—Si hay mucho más ADN mitocondrial que ADN nuclear, ¿por qué no se utiliza siempre para la investigación criminal? —preguntó Bartholemew.
—Hay una pega. En general, cuando trazas una descripción del ADN nuclear, las posibilidades de encontrar otra persona con ese mismo perfil son de una entre seis mil millones. Las estadísticas del ADN mitocondrial son mucho menos excluyentes, porque, a diferencia del ADN nuclear, se hereda solamente de la madre. Eso significa que tanto la persona en cuestión como sus hermanos y hermanas tienen el mismo ADN mitocondrial… y el mismo también que su madre y los hermanos de ésta, y así sucesivamente. Es verdaderamente fascinante: una célula de óvulo femenino posee cantidades ingentes de mitocondrias en comparación con una célula de esperma. En el momento de la fertilización, las escasas mitocondrias del esperma no sólo son superadas en número, sino que resultan destruidas. —Skipper esbozó una sonrisa triunfal—. Selección natural en su más alto grado.
—Es una pena que nos tengan siempre revoloteando alrededor para el tema ese de la fertilización —dijo Bartholemew con ironía.
—No crea, tendría que ver los progresos que hacen en la puerta de al lado, en el laboratorio de clonación —replicó Skipper—. En cualquier caso, lo que quiero decirle es que el ADN mitocondrial no es de ninguna ayuda cuando se trata de elegir entre dos hermanos biológicos para determinar un sospechoso, aunque es una buena herramienta si lo que quiere es excluir de la investigación a una persona sin ningún parentesco. Estadísticamente, si se analizan quince puntos de la cadena de ADN, hay más de mil cuatrillones de perfiles de ADN nuclear, lo cual es estupendo cuando estás delante de un jurado tratando de identificar a un individuo concreto. Pero, en el caso del ADN mitocondrial, sólo hay cuatro mil ochocientas secuencias descritas hasta la fecha… y otras seis mil mencionadas en la literatura científica, por tanto, puedes concluir con una frecuencia relativa de cero con catorce o algo por el estilo; en resumen, un individuo comparte su perfil aproximadamente con un cuatro por ciento de la población. No es lo bastante definitorio para condenar a un sospechoso sin una duda razonable delante de un jurado, aunque sí te permite descartar a alguien cuando no tiene ese perfil particular.
—De modo que si el perfil del ADN mitocondrial del pelo encontrado en el reloj de la víctima no corresponde con el del cabello de Trixie Stone —dijo Bartholemew—, no puedo relacionarla con el asesinato.
—Correcto.
—¿Y si corresponde?
Skipper volvió hacia él la mirada.
—Entonces tendrá una justificación razonable para detenerla.
El sol se había saltado la tundra de Alaska. Al menos eso era lo que le parecía a Laura. ¿Por qué si no había una oscuridad total a las nueve de la mañana? Esperaba con nerviosismo a que la azafata abriera la portezuela del avión, después de haber aterrizado ya en Bethel. Bastante mal lo pasaba con su miedo a las alturas y su aversión a volar, aunque eso sólo fuera medio avión, en realidad, pues la mitad delantera se utilizaba como transporte de carga.
—¿Cómo estás? —le preguntó Daniel.
—Estupendamente —dijo Laura, tratando de parecer tranquila—. Peor habría sido una avioneta Cessna, ¿verdad?
Daniel se volvió hacia ella cuando estaban a punto de salir del aparato y le subió la capucha del abrigo. Tiró de los cordones y se los ató bajo la barbilla, como hacía cuando Trixie era pequeña y se la llevaba a jugar con la nieve.
—Hace más frío de lo que piensas —le dijo, y salió a la plataforma de la escalerilla por la que tenían que bajar a la pista de aterrizaje.
Era peor aún de lo que decía. El viento era un cuchillo que le cortaba la piel a tiras. Al respirar era como si inhalara cristales. Laura siguió con rapidez a Daniel por la pista, hasta un edificio pequeño y achaparrado.
El aeropuerto consistía en unas cuantas sillas dispuestas en apretadas filas y un único mostrador para los billetes, que nadie atendía, porque el solitario empleado se había trasladado al detector de metales para examinar a los pasajeros que cogían el vuelo de salida. Laura vio a dos chicas nativas abrazando a una mujer mayor; las tres lloraban mientras avanzaban lentamente hacia la puerta de embarque.
Había letreros en inglés y en yup’ik.
—¿Eso significa «servicios»? —preguntó Laura, señalando hacia una puerta sobre la que había un rótulo con la palabra «Anarvik».
—Bueno, en yup’ik no hay una palabra para designar los servicios —dijo Daniel con media sonrisa—. Eso se traduciría en realidad como «sitio para cagar».
La puerta de doble batiente se abría por la mitad, a izquierda y derecha. No había ninguna señal que diferenciara el servicio de caballeros del de señoras, pero, al divisar un urinario en una de las direcciones, Laura optó por la otra. Los lavabos funcionaban con pedal, así que bombeó agua accionando uno de ellos y se refrescó la cara. Se miró en el espejo.
