El décimo círculo (51 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: El décimo círculo
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—Qué pasada, ¿eh?

Ella se rió casi sin querer.

—Total.

Willie se quedó recostado contra la pared, con los ojos cerrados.

—Siempre me imagino que Florida debe de ser algo así.

—¿Florida? No se parece en nada a esto.

—¿Has estado en Florida? —le preguntó Willie, intrigado.

—Sí, bueno, es un estado más, ya me entiendes.

—Me encantaría ver una naranja colgada de un árbol. En general me gustaría ver cualquier cosa que no haya aquí. —Se volvió hacia ella—. ¿Qué hiciste cuando fuiste a Florida?

Hacía tanto tiempo que Trixie tuvo que pensar un poco.

—Fuimos a Cabo Cañaveral. Y a Disney World.

Willie se puso a toquetear el suelo de madera.

—Seguro que encajabas allí.

—¿Porque es una horterada?

—Porque eres como esa hada… esa que siempre iba con Peter Pan.

Trixie se echó a reír.

—¿Campanilla?

—Sí, ésa. Mi hermana tenía el libro.

Estaba a punto de decirle que estaba loco, pero entonces se acordó de que la historia de Peter Pan iba de un niño que no quería crecer, así que decidió que no le importaba la comparación.

—Era tan bonita —dijo Willie—. Tenía luz por dentro.

Trixie se quedó mirándolo.

—¿Tú crees que soy bonita?

En lugar de contestar, Willie se levantó y se metió otra vez en la cámara caliente. Cuando ella optó por seguirlo, él ya había vertido agua sobre las piedras. Cegada por el vapor, se vio obligada a avanzar a tientas. Recorría con los dedos el áspero zócalo de madera, entre el suelo y las paredes, hasta que rozó la suave curvatura del hombro de Willie. Antes de que ella pudiera apartarse, la mano de Willie había capturado la suya. El la atrajo hacia sí, hasta que estuvieron uno frente a otro, de rodillas, en el corazón de una nube de vapor.

—Sí, eres muy bonita —dijo Willie.

Trixie se sintió como si cayera. Llevaba ese pelo negro trasquilado y tenía los brazos llenos de cicatrices, pero era como si él ni siquiera se hubiera fijado. Bajó los ojos hacia sus dedos entrelazados, una mezcla de pieles pálida y oscura, y se permitió creer que quizá pudiera haber una luz dentro de ella.

—Cuando los primeros hombres blancos llegaron a la tundra —dijo Willie—, la gente de aquí pensó que eran fantasmas.

—A veces yo también creo que lo soy —musitó Trixie.

Se inclinaron el uno hacia el otro o tal vez fue el vapor que los empujó. Y justo en el momento en que Trixie estaba segura de que ya no quedaba más aire en la habitación, la boca de Willie se cerró sobre la suya y respiró por ella.

Willie sabía a humo y azúcar. Sus manos se habían posado en sus hombros, donde permanecieron respetuosas aun cuando ella estaba deseando que la tocara. Cuando se separaron, Willie bajó la mirada al suelo.

—Nunca había hecho esto —confesó, y Trixie se dio cuenta de que cuando él había dicho que nunca había estado con una chica en una satina, había querido decir que nunca había estado con una chica.

Trixie había perdido la virginidad en una vida anterior, cuando pensaba que era algo así como un premio del que era merecedor alguien como Jason. Habían tenido sexo incontables veces, en el asiento de atrás de su coche, en la habitación de él cuando sus padres no estaban, en el vestuario del pabellón de hockey cuando estaba cerrado. Pero todo lo que había hecho con él no tenía comparación con el beso que acababa de experimentar con Willie; era imposible trazar una línea que conectara a los dos. Ni siquiera podía decir que su propia participación fuera el denominador común, porque la chica que había sido entonces era completamente diferente de la chica que era ahora.

Trixie se inclinó hacia Willie, y esta vez fue ella la que le besó a él.

—Yo tampoco —dijo, y sabía que no mentía.

Cuando Daniel tenía once años, el circo hizo su primera y única visita a la tundra. Bethel era la última parada del Circo de los Hermanos Ford, que realizaba una gira sin precedentes por el interior de Alaska. Cane y Daniel no estaban dispuestos a perderse aquel acontecimiento por nada del mundo. Se dedicaron a realizar los más variados trabajos, como pintar la casa de un anciano o construir un tejado nuevo para el baño de vapor del tío de Cane, hasta conseguir reunir quince dólares cada uno. Los anuncios, colgados en las escuelas de todos los pueblos, incluido Akiak, decían que la entrada costaba ocho pavos, así que les quedaba un montón de dinero para palomitas y recuerdos.

