—A mi casa. Este es mi pueblo.
Hasta ese momento, a Trixie no se le había ocurrido que fuera a tener que arreglárselas por su cuenta de nuevo. Como adolescente, formaba en todo momento parte de un todo, una familia, una clase del instituto o un grupo de amigos, y siempre había alguien metiendo las narices en sus cosas. ¿Cuántas veces se había marchado con cajas destempladas después de pelearse con su madre, gritándole que lo único que quería era que la dejaran en paz?
«Ten cuidado con lo que deseas», pensó Trixie. Después de un solo día de vida independiente, ahora volvía a ponerse nerviosa ante la perspectiva de perder la compañía de un completo extraño.
Trató de borrar toda emoción de su semblante para demostrarle a Willie la misma indiferencia que él mostraba respecto a ella. Entonces se acordó de que llevaba puesto el abrigo de otra persona, a la que él debía conocer, y quiso desabrochárselo.
Willie le quitó las manos de la cremallera.
—Quédatelo —le dijo—. Ya vendré a buscarlo más tarde.
Ella le siguió al exterior del edificio de la escuela, sintiendo que el frío le erizaba el pelo del cráneo. Willie se encaminó hacia un grupo de pequeñas casas de brumosa silueta marrón y gris, que parecían de dos dimensiones. Con las manos embutidas en los bolsillos, se dio la vuelta para no recibir en la cara el azote del viento al caminar.
—¡Willie! —gritó Trixie, y él, sin levantar los ojos, se detuvo—. ¡Gracias!
El chico agachó aún más la cabeza, en un gesto de asentimiento, y reanudó su marcha de espaldas en dirección al pueblo. Así era exactamente como se sentía Trixie: si es que estaba llegando a algún sitio en ese viaje, seguía siendo el lugar equivocado. Se quedó mirando a Willie, como si pudiera verle cuando ya no podía, hasta que el sonido de unos ladridos por el lado del río distrajo su atención.
El voluntario que habían visto al bajarse de la motonieve estaba todavía en su puesto sobre el hielo, vigilando al mismo equipo de perros, que jadeaban abriendo y cerrando las bocas congeladas. El chico sonrió al ver llegar a Trixie y le pasó la tablilla.
—¿Eres mi relevo? Aquí hace un frío salvaje. Eh, oye, Finn Hanlon ha ido arriba a hacer un pis mientras el veterinario acaba de examinar a su equipo.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Trixie, pero el chico estaba ya a medio camino del talud, atraído en línea recta por el calor de la escuela. Trixie miró con inquietud a su alrededor. El veterinario estaba demasiado ocupado para prestarle atención, pero había unos chicos nativos dando patadas a una lata de Sprite, y también sus padres, que saltaban de un pie a otro para quitarse el frío mientras hablaban sobre quién iba a ganar la carrera ese año.
El perro guía tenía un aspecto cansado. Trixie no podía culpar al pobre animal; ella había recorrido el mismo camino sentada en una motonieve y había estado a punto de no contarlo. ¿Cómo debía ser hacerlo descalzo y desnudo? Tras echar un vistazo al veterinario (él ya estaría ojo avizor por si llegaba el último
musher
, ¿no?), se apartó del tiro de perros hasta una serie de compartimentos de madera contrachapada. Hurgó en uno de ellos, agarró un puñado de pienso para perros y regresó donde estaba el husky. Le mostró la palma de la mano abierta, y la lengua del perro, áspera y caliente, le raspó la piel al devorar la comida.
—¡Qué haces! —gritó una voz—. ¿Es que quieres que me descalifiquen?
Al volverse vio a un
musher
que llevaba un dorsal con el número 12. Trixie miró en la tablilla: «Finn Hanlon».
—¡Les has dado de comer a mis perros!
—Perdón… yo… —balbuceó Trixie—. Yo pensé…
Sin hacerle caso, Hanlon se volvió hacia el veterinario.
—¿Cuál es el diagnóstico?
—Se pondrá bien, pero no si le haces correr.
El veterinario se puso en pie, restregándose las manos en el abrigo.
El
musher
se arrodilló junto al perro y lo acarició entre las orejas, luego le desabrochó los ceñidores.
—Voy a dejarlo aquí —dijo, entregándole a Trixie la cuerda que lo sujetaba por el cuello. Ella la sostuvo en la mano, mientras veía cómo Hanlon reconfiguraba la línea de tiro del perro que había ido emparejado con
Juno
, para que el trineo no se desviara—. Regístrame la salida —ordenó, y se subió a la plataforma del trineo, asiéndose a las correas—. ¡Vamos! —gritó, y el tiro de perros arrancó hacia el norte siguiendo el cauce del río y ganando velocidad, mientras los espectadores los jaleaban desde la orilla.
El veterinario metió las cosas en su bolsa.
—Vamos a buscarle a
Juno
un lugar cómodo —dijo, y Trixie asintió, tirando de la cuerda del cuello como si fuera una correa para que el husky la siguiera hacia el edificio de la escuela.
—Muy divertido —dijo el veterinario.