«Si entra alguien en el servicio —pensó—, dejaré de ser una cobarde.
»Y si la familia de ahí fuera ha pasado el control de seguridad y van hacia la puerta de embarque».
»Y si Daniel está delante cuando yo salga».
Solía jugar a ese juego consigo misma continuamente. Si el semáforo cambiaba antes de contar hasta diez, entonces iría a casa de Seth después de clase. Si Daniel descolgaba antes del tercer timbrazo, se quedaría cinco minutos más.
Planteaba esas disyuntivas aleatorias y las elevaba a la categoría de oráculos, haciendo ver que con eso bastaba para justificar sus actos.
O para no justificarlos.
Se secó las manos en el abrigo y salió del lavabo. Vio a la familia llorando todavía junto al detector de metales y a Daniel de espaldas, mirando por la ventana.
Laura suspiró, aliviada, y se encaminó hacia él.
Trixie se estremecía con tal violencia que no dejaba de tirar con sus sacudidas la colcha de hierba seca que Willie había utilizado para preservarlos del frío. No era como cuando te tapas con una manta, sino que tenías que meterte dentro como en una madriguera y ponerte a pensar en lugares cálidos y pasarlo como pudieras. Los pies aún le dolían y tenía el pelo congelado, aplastado contra la cabeza. Permanecía despierta de forma voluntaria, ya que le parecía que dormirse era algo así como acercarse demasiado a la línea más allá de la cual te ponías azul y rígido y te morías, y que podías pasar de un lado a otro sin ninguna pompa.
El aliento de Willie se escapaba de su interior formando pequeñas nubes blancas que flotaban en el aire como farolillos chinos. Tenía los ojos cerrados, lo que significaba que Trixie podía observarle a su antojo. Se preguntó cómo sería pasar allí la infancia y la adolescencia, que te cayera encima una tormenta de nieve como ésa y saber qué tenías que hacer para no perecer, sin necesidad de que otra persona te salvara. Se preguntó si su padre también sabría ese tipo de cosas, si subyacía en él un conocimiento elemental de la vida y la muerte, por debajo de todas las cosas cotidianas que hacía, como dibujar un demonio, cambiar un fusible o que no se le quemaran las crepes.
—¿Estás despierto? —susurró.
Willie no abrió los ojos, pero asintió con un leve gesto, mientras una nubecilla blanca se escapaba por las ventanas de su nariz.
Existía cierta comunicación entre ambos. Estaban tumbados a dos palmos de distancia, con la hierba amontonada en el espacio entre los dos, pero cada vez que Trixie se volvía hacia él podía sentir una conexión viva a través de la paja seca que parpadeaba como la luz de una estrella. Cuando a ella le parecía que él no se daba cuenta, se acercaba a él un fragmento infinitesimal.
—¿Sabes de alguien que se haya muerto a la intemperie? —preguntó Trixie.
—Sí —dijo Willie—. Por eso no hay que hacer una cueva en un banco de nieve y meterte dentro, porque si te mueres no pueden encontrarte y entonces tu espíritu no descansa jamás.
Trixie notó que se le humedecían los ojos, lo cual era calamitoso, porque casi al instante las pestañas se le quedaban pegadas de nuevo por el hielo. Pensó en los cortes que se había hecho en los brazos, en forma de escalera, buscando sentir un dolor real en lugar de la amarga ansiedad que le carcomía el corazón. A fin de cuentas tenía lo que quería, ¿no era así? Los dedos de los pies le ardían como si estuvieran metidos en fuego, los dedos de las manos se le habían hinchado como salchichas y le dolían. En comparación, al pensar en aquella delicada hoja de afeitar sobre la piel se sintió ridícula, el drama de alguien que no sabía lo que era una tragedia de verdad.
Quizá era preciso darse cuenta de que uno podía morir para mantenerse alejado de semejante deseo.
Trixie se secó la nariz y se apretó la punta de los dedos contra las pestañas para deshacer el hielo.
—No quiero morirme congelada —susurró.
Willie tragó saliva.
—Bueno… hay una forma de mantenerse caliente.
—¿Cuál?
—Quitarnos la ropa.
—Claro, cómo no —se burló Trixie.
—No estoy diciendo ninguna tontería. —Willie apartó la vista—. Los dos nos… ya me entiendes, lo que te he dicho… y nos apretamos el uno contra el otro.
Trixie se quedó mirándole. Ella no quería apretarse contra él. No podía dejar de pensar en lo que había sucedido la última vez que había estado tan cerca de un chico.
—Es lo que se hace —dijo Willie—, sin que quiera decir nada. Mi padre se ha desnudado más de una vez con otros hombres cuando se han quedado atrapados por la noche en la nieve.
Trixie se imaginó a su padre haciéndolo, pero borró ese pensamiento de su mente al llegar al momento en que tenía que imaginárselo sin ropa.
—La última vez que le pasó, mi padre tuvo que pasar toda la noche abrazado con el viejo Ellis Puuqatak. Juró que nunca volvería a salir de casa sin un saco de dormir.
