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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (23 page)

BOOK: El décimo círculo
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—Has mentido a la policía.

Trixie se dio la vuelta, acongojada.

—¿Estás dispuesto a escuchar a un estúpido detective en lugar de…?

—¿En qué estabas pensando? —explotó Daniel.

Trixie se incorporó, desconcertada.

—¿Y tú?, ¿En qué estabas pensando tú? —gritó—. Tú lo sabías. Temas que saber a la fuerza lo que estaba pasando.

Daniel pensó en las veces en que, habiéndose citado, había visto a Trixie subirse al coche de Jason, y a éste apartarse de la ventanilla. Se había dicho a sí mismo que hablaban en la intimidad, pero ¿era así? ¿Había cerrado los ojos porque no podía soportar ver el rostro de aquel chico tan cerca del de su hija, ni ver su mano acariciando la parte inferior del seno de Trixie?

Había visto en el lavabo toallas manchadas con sombra de ojos que no recordaba haberle visto a Trixie al salir de casa. Había guardado silencio cuando había oído a Laura quejarse de que su par de zapatos de tacón favoritos, su blusa o su pintalabios preferido habían desaparecido, para encontrarlos luego debajo de la cama de Trixie. Había fingido no advertir que Trixie llevaba la ropa más apretada últimamente, que hacía ostentación de un paso más seguro al caminar.

Trixie tenía razón. Que alguien no quisiera admitir que las cosas habían cambiado no significaba necesariamente que no lo hubieran hecho. Tal vez Trixie la hubiera fastidiado… pero él también.

—Sí, lo sabía —dijo, asombrado de sus propias palabras—. Lo que pasaba era que no quería saberlo.

Daniel miraba a su hija. Aún quedaban vestigios de la ni futa testaruda que había sido: en la curva de su barbilla cuando apretaba las mandíbulas, en la longitud de sus oscuras pestañas, en sus maliciosas pecas. No había desaparecido para siempre, aún no.

Mientras sostenía a Trixie entre los brazos y notaba cómo sus músculos se destensaban, Daniel comprendió: la ley no iba a proteger a su hija, lo que significaba que él tendría que hacerlo.

—No podía decírselo a ellas —sollozaba Trixie—. Tú estabas delante.

Entonces Daniel recordó: cuando la doctora le preguntó a Trixie si había mantenido antes relaciones sexuales completas. Él aún estaba en la sala de reconocimiento.

A Trixie le había quedado sólo un hilo de voz, que se retorcía como la concha de un caracol.

—No quería que te enfadaras conmigo. Y además pensé que sí le decía a la doctora que Jason y yo ya lo habíamos hecho, no iba a creer que me hubiera violado. Pero aun así pueden violarte, ¿verdad que sí, papá? Porque dijera sí antes, no significa que no pudiera decir que no esa vez… ¿no? —Se apretó contra él, presa de un fuerte y convulso llanto.

Uno no firma un contrato de paternidad, pero las responsabilidades están escritas con tinta invisible. Uno de los términos dice que tienes que apoyar a tu hijo, aunque seas el único. A ti te toca reconstruir el puente, aunque haya sido tu hijo el que le haya prendido fuego. Era posible, pues, que Trixie hubiera flirteado con la verdad y la mentira. Que estuviera bebida. Que hubiera estado insinuándose durante la fiesta. Pero si Trixie decía que la habían violado, entonces Daniel juraría que así había sido.

—Cariño —le dijo—, te creo.

Una mañana, al cabo de unos días, cuando Daniel había salido a tirar la basura, Laura oyó el timbre de la puerta. Cuando llegó al vestíbulo para abrir, Trixie se le había adelantado. Estaba de pie ante la puerta, en camiseta y con el pantalón del pijama de franela, mirando a un joven en el porche.

Seth llevaba botas y chaleco de lana, y tenía aspecto de llevar varios días sin dormir. Miraba a Trixie confuso, incapaz de situarla. Al ver aparecer a Laura, se puso a hablar de inmediato.

—Tengo que hablar contigo —empezó, pero ella le cortó en seco.

Tocó a Trixie en el hombro.

—Vete arriba —le dijo con firmeza, y Trixie dio un salto como un ratón. Luego Laura se volvió hacia Seth de nuevo—. No puedo creer que hayas tenido el valor de venir a mi casa.

—Hay algo que tienes que saber…

—Lo que sé es que no puedo seguir viéndote —le dijo Laura. Estaba temblando, en parte por miedo, en parte por la presencia misma de Seth. Había sido más fácil convencerse a sí misma de que todo había terminado mientras no lo había tenido delante—. No me hagas esto —dijo en un susurro, y cerró la puerta.

Laura se quedó apoyada contra la puerta unos segundos, con los ojos cerrados. ¿Y si Daniel no hubiera estado fuera y hubiera abierto la puerta en lugar de Trixie? ¿Habría reconocido a Seth a simple vista, por el modo en que su expresión cambiaba al ver a Laura? ¿Se le habría tirado a Seth al cuello?