Ella se volvió y lo vio delante de una estaca clavada en la hierba que bordeaba el río.
—Pero hace tanto frío…
—¿Lo habías notado? Átalo aquí mientras yo voy a buscar un poco de paja.
Trixie enganchó la punta de la cuerda a la estaca. El veterinario volvió con una paletada de heno en los brazos.
—Te sorprendería lo que calienta esto —dijo, y Trixie pensó en la noche que acababa de pasar con Willie.
Una energía invisible sacudió de pronto al pequeño grupo de espectadores, que señalaban hacia el lugar en el horizonte donde el río se convertía en un punto de fuga. Trixie agarró la tablilla de anotación con sus manos enguantadas y miró a lo lejos.
—¡Es Edmonds! —gritó un chico yup’ik—. ¡Lo ha conseguido!
El veterinario se incorporó.
—Voy a decírselo a Carl —dijo, dejando a Trixie que se las arreglara por su cuenta.
El
musher
llevaba un añórale blanco que le llegaba a las rodillas y el número 6 en el dorsal.
—¡Alto! —gritó, y sus malamutes relajaron el esfuerzo, deteniéndose jadeantes. El perro más cercano al trineo se hizo un ovillo sobre el hielo y cerró los ojos.
Los niños se desparramaron por la orilla del río, tirando del abrigo del
musher
.
—¡Alex Edmonds! ¡Alex Edmonds! —gritaban—. ¿Te acuerdas de mí del año pasado?
Edmonds trataba de desembarazarse de ellos.
—Tengo que tacharme —le dijo a Trixie.
—Ah, mm, vale —repuso ésta, preguntándose qué quería decir con eso y si ella tenía que hacer algo.
Pero Edmonds le cogió la tablilla de las manos y tachó su nombre con una raya. Le devolvió la tablilla de anotaciones y tiró del saco de dormir que recubría el fondo del trineo, con lo que quedó al descubierto un viejo yup’ik que apestaba a alcohol y que temblaba aun roncando.
—Lo encontré en la pista. Debió de perder el conocimiento durante la tormenta. Tuve que hacerle el boca a boca anoche para que volviera a respirar, pero hacía demasiado mal tiempo para retroceder hasta Bethel y llevarlo al centro médico. Éste era el puesto de control más cercano… ¿Puede alguien ayudarme a llevarlo dentro?
Antes de que Trixie tuviera tiempo de salir corriendo hacia la escuela, vio que Carl y otros voluntarios bajaban a toda prisa hacia el río.
—Dios bendito —dijo Carl al ver al borracho—. Seguramente le has salvado la vida.
—Si a él le importa… —replicó Edmonds.
Trixie observó a los demás voluntarios mientras sacaban al viejo del trineo y se lo llevaban a la escuela. Los espectadores murmuraban y hacían chasquear la lengua, y Trixie apenas pudo captar algunas frases sueltas en yup’ik y en inglés: «Edmonds había sido técnico sanitario…
Kingurauten
Joseph debería pagar por esto… Qué vergüenza…». Una mujer yup’ik con unas gafas de lechuza y una boca diminuta y arqueada se acercó a Trixie. Se inclinó sobre la tablilla y señaló la raya que dividía en dos el nombre de Edmonds.
—Había apostado diez pavos por él —se quejó.
Cuando todos los equipos de perros pasaron el control, los espectadores se dispersaron en dirección al pueblo donde había ido Willie. Trixie se preguntó si tendría algún vínculo con alguno de los niños que tan alegremente habían saludado a Edmonds. Se preguntó qué habría hecho al llegar a casa. ¿Beber zumo de naranja directamente del cartón, como habría hecho ella? ¿Darse una ducha? ¿Tumbarse en la cama pensando en ella?
Del mismo modo repentino en que hacía unos minutos se había producido toda esa actividad, de pronto no había nadie en la orilla del río. Trixie miró hacia el norte, pero ya no podía ver a Finn Hanlon y su equipo. Miró hacia el sur, pero ya no habría podido decir por dónde habían llegado ella y Willie. El sol había ido ascendiendo y se encontraba casi encima de su cabeza. Se reflejaba en el hielo con tal intensidad que al intentar distinguir la pista entre todo ese territorio nevado, le dolían los ojos.
Trixie se dejó caer sobre la paja junto a
Juno
y acarició la cabeza del perro con el guante. El husky levantó hacia ella un ojo marrón y el otro azul, y al jadear pareció sonreírle. Trixie trató de imaginarse lo que significaba ser un perro de trineo, ponerlo todo de su parte o ver que te habían dejado atrás. Se imaginó cómo se sentiría teniendo que confiar en sus instintos en una tierra inhóspita, saber la diferencia que había entre el lugar del que venías y aquel al que ibas.
Cuando estaba helado, durante el invierno, el río tenía su propio número de carretera, y a cualquier hora podían verse circulando sobre el hielo camionetas herrumbrosas, así como trineos tirados por perros, que no seguían una dirección particular ni una circulación en paralelo. Como la mayor parte de los esquimales yup’ik, Nelson no creía en cascos ni gafas de motorista y, para enfrentarse al viento en la motonieve del viejo, Daniel tenía que ir agachado lo más cerca posible del parabrisas. Laura iba sentada tras él, con la cara hundida en la espalda del abrigo de su marido.