La mayoría de la gente del pueblo pensaba ir. La madre de Daniel iba a ir con el director, pero, en el último minuto, Cane invitó a Daniel a ir en la barca de su familia. Se sentaron en el fondo, sintiendo el frío del aluminio en la espalda y el trasero, y fueron contándose chistes de elefantes mientras bajaban por el río.

«¿Por qué un elefante es gris, grande y arrugado?».

«Porque si fuera blanco, pequeño y redondo sería una aspirina».

«¿Por qué los elefantes tienen trompa?».

«Porque harían el ridículo con un silbato».

Acudieron seis mil personas procedentes de todo el delta, muchos de ellos después de la medianoche, para ver al amanecer la llegada en avión Hércules MarkAir de los artistas y los animales. El circo se había montado en el gimnasio del Arsenal de la Guardia Nacional, cuyos servicios se habían rehabilitado como camerinos. Cane y Daniel, merodeando siempre por los aledaños de la zona de actividades, contribuyeron incluso a sostener una gruesa maroma cuando estaban clavando la gran carpa.

Durante el espectáculo aparecían perros adiestrados con unos tutus andrajosos y dos leones llamados
Lulú
y
Fresa
. También había un leopardo, que esperaba su entrada fuera de la carpa principal, bebiendo de un charco en el barro. Sonaba música de un calíope, un órgano de vapor, y había cacahuetes y algodón de azúcar, y para los niños pequeños una casa hinchable donde saltar y un pony Shetland para darse una vuelta. Cuando entró Shorty Serra como un estampido para hacer trucos de cuerda con su monstruoso caballo
Juneau
, el animal se puso de pie sobre las patas traseras, caminando por delante de los asistentes y haciendo que la multitud gritara.

Un grupo de chicos yup’ik sentados detrás de Daniel y Cane jaleaban también, alegres. Pero cuando Daniel se inclinó para decirle algo a Cane, uno de ellos le insultó: «Mirad, ya decía yo que el sitio de los
kass’aqs
era el circo».

Daniel se giró en redondo.

—Cierra el pico.

Uno de los yup’ik se volvió hacia otro:

—¿Tú has oído algo?

—¿Quieres ver como sí que notas algo? —le amenazó Daniel, cerrando los puños.

—No les hagas caso —le dijo Cane—. Son gilipollas.

Apareció el maestro de ceremonias en medio de un clamor de aplausos.

—Damas y caballeros, siento tener que comunicarles una lamentable noticia.
Tika
, nuestro elefante, se ha puesto enfermo y no podrá actuar hoy. Pero en cambio estoy encantado de presentarles… desde Madagascar… ¡a Florence y sus asombrosas palomas bailarinas!

Una mujer menuda vestida con una falda flamenca apareció con varios pájaros posados en los hombros. Daniel se volvió hacia Cane.

—¿Cómo de enfermo puede ponerse un elefante?

—Sí —dijo Cane—. Qué mierda.

Uno de los chicos yup’ik le dio un empujón.

—Como tú. Y supongo que te gustará la carne blanca también.

Los chicos del pueblo se hablan metido con Daniel toda la vida, por no tener padre, por ser un
kass’aq
, por no saber cosas propias de los nativos, cómo pescar y cazar. Cane iba con él, pero eso los chicos de la escuela lo pasaban por alto, porque al fin y al cabo Cane era uno de ellos.

Pero ésos no eran de su pueblo.

Daniel vio la expresión del rostro de Cane y sintió que algo se rompía en su interior. Se levantó, dispuesto a marcharse de la carpa.

—Espera —dijo Cane.

Daniel le ofreció una mirada lo más inexpresiva posible.

—No te he dicho que vengas —dijo, y se marchó.

No le costó mucho encontrar al elefante, encerrado en una cerca provisional sin nadie que lo vigilara. Daniel nunca había visto un elefante de cerca, debía de ser lo único que tenía en común con los chicos que vivían en sitios normales. El elefante, que cojeaba, lanzaba paja al aire con la trompa. Daniel se agachó al pasar bajo la alambrada y se acercó al animal con movimientos lentos. Le tocó la piel, cálida y arrugada, y apoyó la mejilla en una pata trasera.

