su estudio. La mayor parte del tiempo no estaba en casa. Y, cuando estaba, siempre era Daniel el que la buscaba a ella y no al revés.

—¿Qué estás dibujando? —preguntó, echando una ojeada a las viñetas.

—Nada bueno.

—¿Piensas en Trixie?

Daniel se pasó la mano por la cara.

—¿Cómo evitarlo?

Ella se sentó en el suelo a sus pies, con las piernas cruzadas.

—Ya. A mí me sigue pareciendo que oigo el teléfono. —Se miró la taza de café que llevaba, como si se sorprendiera de ver que la sostenía—. Oh —dijo—, la había traído para ti.

Nunca le había llevado café. En realidad a él ni siquiera le gustaba el café. Pero ahí estaba ella, con la mano extendida, ofreciéndole el tazón humeante, y en ese momento Daniel imaginó los dedos de su mujer clavándosele entre las costillas como un puñal. Podía ver cómo un ala que le había salido entre los omóplatos rozaba los músculos del trapecio, recogiéndose en torno a su brazo como un mantón.

—¿Puedo pedirte un favor? —le preguntó él, aceptando la taza de café. Cogió un edredón que tenía estirado sobre el sofá del estudio y se inclinó para arropar con él a Laura.

—Cielos —exclamó ella—, hace años que no poso para ti.

Cuando él estaba empezando, la había dibujado de cien maneras diferentes: sosteniendo una pistola de agua en sujetador y braguitas; sacando medio cuerpo fuera de la cama; colgada boca abajo de la rama de un árbol del jardín. Él esperaba hasta que la pie] y la estructura familiares dejaban de ser Laura, para convertirse en una determinada contorsión de los tendones y en una posición concreta de los huesos, para trasladarlos anatómicamente a un personaje con los miembros extendidos de forma similar en la página.

—¿Para qué es la colcha? —preguntó Laura, mientras él blandía de nuevo el lápiz y comenzaba a dibujar.

—Ahora tienes alas.

—¿Soy un ángel?

Daniel echó una ojeada.

—Algo así —dijo.

En el momento en que Daniel dejó de obsesionarse con las formas del ala, su trazó cogió vuelo. Dibujaba de prisa, las líneas salían solas de su interior. Cuando se manifestaba con aquella ligereza, el arte era como respirar. No habría sido capaz de decir por qué colocaba los dedos formando tal ángulo en lugar de otro más convencional y, en cambio, con ello lograba que la figura cobrara movimiento en la viñeta.

—Levanta la colcha un poco, hasta que te cubra por encima de la cabeza —pidió.

Laura obedeció.

—Esto me recuerda tu primera historieta, sólo que más seco.

El primer encargo remunerado de Daniel había sido para Marvel, cuando había sustituido a un dibujante de la serie de Ultimate X-Men. En caso de que un dibujante de plantilla no cumpliera con alguno de los plazos, su historieta autónoma podía ser utilizada sin romper la continuidad de la saga.

Le habían encargado una historia sobre Storm de pequeña, domeñando el tiempo. En aras de la veracidad, él y Laura habían cogido el coche y se habían desplazado hasta una playa para presenciar una tempestad, con Trixie sentada todavía en el asiento para bebés. La dejaron dormida dentro del coche y ellos se sentaron en la playa, bajo la lluvia que caía a cántaros, arropados con una manta alrededor de los hombros, examinando las marcas que dejaban los rayos en la arena.

Más tarde, mientras volvían caminando al coche, Daniel había tropezado con algo muy extraño, una especie de tubito vitrificado. Era una fulgurita, le dijo Laura: arena fundida en el punto donde había caído un rayo. El pequeño tubo tenía unos veinte centímetros de largo, era rugoso por fuera pero liso por dentro en su larga garganta. Daniel lo había guardado en un compartimento lateral de la silla de Trixie, quien aún lo conservaba delicadamente expuesto en una estantería.

Era algo que le había dejado atónito: la transformación absoluta, la manifestación de que un cambio radical puede acontecer en un abrir y cerrar de ojos.

Daniel concluyó finalmente el dibujo. Dejó el lápiz, flexionó la mano y se quedó contemplando la página. Estaba bien. Estaba mejor que bien.

—Gracias —dijo, levantándose para quitarle a Laura el edredón de los hombros.

Ella se levantó también, cogiendo la colcha por dos puntas. Entre los dos la doblaron en silencio, como los soldados con la bandera de un ataúd. Cuando llegaron a la mitad, Daniel fue a cogerle la colcha de las manos, pero Laura no la soltó. Deslizó las manos a lo largo de la costura doblada hasta posarlas sobre las de Daniel y luego alzó el rostro con timidez y le besó.

Él no quería tocarla. Ella apretaba su cuerpo contra el de él a través de la colcha parachoques. Pero el instinto se abrió paso en él, como una ola gigante, y rodeó a Laura con sus brazos con tal fuerza que notó que a ella le costaba respirar. Fue un beso hambriento, violento, un banquete a costa de lo que se había perdido. Duró unos instantes, y luego ella volvió a la vida debajo de él, agarrándole la camisa con los puños cerrados, tirando de él hacia sí, consumiéndolo de una forma que él no recordaba en ella antes.

«Antes».

Con un gruñido, Daniel apartó la boca de la de ella, enterrando el rostro en la curva de su cuello.

—¿Estás pensando en él? —susurró.

Laura se quedó inmóvil, dejando caer los brazos, separados.

—No —dijo, con las mejillas encendidas.

En el suelo, entre ambos, la colcha estaba hecha un montón. Daniel distinguió en la tela una mancha en la que no había reparado hasta entonces. Se agachó y la recogió.

—Yo sí.

