Allí en medio de la tundra de Alaska, mirando a una hija a la que apenas reconocía, Daniel volvió la vista atrás hasta el momento en que había sabido que todo lo que había entre él y Trixie iba a cambiar.
Como tantos momentos pasados entre un padre y una hija, no había sido nada aparentemente destacable. Podía haber sido verano o quizá otoño. Podían haber ido arropados en sendos abrigos, como haber llevado chancletas de piscina. Podía haber sido en el momento de ir a hacer un depósito en el banco, como al salir de una librería. Lo que permanecía en la mente de Daniel era la calle, una calle bulliciosa, en el centro de la ciudad, y el hecho de ir andando con Trixie, cogidos de la mano.
Ella tenía siete años. Llevaba el pelo peinado con una gruesa trenza, que a él no acababa de gustarle, nunca le había visto la gracia, y caminaba procurando no tropezar con las grietas del pavimento. Al llegar al cruce, Daniel, como siempre, alargó el brazo para coger de la mano a Trixie.
Ella la soltó de forma deliberada y se apartó un paso de él, miró a los dos lados y cruzó la calle sola.
Había sido una ruptura muy fina, tanto que podía haber pasado absolutamente inadvertida, si no hubiera sido porque se había ido haciendo cada vez mayor hasta convertirse en un abismo entre ambos. La tarea de un niño era, según parecía evidente, hacerse mayor. En ese caso, ¿por qué, cuando sucedía, un padre se sentía tan decepcionado?
Esta vez, en lugar de una calle llena de gente, Trixie había cruzado un país entero. Estaba allí delante de Daniel, arrebujada en un abrigo de paño que le iba grande, con un gorro de punto en la cabeza. A su lado había un chico yup’ik con el pelo hasta los ojos.
Daniel no sabía qué era peor, si ver a la pequeña que había llevado sobre los hombros y a la que había arropado al irse a dormir y preguntarse si había cometido un asesinato, o percatarse de que estaba dispuesto a esconderse con Trixie el resto de su vida en lo más remoto de Alaska si con ello lograba evitar la detención de su hija.
—¿Papá…? —Trixie se lanzó a sus brazos.
Daniel sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal. El alivio, cuando llegaba hasta el fondo, no distaba tanto del miedo.
—¿Y tú? —le dijo al joven que los observaba a una prudente distancia con expresión cautelosa—. ¿Tú quién eres?
—Willie Moses.
—¿Podrías prestarme tu coche? —Daniel le arrojó las llaves de la motonieve, a modo de trueque.
El chico miró a Trixie como si estuviera a punto de decirle algo, pero bajó la mirada y se volvió hacia la motonieve. Daniel oyó el rugido del motor y el silbido agudo cuando el aparato se alejó, y luego llevó a Trixie a la camioneta. Como la mayor parte de los vehículos de Alaska, no habría pasado la inspección técnica en el resto de los estados continentales de la Unión. Los laterales del remolque estaban completamente oxidados, el velocímetro estaba atascado en los 130 kilómetros por hora y la primera velocidad no funcionaba. Pero la luz sobre el espejo retrovisor sí, y Daniel la encendió para examinar con atención a su hija.
Al margen de unas profundas ojeras, tenía buen aspecto. Daniel le quitó el gorro de la cabeza, revelando un lustroso tapete de pelo negro.
—Oh —exclamó ella, al ver los ojos de su padre abiertos de par en par—. Se me había olvidado.
Daniel se inclinó sobre el largo asiento delantero y la atrajo hacia sí para estrecharla entre los brazos. Cielo santo, ¿había algo más sólido, más recto, que saber que tu hija estaba donde debía estar?
—Trixie —le dijo—, me has dado un susto de muerte.
Notó que ella se le agarraba del abrigo y lo apretaba cerrando el puño. Tenía mil preguntas que hacerle, pero una en particular le asaltó la mente, una pregunta que no podía dejar de hacerle:
—¿Por qué aquí?
—Porque tú me dijiste —murmuró Trixie— que aquí era donde la gente desaparecía.
Daniel se soltó de ella poco a poco.
—¿Y por qué querías desaparecer?
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas, hasta que al final se le desbordó una y corrió hasta el extremo de la mejilla. Abrió la boca para decir algo, pero no le salió nada. Daniel la abrazó de nuevo, mientras su menudo cuerpo comenzaba a temblar.