Si se hubieran peleado, ella se habría puesto del lado de la víctima. Pero ¿cuál de los dos hombres lo era?

Una vez recobrada la calma, Laura subió a la habitación de Trixie. No estaba segura de qué era lo que Trixie sabía, ni siquiera de qué sospechaba. A buen seguro había advertido que sus padres apenas hablaban últimamente, que a su padre le había dado por dormir en el sofá. Por fuerza tenía que haberse preguntado por qué, la noche de la violación, Laura se había quedado a pasar la noche en su despacho. Pero si Trixie se hacía preguntas, se las había guardado para sí. Era como si instintivamente comprendiera lo que Laura tan sólo imaginaba: cuando reconocías una equivocación, ésta crecía de forma exponencial, hasta que no había forma de seguir manteniéndola en secreto.

Laura estaba tentada de fingir que Seth era un vendedor de productos de limpieza o cualquier extraño, pero al final decidió hablar según las pistas que le diera la propia Trixie. Al abrir la puerta de la habitación de Trixie, Laura se la encontró poniéndose una camisa.

—El tipo ese —dijo con la cara tapada al pasar por el cuello de la prenda—, ¿qué quería?

«Vaya».

Laura se sentó en la cama.

—No había venido por ti. Quiero decir que no era un periodista ni nada de eso. Y tampoco va a volver. Nunca más. —Suspiró—. Hubiera deseado no tener que mantener esta conversación.

La cabeza de Trixie asomó por el cuello de la camisa.

—¿Qué?

—Se terminó, del todo, absolutamente. Tu padre lo sabe, y los dos estamos intentando… bueno, estamos intentando resolverlo. La fastidié, Trixie —dijo Laura, atragantándose con las palabras—. Quisiera volver atrás, pero no puedo.

Advirtió que Trixie la miraba fijamente, de la misma forma en que solía mirar con intensidad un problema de matemáticas que no podía solucionar.

—Quieres decir que… tú y él…

Laura asintió con la cabeza.

—Sí.

Trixie bajó la cabeza.

—¿Habéis hablado de mí alguna vez?

—Él sabía que existías. Sabía que estaba casada.

—No puedo creer que le hayas hecho eso a papá —dijo Trixie, levantando la voz—. Si es casi de mi edad. Es asqueroso.

Laura apretó las mandíbulas. Trixie merecía poder entregarse a ese momento de rabia; Laura se lo debía como parte de su propia reparación. Aunque tampoco hacía las cosas más fáciles.

—Yo… no pensaba, Trixie…

—Ya, estabas demasiado ocupada siendo una zorra.

Laura levantó la mano y la descargó hasta casi abofetear a Trixie en la cara. La mano se paró temblando apenas a unos centímetros de su mejilla. Las dos se quedaron sin habla unos segundos.

—No —jadeó Laura—. Será mejor que ninguna de las dos hagamos algo que no tenga remedio.

Miró a Trixie fijamente, hasta que la ira pasó y las lágrimas aparecieron. Laura atrajo a Trixie entre sus brazos, la acunó.

—¿Papá y tú vais a divorciaros? —Su voz era débil, infantil.

—Espero que no —dijo Laura.

—¿Tú… le querías?

Cerró los ojos e imaginó la poesía de Seth, servida palabra a palabra sobre su propia lengua, un manjar de gourmet mezcla de cadencia y de fabulación descriptiva. Rememoró la inmediatez de un simple momento, la impaciencia de abrir una puerta, los botones impelidos con fuerza a través del ojal.

Pero ahí estaba Trixie, que se había amamantado con el puñito cerrado agarrando los cabellos de Laura. Trixie, que se había chupado el dedo hasta los diez años, pero sólo cuando nadie la veía. Trixie, que creía que el viento cantaba y que podías aprender las canciones si te parabas a escuchar con la suficiente atención. Trixie, que era la prueba de que hubo una época en que ella y Daniel habían alcanzado juntos la perfección.

Laura apretó los labios contra la sien de su hija.

—Te quería más a ti —dijo.

Ya había estado una vez a punto de darle la espalda a esa familia. ¿De verdad había sido tan estúpida para estar tan cerca de hacerlo por segunda vez? Lloraba casi tanto como Trixie, hasta el punto de que era imposible decir cuál de ellas sostenía a la otra. Laura se sentía en esos momentos como la superviviente de un accidente de tren, como si saliera de entre los hierros humeantes comprobando que aún conservaba sanos los brazos y las piernas, que sin saber cómo había conseguido salir ilesa de una catástrofe.

Laura hundió el rostro en el hueco del cuello de su hija. Era posible que se hubiera equivocado en más de un aspecto. Era posible que un milagro no fuera algo que te sucede, sino más bien algo que no llega a sucederte.

La primera vez que apareció fue en una pantalla, en la terminal de la biblioteca del instituto, donde se podían buscar libros por su número del sistema de clasificación decimal Dewey. De allí se difundió a los veinte Apples y diez iMacs de la sala de informática, mientras los alumnos de noveno estaban en pleno ejercicio de escritura. Al cabo de cinco minutos, estaba en el monitor del despacho de la enfermera del centro.