En medio del río había una camioneta blanca estacionada. Mientras Daniel detenía el motor del vehículo, sintió cómo Laura se distendía. Estaba congelada, aunque no se quejara.
—Debe de ser un puesto de control —dijo Daniel, bajándose de la máquina con las piernas vibrándole aún por el traqueteo del motor.
Una mujer blanca con peinado rasta bajó la ventanilla del lado del conductor.
—
Kingurauten
Joseph, por el amor de Dios, vete a espicharla en el jardín de otro.
Kingurauten
significaba «demasiado tarde» en yup’ik. Daniel encogió el cuello para que el abrigo le cubriera la nariz y la boca.
—Creo que me confunde con otra persona —dijo, y se dio cuenta de que conocía a la mujer de la camioneta—. ¿Daisy? —dijo, dubitativo.
La llamaban la loca Daisy cuando llevaba el correo a los pueblos nativos en trineo de perros cuando Daniel era pequeño. Ella lo miró con el ceño fruncido.
—¿Y tú quién demonios eres?
—Daniel Stone —dijo—. El hijo de Annette Stone.
—El hijo de Annette no se llamaba así. Se llamaba…
—Wassilie —acabó la frase Daniel.
Daisy se rascó el cráneo.
—¿Tú no te habías pirado de aquí porque…?
—Qué va —mintió Daniel—, me fui para ir a la universidad. —Era de dominio público que la loca Daisy se había quedado así después de irse con la banda de Timothy Leary durante los años sesenta y que había quemado las zonas hábiles de su cerebro—. ¿No habrás visto por casualidad pasar por aquí una motonieve con una chica
kass’aq
y un chico yup’ik?
—¿Esta mañana?
—Sí.
Daisy negó con la cabeza.
—No. —Señaló con el pulgar la parte trasera de la camioneta—. ¿Quieres entrar a calentarte un poco? Hay café y barritas de Snickers.
—No puedo —dijo Daniel, sumido en sus pensamientos. Si Trixie no había pasado por Akiak, ¿cómo no se la había encontrado en la pista?
—Quizá más tarde —gritó Daisy mientras él volvía a encender el motor—. Me encantaría que me pusieras al día.
Daniel fingió no haberla oído. Pero, mientras él rodeaba la camioneta, Daisy se puso a gesticular con los brazos como una desequilibrada, tratando de llamar su atención.
—¡Esta mañana no ha pasado nadie! —dijo—. ¡Pero anoche pasaron una chica y un chico antes de la tormenta!
Daniel no respondió, sino que aceleró la motonieve, salvando el talud de la orilla, y se dirigió hacia Akiak, el pueblo del que había huido hacía más de quince años. La Washeteria, el establecimiento al que iban para lavar la ropa y ducharse, era ahora un comercio de platos preparados, con un videoclub adyacente. La escuela seguía siendo un edificio gris, achaparrado y funcional. En la casa de al lado, en la que él se había criado, había dos perros atados delante de la puerta. Daniel se preguntó quién viviría allí ahora, si aún seguiría ocupándola la maestra de la escuela, si tendría hijos… Si la pelota de baloncesto aún se pondría a botar en el gimnasio sin que nadie la tocase, si la última persona que cerraba la escuela habría visto alguna vez al antiguo director que se había suicidado, colgado aún de la viga central de la única clase.
Se detuvo enfrente de la casa contigua a la escuela, una pobre casucha. Delante había una motonieve aparcada; por debajo de una lona azul asomaba una barca de aluminio. En las ventanas habían pegado con celo copos de nieve de papel, así como un crucifijo rojo de metal.
—¿Por qué nos paramos? —preguntó Laura—. ¿Y Trixie?
Daniel se bajó de la máquina y se volvió hacia ella.
—Tú no vienes.
Ella no estaba acostumbrada a ese tipo de frío y él no podía retrasarse por ella y arriesgarse a perder por completo la pista de Trixie. Y había una parte de él que reconocía querer estar solo cuando encontrara a Trixie. Había muchas cosas que necesitaba explicarle.
Laura se quedó mirándolo, sin habla. Se le habían congelado las cejas y tenía las pestañas pegadas por el hielo y, cuando por fin pudo hablar, sus palabras se erigieron como una bandera blanca entre ambos.
—Por favor, no me hagas esto —dijo empezando a llorar—. Llévame contigo.
Daniel la atrajo hacia sí entre sus brazos, comprendiendo que Laura había creído que él lo hacía para castigarla, como venganza por haberlo dejado ella primero cuando tuvo su aventura. La hacía parecer vulnerable y a él le hacía recordar lo fácil que les resultaba lastimarse.
—Si tuviéramos que atravesar el infierno para encontrar a Trixie, te seguiría yo a ti. Pero esto es otra clase de infierno y soy yo el que sabe adónde va. Lo que te pido… lo que te suplico es que confíes en mí.