—Yo no he hecho lo que todo el mundo cree que he hecho…
Daniel echó la cabeza hacia atrás y elevó una plegaria a un Dios en el que nunca había creído del todo: «Gracias».
—Yo quería que volviera. En el fondo no quería tontear como me dijo Zephyr que hiciera, pero en esos momentos estaba dispuesta a hacer lo que fuera con tal de que las cosas volvieran a ser como antes de que Jason cortara conmigo. —Tragó saliva ruidosamente—. Cuando todo el mundo se fue, al principio fue muy bonito, pensé que quizá había funcionado. Pero de pronto todo sucedió muy de prisa. Yo quería hablar y él no. Cuando él empezó a… cuando los dos empezamos… —Respiró con dificultad—. Dijo que eso era exactamente lo que necesitaba… una amiga con derecho a roce… Y entonces fue cuando me di cuenta de que él no quería volver conmigo. Sólo me quería para pasar el rato.
Daniel permanecía inmóvil. Si hubiese sido posible, seguramente habría estallado en pedazos.
—Intenté soltarme e irme, pero no podía. Era como si estuviera sumergida bajo el agua, cuando quieres mover las manos y las piernas y no van tan de prisa como tú quieres, ni tan fuerte. Él se lo tomaba como un juego, como si yo me resistiera un poquito, como queriendo ponérselo difícil. Me sujetó contra el suelo y… —Trixie tenía la piel del rostro húmeda y enrojecida—. Me dijo: «No me digas que no quieres tú también». —Levantó los ojos hacia Daniel, iluminado por la luz del techo—. Y no… yo no quería.
Trixie había visto una vez una película de ciencia ficción que planteaba la idea de que todo el mundo tiene un doble, pero que no podemos encontrarnos con ellos porque nuestros dos mundos colisionarían. Algo así había pasado ahora que su padre había llegado a rescatarla. Esa misma mañana, mientras volvía del
maqi
caminando con Willie, había acariciado el pensamiento de cómo sería su vida si se quedaba en Tuluksak. Tal vez necesitaban a alguien para ayudar a la maestra. Quizá podía quedarse a vivir en casa de alguna prima de Willie. Pero, con la llegada de su padre, el mundo se había parado de golpe. Él no encajaba allí, ni ella tampoco.
Ella le había dicho su secreto, que era una mentirosa. No sólo por lo de ser virgen y lo de jugar al Arco Iris… sino por más cosas. Aquella noche en ningún momento le había dicho que no a Jason, por mucho que se lo hubiera asegurado a la fiscal del distrito.
¿Y las drogas?
Era ella la que las había llevado.
Entonces no sabía que el tío de la universidad que vendía hierba a los chicos del instituto se acostaba con su madre. Había ido a comprar un poco para la fiesta de Zephyr, pensando que la ayudaría a liberarse. Si tenía que ponerse tan loca como había planeado Zephyr, iba a necesitar un poco de ayuda química.
A Seth se le había acabado la marihuana, pero decían que el Special K era como el éxtasis. Cualquiera de ellas te hacía perder el control.
Algo que se había revelado como cierto, en un sentido totalmente diferente.
Una cosa no era mentira: aquella noche no había tornado nada, al menos a sabiendas. Sí, ella y Zephyr habían planeado colocarse juntas, pero eso era droga de verdad, no simple hierba y, en el último minuto, Trixie se había rajado. Incluso había olvidado el asunto, hasta que la fiscal del distrito había sacado a relucir que era posible que hubiera indicios de droga en su organismo. Trixie en realidad no sabía lo que había hecho Zephyr con el frasquito: si se había servido ella misma, si lo había dejado en el mármol de la cocina, si lo había encontrado alguien de la fiesta. No podía decir a ciencia cierta que Jason se lo hubiera echado en la bebida. Había tenido tantas bebidas a su alcance aquella noche, latas medio vacías de coca-cola olvidadas por todas partes, destornilladores con los cubitos derritiéndose, que era posible que Jason no hubiera tenido nada que ver.
Trixie no sabía que añadirle droga al combinado legal supusiera que juzgaran a Jason como adulto. Ella no había pretendido arruinarle la vida. Sólo buscaba una tabla de salvación a la suya.