Trixie observaba las palabras de Willie cristalizarse en el frío, tan diferenciadas unas de otras como copos de nieve, y se dio cuenta de que le decía la verdad.
—Pero primero cierra los ojos —dijo, dubitativa.
Se despojó de los pantalones, el anorak y el suéter. Se quedó en bragas y sujetador, porque eso no podía quitárselo.
—Ahora tú —dijo Trixie, y apartó la mirada mientras él se quitaba el abrigo y la camisa. Pero no pudo evitar mirar de reojo. Tenía la espalda del color de una almendra por fuera y los omóplatos flexionados como pistones. Se quitó los pantalones vaqueros, dando saltitos y emitiendo pequeños sonidos, como quien está en la piscina pública y se toma como una gran cosa el conseguir meterse en el agua fría.
Willie esparció un poco de hierba por el suelo, se tumbó y le hizo un gesto a Trixie para que hiciera lo mismo. Luego extendió los abrigos sobre ambos, a modo de manta, y los cubrió con más hierba.
Trixie cerró los ojos con fuerza. Notó el crujido de la paja cuando él se le acercó y el picor de la hierba en su piel desnuda al quedar aplastada entre ambos. La mano de Willie le tocó la espalda, y se puso rígida cuando él se pegó a ella por detrás, doblando las rodillas en el hueco formado por las suyas. Respiró profundamente varias veces. Trataba de no recordar al último chico al que había tocado, el último que la había tocado a ella.
Comenzó a sentir calor cuando los dedos de él se posaron en su hombro, una calidez que se extendió a todos los lugares en que la piel de ambos estaba en contacto. Estrechada contra Willie, Trixie no se vio pensando en Jason ni en la noche de la violación. No se sentía amenazada, ni siquiera amedrentada. Por primera vez en muchas horas, simplemente sentía calor.
—¿Has conocido a alguien que haya muerto, pero de nuestra edad? —preguntó.
Le costó unos segundos, pero Willie respondió:
—Sí.
El viento arreció con furia contra la lona, haciendo sonar su lengua suelta como un chismorreo. Trixie dejó de apretar los puños.
—Yo también —dijo.
Bethel era en teoría una ciudad, pero no como se suele entender. Tenía una población de menos de seis mil habitantes, aunque era el centro más cercano a cincuenta y tres pueblos nativos situados a lo largo del río. Sólo había unos veinte kilómetros de calzadas, aunque la mayoría sin pavimentar. Daniel abrió la puerta de la terminal y se volvió hacia Laura.
—Podemos coger un taxi —dijo.
—¿Hay taxis aquí?
—La mayoría de la gente no tiene coche. Si tienes una barca y un vehículo para la nieve puedes considerarte bien servido.
La taxista era una mujer pequeña de origen asiático con un ostensible moño en lo alto de la cabeza, como una gran bola de nieve a punto de provocar una avalancha. Llevaba unas gafas de sol Gucci falsas, aunque aún había oscuridad, y escuchaba a Patsy Cline en la radio.
—¿Adónde los llevo?
Daniel vaciló.
—Arranque —dijo—. Ya le diré cuándo parar.
El sol había asomado por fin en el horizonte, como una yema de huevo. Daniel contemplaba el paisaje por la ventanilla: una torta plana, azotada por el viento, cubierta de hielo opaco. Las calles, llenas de baches, estaban flanqueadas por casas dispersas, que iban desde chozas diminutas hasta construcciones de dos pisos de los años setenta. En la cuneta de una calzada había un sofá al que le faltaban los cojines, y cuyos brazos, de los que se salía el relleno, estaban cubiertos de escarcha.
Pasaron por los barrios de Lousetown y Alligator Acres, por los almacenes de la Alaska Commercial Company y por el centro médico donde los esquimales yup’ik recibían asistencia gratuita. Pasaron por delante de White Alice, una gran estructura curvada que parecía la pantalla gigante de un autocine, pero que en realidad era un sistema de radar construido durante la guerra fría. Daniel había saltado al interior de ese recinto cientos de veces de joven, encaramándose por el centro de color negro azabache y sentándose en lo alto para emborracharse con whisky Windsor.
—Está bien —le dijo a la taxista—. Pare aquí, por favor.
El hostal Long House estaba lleno de cuervos. Había por lo menos una docena en el tejado, mientras otro grupo se peleaba alrededor de los restos de una bolsa desgarrada en el contenedor de residuos. Daniel pagó a la taxista y se quedó observando el edificio remozado. Cuando él se marchó estaban a punto de demolerlo.
Había tres motonieves aparcadas delante, una imagen que Daniel conservaba en los recovecos más escondidos de su mente. Necesitaría una, si es que era capaz de imaginar qué dirección seguir para encontrar a Trixie. Podía hacerle el puente a alguna de ésas, si se acordaba de cómo se hacía, o bien tomar el camino honrado y cargarla á su MasterCard. Las vendían en los almacenes de la Alaska Commercial, al final de la nave de la granja lechera, pasados los galones de leche.