—¿Sabías que a un grupo de cuervos se le llama «falta de amabilidad»? —dijo Laura, situándose a su lado.
Él la miró. Por alguna razón, el espacio entre ambos parecía más pequeño en Alaska. O tal vez fuera que es preciso alejarse lo suficiente de la escena del crimen para empezar a olvidar los detalles.
—¿Sabías —replicó él— que a los cuervos les gusta la comida tailandesa más que ninguna otra cosa?
Los ojos de Laura se iluminaron.
—Tú ganas.
Encima de la puerta colgaba una pancarta: «K300 O
RGANIZACIÓN
». Daniel entró en el hostal, pisando con fuerza el suelo para desprenderse de la nieve. Él era un muchacho cuando se creó esa carrera de trineos tirados por perros, cuando participantes locales como Rick Swenson, Jerry Austin y Myron Angstman habían ganado el premio de unos pocos miles de dólares. Ahora se repartían premios de 20 000 dólares, y los
mushers
que acudían hasta allí eran estrellas con patrocinadores que contribuían a sufragar los gastos de sus criaderos de perros. Nombres como Jeff King, Martin Buser y DeeDee Jonrowe.
El lugar estaba atestado de gente. En el suelo había un grupo de chicos nativos sentados, bebiendo latas de coca-cola y pasándose un cómic. Dos mujeres atendían los teléfonos, otra anotaba con cuidado las últimas diferencias en un tablero blanco. Había madres yup’ik que llevaban en brazos a sus niños de cara redonda, hombres mayores leyendo los álbumes de recortes de periódicos, colegialas con trenzas negro azuladas riéndose y tapándose la boca con la mano mientras se servían tentempiés de una mesa. Todos se desplazaban con movimientos oscilantes, embutidos en varias capas de ropa invernal, como astronautas navegando sobre la superficie de un planeta lejano.
Y quizá estaba en un planeta lejano, pensó Daniel.
Se acercó al mostrador donde las dos mujeres contestaban los teléfonos.
—Disculpen —dijo—. Estoy buscando a una chica de catorce años…
Una de las mujeres levantó el dedo: «Un momento, por favor».
Él se bajó la cremallera del abrigo. Antes de salir, había empaquetado en la bolsa de viaje un montón de ropa de invierno; entre él y Laura llevaban puesto todo lo que podían ponerse encima de una vez. En Maine hacía frío, pero nada comparado con el que podía hacer en los poblados esquimales.
La mujer colgó el teléfono.
—Hola. ¿En qué puedo…? —Se interrumpió cuando volvió sonar el aparato.
Impaciente, Daniel se volvió. La impaciencia era un rasgo que uno desarrollaba en los otros cuarenta y ocho estados de la Unión, algo que un muchacho que se había criado allí no poseía. El tiempo no era igual en la tundra; se estiraba en proporciones elásticas y se encogía de golpe cuando menos lo esperabas. Lo único que funcionaba siguiendo un horario eran la escuela y la iglesia, y la mayoría de los yupiit también llegaban tarde a ambas.
Daniel advirtió la presencia de un viejo sentado en una silla, que le miraba. Era yup’ik y tenía la piel curtida de una persona que se ha pasado la vida al aire libre. Llevaba unos pantalones de franela verdes y un abrigo de piel.
—
Aliurturua
(Estoy viendo un fantasma) —susurró el viejo.
—
Cama-i
(No soy ningún fantasma). —Daniel dio un paso hacia él.
El hombre arrugó el rostro y alargó la mano para estrechar la de Daniel.
—
Alangruksaaqamken
(Me has sorprendido, apareciendo de manera tan inesperada). —dijo.
Daniel no hablaba yup’ik desde hacía más de quince años, pero las sílabas fluían de su interior como un río. De hecho, Nelson Charles le había enseñado sus primeras palabras en yup’ik:
iqalluk
, pez;
angsaq
, barca, y
terren purruaq
, vete a comer lo que sale del culo, que era lo que Nelson le había dicho que dijera a los otros chicos cuando se burlaran de él por ser
kass’aq
. Daniel se volvió hacia Laura, que presenciaba pasmada la conversación.
—
Una arnaq nulirqaqa
(Ésta es mi esposa). —dijo.
—Es muy guapa —dijo Nelson en inglés. Le dio la mano, pero sin mirarla a los ojos.
Daniel le dijo a Laura:
—Nelson era algo así como un maestro sustituto. Cuando los chicos nativos iban de excursión con la escuela a Anchorage, que era como un viaje de estudios y estaba subvencionado por el gobierno, yo no podía ir porque era blanco. Entonces Nelson me llevaba de excursión particular, e íbamos a comprobar las redes de pesca y las trampas para animales.
—Ahora ya no hago de maestro —dijo Nelson—. Soy el capataz de la carrera.
Eso significaba, pensó Daniel de pronto, que Nelson había estado allí desde el comienzo de la K300.