Los ojos de Laura se llenaron de lágrimas y al cabo de un momento salió del estudio. Al oír cerrarse la puerta, Daniel se dejó caer de nuevo en la silla. No podía alejar de su cabeza el hecho de que su mujer le hubiera engañado con otro. Era algo parecido a una raya en una mesa de madera pulida: por mucho que te esfuerces en mirar el reluciente resto de la superficie, los ojos y los dedos se desvían hacia la zona marcada, la única imperfección.

Eran las dos y cuarto, sólo faltaba media hora para ir a recoger a Trixie al instituto. Media hora tan sólo para volver a contar con aquel cojín que se interponía entre Laura y él y que evitaba que se rozaran hasta quedarse en carne viva.

Pero media hora era tiempo suficiente para que cayera un rayo. Para que las esposas se enamoraran de hombres que no eran sus maridos, para que hubiera más chicas violadas.

Daniel se cubrió el rostro con las manos. Entre los dedos extendidos vio la figura que acababa de dibujar. Mitad demonio, la criatura femenina estaba envuelta en su propia y única ala. Era la imagen calcada de Laura. Y alargaba el brazo en busca de un corazón que Daniel no podía dibujar, porque había olvidado sus dimensiones hacía años.

Jason se estaba perdiendo el entrenamiento. Sentado en las impresionantes oficinas del bufete de abogados Yargrove, Bratt & Oosterhaus, se preguntaba qué ejercicios les habría puesto el entrenador al equipo. Al día siguiente tenían partido contra Gray-New Gloucester, y él estaba en la línea de salida.

Trixie había vuelto ese día al instituto. Jason no la había visto, había alguien que se había encargado de que así fuera, pero Moss y Zephyr y otra docena más de amigos se habían tropezado con ella. Al parecer se había rapado el pelo prácticamente al cero. Mientras se dirigía a Portland, se había preguntado qué habría pasado si se hubiera tropezado con Trixie. En la lectura del acta de acusación, el juez había dicho que eso era motivo suficiente para enviar a Jason a una prisión de menores, pero seguramente había querido decir que Jason se metería en un lío si buscaba un encuentro con Trixie… no si el azar la colocaba en su camino.

Que era más o menos lo que había sucedido desde el principio.

El seguía sin poder creer que todo aquello fuera real, que estuviera sentado en esos momentos en las oficinas de unos abogados, que le hubieran acusado de violación. Seguía esperando que sonara la alarma del despertador en cualquier momento. Cogería el coche, iría al instituto y buscaría a Moss en los pasillos para decirle: «Tío, no te creerías la pesadilla que he tenido».

Dutch Oosterhaus estaba hablando con sus padres, que iban vestidos con la ropa de ir a la iglesia y miraban a Dutch como si fuera Jesús encarnado. Jason sabía que sus padres estaban pagando a ese abogado con el dinero que habían reservado para mandarle un año a una escuela privada preuniversitaria, para que tuviese más posibilidades de ingresar en un equipo universitario de hockey de primera división. Los observadores de la Gould Academy habían ido ya para verle jugar; habían dicho que era bueno y que podía estar entre los elegidos.

—Ella lloraba —decía Dutch, haciendo rodar una lujosa pluma entre los dedos—. Te suplicaba que volvieras con ella.

—Bueno, sí —repuso Jason—. Ella no… ella no se tomó la ruptura muy bien. A veces me parecía que estaba perdiendo el control, ya sabe.

—¿Sabes si Trixie iba al psiquiatra? —Dutch anotó algo para sí mismo—. Es posible que hubiera llegado a hablar incluso con alguna asesora para crisis por violación. Podríamos aducirlo como prueba de inestabilidad mental.

Jason no sabía qué demonios pretendía Trixie, pero nunca se le había ocurrido pensar que estuviera loca. Hasta la fiesta del viernes por la noche, Trixie había sido una chica tan transparente que la hacía diferente de cualquiera de las decenas de chicas con las que había salido, y que lo hacían por ostentación, por sexo o por autoengaño. Podía parecer de locos, y eso era algo que jamás admitiría ante sus amigos, pero lo mejor de haber salido con Trixie no había sido que ella, bueno, que fuera tan caliente. Era que en todo momento había sabido que, aunque él no hubiera sido un deportista o un chico de clase alta o tan popular, aun así ella habría seguido queriendo estar con él.

A él le gustaba, pero no había llegado a quererla de verdad. Al menos no creía haberla querido. No hubo relámpagos cegadores que enturbiaran su visión cuando la vio, y el sentimiento general que tenía estando con ella era el de comodidad, y no la sangre hirviendo en fuego y azufre. Si había cortado con ella había sido, por irónico que pareciera, por su propio bien. Él sabía que si le hubiera pedido a Trixie que lo dejara todo y le siguiera hasta el fin del mundo, ella lo habría hecho; en cambio si se hubieran invertido los papeles, él no habría correspondido. Ocupaban lugares diferentes dentro de una misma relación y, como todo lo que se sale de su lugar, estaban destinados a chocar tarde o temprano. Al tomar tan pronto una decisión (con delicadeza, le gustaba pensar a Jason), sólo había intentado que el desengaño de Trixie no fuera aún más duro.

Desde luego que se sentía mal por haberlo hecho. Sólo porque no estuviera enamorado de Trixie no quería decir que no le gustara.

En cuanto a lo otro, bueno, él tenía diecisiete años, y uno no le hace ascos a algo que te sirven en bandeja de plata.

—¿Quieres hablarme de lo que pasó después de encontrarla en el baño de Zephyr?

Jason se frotó la cabeza con las manos, levantándose el pelo.

—Me ofrecí a llevarla a casa y ella aceptó. Pero entonces se puso a llorar. Me dio lástima y, en fin, creo que la abracé.

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