Cuando sucedió, Trixie estaba en una asignatura optativa: periódico escolar. Aunque sus padres habían intentado persuadirla de que no fuera a clase, al final había resultado ser el mal menor. Se suponía que el hogar propio era un lugar seguro, pero se había convertido en un campo de minas a punto de explotar. Ya sabía que el instituto no era un lugar agradable. Y en aquellos momentos lo que de verdad necesitaba era moverse en un mundo en que nada pudiera cogerla por sorpresa.

En clase, Trixie se sentaba con una chica llamada Felice, con acné y mal aliento, la única persona dispuesta a ser su compañera. Estaban utilizando un software de autoedición para mover columnas de texto sobre el equipo perdedor de baloncesto, cuando la pantalla del ordenador se quedó azul.

—Señor Watford —llamó Felice—. Me parece que se nos ha colgado…

El profesor se acercó, pasando los brazos entre las dos chicas para teclear Alt-Control + Suprimir varias veces, pero el ordenador no se reinició.

—Umm —dijo—. ¿Por qué no hacéis la columna publicitaria a mano?

—No, mire, ya vuelve —dijo Felice mientras la pantalla recuperaba el color. En el centro apareció Trixie, medio desnuda en la sala de estar de Zephyr: la foto que le hizo Moss la noche en que fue violada.

—Oh —exclamó débilmente el señor Watford—, vaya…

Trixie se sintió como si la hubieran traspasado con una lanza. Se apartó de la pantalla del ordenador, cogió la mochila y salió corriendo hacia la oficina principal. Allí se entregó a la compasión de la secretaria.

—Necesito hablar con el director…

Su voz restalló como un carámbano, mientras al mirar al ordenador del mostrador de la secretaria veía su propia imagen fijada en el fondo de la pantalla.

Trixie salió disparada de la oficina y cruzó la entrada principal del instituto. No dejó de correr hasta encontrarse en medio del puente sobre el río, aquel mismo puente en el que ella y Zephyr se habían parado el día antes de convertirse en otra persona. Hurgó en la mochila entre lápices sueltos, papeles arrugados y estuches de maquillaje, hasta que encontró el teléfono móvil que le había dado su padre para un caso de emergencia.

—Papá —sollozó cuando él contestó—, por favor ven a buscarme.

No colgó hasta que su padre la tranquilizó diciéndole que estaría allí en dos minutos. Entonces reparó en lo que no se había fijado al hacer la llamada: el salvapantallas del móvil de su padre, que hasta entonces era un dibujo de Pícara, el personaje de X-Men, mostraba ahora la foto en
top-less
de Trixie, que se había difundido a las tres cuartas partes de los usuarios de telefonía móvil de Bethel, Maine.

La llamada a la puerta cogió desprevenido a Bartholemew. Era su día libre, aunque ya había ido al instituto de Bethel y había vuelto. Acababa de cambiarse de ropa, se había puesto unos pantalones de pijama y una vieja sudadera, tan mordisqueada por
Ernestine
que le había hecho un agujero en la manga.

—Voy —dijo en voz alta, y cuando abrió la puerta se encontró con Daniel Stone al otro lado.

No le sorprendió que Stone le hubiera buscado, dado lo sucedido en el instituto. Tampoco era sorprendente que supiera dónde vivía Bartholemew. Como era el caso de la mayor parte de los policías, su dirección y número de teléfono no salían en los listines, pero Bethel era lo bastante pequeña para que la gente supiera dar razón unas de otras. Podías ir paseando por la calle y reconocer quién iba en el interior de cada coche que pasaba; si caminabas junto a una casa, sabías quién vivía en ella.

Él mismo, por ejemplo, incluso antes de que el caso de Trixie Stone atrajera su atención, sabía que en los alrededores vivía un dibujante de cómics de cierto prestigio a nivel nacional. No había leído sus cómics, pero algunos de sus compañeros de la comisaría sí. Supuestamente, y en contraste con el héroe de sus viñetas, Garra Salvaje, tan propenso a la violencia, Daniel Stone era un tipo apacible al que no le molestaba firmarte un autógrafo si te tocaba detrás de él en la cola de la caja del súper. Por lo poco que le había tratado hasta el momento, Stone se había mostrado celoso por proteger a su hija y desangelado hasta lo indecible. A diferencia de algunos de los tipos con los que Bartholemew se había encontrado a lo largo de su carrera, que reaccionaban destrozando una vitrina de cristal de un puñetazo o ahogando su ira en alcohol, Daniel Stone parecía tener un buen dominio de sus emociones… hasta ese momento. El hombre esperaba en el umbral del apartamento de Bartholemew, temblando literalmente de rabia.

Stone le puso en las manos una impresión de la infame foto de Trixie.

—¿Ha visto esto?

Bartholemew lo había visto, durante unas tres horas seguidas esa misma mañana, en el instituto, en los ordenadores de las oficinas de la localidad, por todas partes donde mirara.

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