—Escucha —dijo, pero en seguida pasó de forma inconsciente a la lengua yup’ik, porque las palabras, por espinosas que le resultasen a la lengua y a la garganta, no le dolían, ni con mucho, tanto como en inglés—.
Paniika tamaumauq
(Mi hija se ha perdido).
No tuvo que explicarle a Nelson por qué pensaba que su hija, que vivía en el otro extremo del país, podía haber acabado en Alaska. Los yupiit entendían que la persona que eras cuando te ibas a dormir por la noche no tenía por qué ser necesariamente la persona que eras al despertar. Podías haberte convertido en una foca o en un oso. Podías haber cruzado la frontera del territorio de los muertos. Podías haber pronunciado al azar, en sueños, un deseo en voz alta y luego encontrarte viviéndolo.
—Tiene catorce años —le dijo Daniel, que intentó describir a Trixie, pero no supo qué decir. ¿Cómo podía su talla, su peso o el color de su pelo comunicar que cuando se reía se le entornaban los ojos hasta cerrarse? ¿Que había que extenderle la crema de cacahuete en la mitad de arriba del bocadillo y la mermelada en la de abajo? ¿Que a veces se levantaba en plena noche a escribir poemas que acababa de soñar?
La mujer que había estado hablando por teléfono salió de detrás del mostrador.
—Disculpe… las llamadas no paraban. De todas formas, los únicos chicos jóvenes que he visto por aquí y que no conociera eran los Voluntarios Jesuitas. Una chica llegó tarde, porque su avión se había retrasado por la tormenta, pero ahora ya están todos en Tuluksak, atendiendo el punto de control.
—¿Qué aspecto tenía esa chica? —preguntó Laura—. La que llegó tarde…
—Una chica delgadita y poca cosa. Morena.
Laura se volvió hacia Daniel.
—No es ella.
—No traía ropa de abrigo —dijo la mujer—. Pensé: qué cosa más rara si sabes que vienes a Alaska. Ni siquiera traía gorro.
A Daniel le vino a la cabeza una imagen de Trixie sentada en el asiento del acompañante de la furgoneta en pleno invierno, mientras se acercaban a la puerta principal del instituto. «Hace un frío que pela», le había dicho él mientras le daba un gorro de lana de color naranja que solía ponerse cuando salía a cortar leña. «Póntelo». Y su respuesta: «Papá, ¿quieres que todos piensen que soy una
freaky
total?».
Le había sucedido algunas veces, cuando vivía en Akiak, saber las cosas antes de que sucedieran. Cosas tan simples a veces como pensar en un zorro y luego levantar la vista y ver uno. En otras ocasiones eran cosas más profundas: notar que estaba a punto de estallar una pelea a su espalda, y volverse a tiempo para ser el que daba primero. Una vez hasta se había despertado en sueños por el estampido de un arma de fuego y el eco de las pelotas de baloncesto botando cuando la bala había volcado el carrito en el que estaban almacenadas.
Su madre lo llamaba casualidad, pero los yupiit no lo habrían llamado así. Las vidas de las personas están entretejidas de una forma tan estrecha como una pieza de encaje y, al tirar de un hilo, podía desprenderse otro. Y, aunque había desechado tales presentimientos cuando era adolescente en Akiak, en ese momento reconoció al instante un encogimiento de la piel en las sienes, la forma en que la luz le había pasado como una exhalación por delante de los ojos un instante antes de vislumbrar a su hija, sin gorro, ni nada puesto en realidad, tiritando debajo de algo que recordaba a un almiar.
A Daniel le dio un vuelco el corazón.
—
Ikayurnaamken
(Déjame que te ayude) —dijo Nelson.
La última vez que había estado allí, Daniel no había dejado que nadie le ayudara. La última vez que había estado allí, había rechazado activamente cualquier tipo de ayuda. En esta ocasión se volvió hacia Nelson.
—¿Podrías prestarme tu motonieve? —le preguntó.
El punto de control de Tuluksak estaba en la escuela, lo bastante cerca del río para que los
mushers
pudieran acomodar a sus perros en paja seca en la orilla e ir a tomar algo caliente al puesto de control. Todos los
mushers
que participaban en la carrera K300 pasaban dos veces por Tuluksak: una en el trayecto de ida hacia Aniak y la otra de vuelta. Durante una de las dos paradas tenían que hacer un descanso obligatorio de cuatro horas y someter a los animales a un control veterinario. Cuando llegaron Trixie y Willie, había un equipo de perros vagando sin el
musher
en la orilla del río, vigilados por un chico con una tablilla que les preguntó si se habían encontrado con alguien en la pista. Por Tuluksak habían pasado ya todos los
mushers
salvo uno, que suponían que debía haberse detenido por culpa de la tormenta. Nadie sabía nada de él desde que había pasado el control de Akiak.
Trixie no había hablado mucho con Willie esa mañana. Se había despertado sobresaltada poco después de las seis, notando en primer lugar que no nevaba y en segundo lugar que no tenía frío. Tenía el brazo de Willie alrededor del cuerpo, y el aliento del chico en el cogote. Lo más humillante era sin embargo la cosa dura que Trixie había notado que le apretaba en el muslo. Se había apartado de él con las mejillas sonrojadas, procurando estar completamente vestida antes de que él se despertara y se diera cuenta de que tenía una erección.