No dejaba de ser interesante constatar la diferencia en el uso de las palabras «Sí». y «No». Se suponía que el «No» tenía el poder mágico de hacer que, una vez pronunciado, tus deseos o la falta de ellos quedaran claros y nítidos como el cristal. Pero, en cambio, nadie decía «Sí» para mostrar su consentimiento respecto al sexo. Uno capta los indicios del lenguaje del cuerpo, de la forma en que dos personas se tocan. ¿Por qué entonces no basta con sacudir la cabeza en señal de negación o con empujar con fuerza la mano contra el pecho del otro para dejar claro lo que «No» se quiere, como si se dijera en voz alta? ¿Por qué tienes que «pronunciar». la palabra «No» para que no te violen?
Esa única palabra, pronunciada o no, no hacía a Jason menos culpable de haber tomado algo que Trixie no había querido darle. Tampoco la hacía a ella menos insensata. Lo único que hacía era trazar una línea en la arena, para que las personas que no habían estado allí para presenciarlo, Moss y Zephyr, sus padres, la policía, la fiscal del distrito, pudieran ponerse a uno o a otro lado de ella.
Pero si seguía la línea también le hizo darse cuenta de que no podía culpar a Jason, no del todo al menos, por lo que había sucedido.
Durante aquellos días había comenzado a pensar en el juicio, en cómo sería cuando se iniciara, cuando las cosas fueran cien veces peor de lo que ya eran, y el abogado de Jason se levantara en medio de la sala y describiera a Trixie como una guaira del tres al cuarto y una mentirosa. Se preguntó cuánto tardaría en darse por vencida y admitir que tenían razón. Y comenzó a odiarse a sí misma y, una noche, cuando la oscuridad se había plegado sobre Trixie como las alas de una garza real, sintió el deseo de que Jason Underhill desapareciera para siempre. No era más que un pensamiento secreto y silencioso, y ella, para entonces, sabía mejor que nadie que lo que no se pronunciaba en voz alta no contaba. Pero entonces las cosas se sucedieron una detrás de otra: los cargos contra Jason se equipararon a una acusación contra un adulto, luego Jason se tropezó con ella en el Festival de Invierno y, entonces, antes de darse cuenta siquiera, su deseo se había hecho realidad.
Trixie sabía que la policía la buscaba. «Todo se arreglará», le decía su padre. Pero Jason estaba muerto, y era por culpa suya. Nada de lo que pudiera decir, o no decir, podría hacer que volviera.
Se preguntó si la encerrarían en la cárcel en vez de a Jason y si sería un lugar espantoso, como en las películas, o si por el contrario estaría lleno de personas como Trixie, personas que comprendían que había errores que no logran borrarse jamás.
Mientras su padre les explicaba a los Voluntarios Jesuitas que estaban a punto de perder a un miembro falso del equipo, Trixie permanecía sentada en el interior de la camioneta, llorando. No entendía cómo no estaba ya completamente seca, como una cascara de huevo vacía, pero el caso era que las lágrimas no dejaban de manar. Lo único que había querido era volver a sentir que en su vida había algo correcto y, en lugar de eso, todo se había torcido de manera inconcebible.
Oyó unos golpes en la ventanilla de la camioneta y, al levantar la vista, vio que era Willie, con los dedos metidos en un cuenco con algo rosa. Cogió una pequeña porción con los dedos medio e índice, mientras ella bajaba la ventanilla.
—Eh —dijo.
Ella se secó los ojos.
—Eh.
—¿Estás bien?
Trixie hizo ademán de asentir, pero estaba harta de mentir.
—No mucho —reconoció.
Era agradable que Willie no tratara de decir nada para hacer que se sintiera mejor. Dejaba que su tristeza se manifestara.
—¿Es tu padre? —le preguntó.
Ella asintió con la cabeza. Habría querido explicárselo todo a Willie, pero no sabía cómo. Para él, ella era una Voluntaria Jesuita, que se había rezagado a causa de la tormenta. Ante él, ella no había sido la víctima de una violación, ni una sospechosa de asesinato. ¿Cómo le dices a alguien que no eres la persona que él creía? Y lo que era más importante, ¿cómo le decías que las cosas que le habías dicho eran sinceras, cuando todo lo demás en tu vida resultaba ser una mentira?
Él le ofreció el cuenco.