Lo bueno de su amistad con Cane era que éste era un autóctono, en lo que también se convertía Daniel por asociación. Pero hasta entonces no había caído en la cuenta de que lo mismo podía decirse a la inversa: que su amistad podía convertir a Cane en un paria. Si la única manera de evitar la marginación de Cane era alejarse de él, se marcharía.

Uno hacía lo que tenía que hacer por las personas que le importaban algo.

El elefante balanceó su voluminosa cabeza hacia Daniel. Guiñó el oscuro ojo y abrió la boca de labios sueltos y caídos sin emitir ningún sonido. Pero Daniel había escuchado al animal perfectamente y le contestó en voz alta: «Mi sitio tampoco está aquí».

La calle aún estaba oscura cuando llegó el avión de carga a la mañana siguiente, volando de pueblo en pueblo para ir recogiendo a los perros que los
mushers
habían abandonado durante la carrera. Se los llevaban a Bethel, donde un adiestrador se haría cargo de ellos.

Willie conducía la furgoneta de su primo en dirección a la pista de aterrizaje y Trixie iba en el asiento del acompañante. Iban cogidos de la mano.

En el remolque iban los perros de Alex Edmonds,
Juno
y
Kingurauten
Joseph, que era devuelto al centro médico. Willie aparcó la furgoneta y empezó a pasarle los perros a Trixie, quien los pasaba a su vez al interior de la valla metálica y los ataba. Cada vez que se volvía a por otro, él sonreía y ella se derretía como si estuviera otra vez en la sauna.

La noche anterior, después de que el vapor se acabara, Willie la restregó con un paño empapado en agua caliente. Le pasó la improvisada esponja por encima del sujetador y las bragas. Luego volvieron a la habitación fría, donde la secó con una toalla, arrodillándose delante de ella para llegarle hasta la parte de atrás de las rodillas y entre los dedos de los pies, y luego se vistieron el uno al otro. Abrocharse y calzarse les pareció mucho más cercano que desabrocharse y abrirse las cremalleras, como si volver a arreglar a una persona fuera un conocimiento más íntimo que desvestirla.

—Tengo que devolverle el abrigo a mi tío —dijo Willie, aunque le había dado a ella su propio chaquetón.

Cada vez que Trixie hundía la nariz en el cuello olía a él.

Las luces de la pista de aterrizaje se encendieron de golpe, como por arte de magia. Trixie miró a un lado y a otro, pero no había ninguna torre de control.

—Los pilotos llevan un mando a distancia en los aviones —dijo Willie, riendo, y no pasaron ni diez minutos antes de que Trixie oyera el ruido de un motor al acercarse.

El avión que aterrizó era similar al que había llevado a Trixie hasta Bethel. El piloto, un muchacho yup’ik no mucho mayor que Willie, saltó del aparato.

—Hey —saludó—. ¿Esto es todo lo que me traes?

Al abrir el portón del compartimento de carga, Trixie vio una docena de perros atados a argollas. Mientras Willie hacía subir a los perros de trineo, ella ayudó a Joseph a apearse del remolque de la furgoneta. El cargaba todo su peso en ella al caminar hacia la pista y, cuando se subió al compartimento de carga, los animales se pusieron a ladrar.

—Me recuerdas a alguien a quien conocí hace tiempo —dijo Joseph.

«Eso ya me lo habías dicho», pensó Trixie, pero se limitó a asentir con la cabeza. Quizá no era que quisiera que ella lo supiera, sino que simplemente necesitaba repetirlo otra vez.

El piloto cerró la trampilla y volvió a meterse de un salto en el interior del avión. Al poco aceleró por la pista hasta que Trixie no pudo distinguir las luces de aterrizaje de las estrellas del horizonte. La pista parpadeó y quedó a oscuras de nuevo.

Notó que Willie se le acercaba en la oscuridad, pero, antes de que sus ojos se acostumbraran, vio que se les acercaba otro haz de luz. Giró hasta enfocarle directamente los ojos y Trixie tuvo que protegerse con la mano. La motonieve se detuvo, y su motor gruñó antes de que se apagara por completo y su conductor pisara los patines del vehículo.

—¿Trixie? —dijo su padre—. ¿Eres tú?

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