Willie aparcó fuera de la escuela y se bajó de la motonieve.
—¿No vienes? —le preguntó Trixie, pero él se había puesto a hurgar en el motor, sin que pareciera motivado en absoluto a tener la deferencia de presentarle a nadie—. Como quieras —masculló ella entre dientes y se dirigió al interior del edificio.
Nada más entrar vio delante una vitrina de trofeos que contenía una máscara de madera decorada con plumas y pieles, y una copa con una pelota de baloncesto grabada. De pie a su lado había un chico alto de rostro alargado y caballuno.
—Tú no eres Andi —di]O con sorpresa.
Los Voluntarios Jesuitas que atendían el puesto de control de Tuluksak eran un grupo de chicos y chicas de edad universitaria que realizaban servicios de voluntariado en la clínica para nativos de Bethel. Trixie creía que todos los jesuitas eran curas, pero estaba claro que esos chicos no lo eran. Le había preguntado a Willie por qué los llamaban así, pero él se había limitado a encogerse de hombros.
—Yo no sé nada de Andi —dijo Trixie—. A mí sólo me han dicho que viniera aquí.
Aguantó la respiración, esperando a que ese chico la señalara con el dedo y le gritara: «¡Impostora!». Pero antes entró Willie, pateando con las botas en el suelo.
—Eh, Willie, qué tal —dijo el chico alto.
Willie hizo un gesto con la cabeza y se metió en una de las aulas, directo hacia una mesa con ollas eléctricas y Tupperwares. Se sirvió en un cuenco y desapareció por otra puerta.
—Me llamo Carl —dijo el chico, ofreciéndole la mano.
—Trixie.
—¿Habías hecho esto alguna vez?
—Oh, claro —mintió Trixie—. Montones de veces.
—Estupendo. —La acompañó al aula—. Hay un poco de jaleo ahora mismo, porque tenemos un equipo que acaba de llegar, pero te pongo al corriente en cinco segundos: lo primero y lo más importante de todo, aquí es donde está la comida. —La señaló—. La gente de aquí va trayendo cosas todo el día, y si tú no has tomado nada, por cierto, te recomiendo la sopa de castor. Al otro lado de donde está la puerta por la que has entrado hay otra clase: allí es donde duermen los
mushers
cuando tienen que hacer la parada de descanso. En principio lo que hacen es coger una manta y decirte cuándo quieren que los despiertes. Nosotros hacemos turnos. Cada media hora alguien tiene que ir a vigilar al río, lo cual es un castigo cruel e inaudito con este tiempo. Si te toca estar ahí fuera de guardia cuando llega un
musher
, asegúrate de decirle sus tiempos de carrera y de comunicarlo por teléfono a la sede de la organización, y luego le enseñas cuál es el corral de contrachapado que le corresponde a su equipo. Nos pillas a todos un poco nerviosos porque no sabemos nada de uno de los equipos desde la tormenta.
Trixie había escuchado a Carl asintiendo con la cabeza cuando debía, pero el chico podía haberle hablado en swahili. A lo mejor si veía primero a otro haciendo lo que ella debía hacer, podía imitarle cuando le llegara el turno.
—Bueno, y ya lo sabes —dijo Carl—, a los
mushers
se les permite que sus perros se dejen caer por aquí.
«¿Para qué? —se preguntó Trixie—. ¿Para ver si caen de cuatro patas?».
Sonó un teléfono móvil y alguien llamó a Carl. Una vez sola, Trixie se puso a dar vueltas por allí, procurando no encontrarse con Willie, quien, por otra parte, hacía un esfuerzo similar por evitarla a ella. Por lo que parecía, la escuela consistía en dos únicas aulas, y Trixie pensó en la compleja distribución del instituto de Bethel, cuyo plano se había pasado un verano entero memorizando antes del comienzo del noveno curso.
—Lo has conseguido.
Trixie se volvió y se encontró con el veterinario que había ido en el avión de carga con ella desde Anchorage.
—Por supuesto.
—Bueno, supongo que nos veremos ahí fuera. Me han dicho que hay un caso peliagudo de congelación y el deber me reclama.
Se subió la cremallera del abrigo y la saludó con la mano mientras salía por la puerta.
Trixie estaba muerta de hambre, pero no hasta el punto de comerse nada que pudiera tener castor. Deambuló hacia la estufa de aceite en un rincón de la estancia y puso las manos delante. No daba tanto calor como la piel de Willie.
—¿Quieres?
Como si sus pensamientos lo hubieran invocado, Willie había aparecido junto a ella.
—¿El qué?
—Esto.
—Oh, sí —dijo ella—. Un pedazo de tarta. —Él sonrió, satisfecho, y se volvió para marcharse—. Eh, ¿adónde vas?