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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (49 page)

BOOK: El décimo círculo
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No era lo que no sabías de los demás lo que te escandalizaba, sino lo que no estabas dispuesto a admitir de ti mismo.

Al abrirse la puerta, Laura se sobresaltó y sus pensamientos se diseminaron como una bandada de cuervos. Charles estaba en lo alto de la escalera, fumando una pipa.

—¿Sabe lo que significa que uno salga fuera y no haya ningún yup’ik por los alrededores?

—No.

—Que hace demasiado frío para estar por ahí.

Le cogió a Laura la pelota de las manos y encestó una canasta limpia. Vieron juntos cómo rebotaba la pelota hasta el interior del jardín de un vecino.

Laura se metió las manos en los bolsillos.

—Está todo tan silencioso —dijo. «Resulta irónico —pensó—, convertir en tema de conversación la falta de conversación».

Charles asintió.

—De vez en cuando siempre hay alguien que se marcha a vivir a Bethel, pero luego vuelve, porque es demasiado ruidosa. Hay mucho ajetreo.

Era difícil de imaginar: Bethel era el último lugar que Laura habría considerado una metrópoli.

—Pues si se fueran a Nueva York les explotaría la cabeza.

—Yo estuve una vez —dijo Charles, sorprendiéndola—. Oh, he estado en un montón de sitios, no se lo imaginaría: en California y en Georgia, cuando estuve en el ejército. Y en Oregon, cuando fui a estudiar.

—¿A la universidad?

Charles negó con la cabeza.

—A un internado. Antes de que decretaran por ley que había que impartir educación en todos los pueblos, el gobierno nos mandaba a otro sitio para que aprendiéramos las mismas cosas que los blancos. Podías escoger la escuela… Había una en Oklahoma, pero yo fui a Chemawa, en Oregon, porque ya tenía unos primos allí. Lo pasé fatal, no se lo podría imaginar, comiendo aquella comida de blancos… Me derretía con aquel calor. Una vez me metí en un buen lío por intentar tender una trampa para conejos con los cordones de los zapatos.

Laura trató de imaginar lo que podía suponer que te enviaran lejos del único hogar que habías conocido, sólo porque alguien pensaba que era lo mejor para ti.

—Debió parecerle odioso.

—Entonces sí —dijo Charles. Vació el contenido de la pipa y pisoteó la nieve sobre los rescoldos—. Ahora no estoy tan seguro. La mayoría de nosotros volvió a casa, pero así todos veíamos otras tierras y cómo vivían los de allí. Ahora hay chicos que no salen nunca de su pueblo. Los únicos
kass’aqs
que llegan a conocer son los maestros, y los únicos maestros que vienen aquí o bien es porque no han conseguido trabajo en sus propias ciudades o bien porque huyen de algo… No son precisamente modelos a imitar. Los chicos hoy hablan de marcharse del pueblo, pero luego, cuando se marchan, es como en Bethel: cien veces peor que aquí. La gente tiene demasiada prisa y habla demasiado, y antes de que te des cuenta se vuelven corriendo a un lugar en el que no quieren estar… sólo que la segunda vez ya saben que no hay donde huir. —Charles miró a Laura y luego se guardó la pipa en el bolsillo del abrigo—. Eso fue lo que le pasó a mi hijo.

Ella asintió con la cabeza.

—Daniel me lo explicó.

—Él no fue el primero. Un año antes que él, una chica había ingerido pastillas. Y antes de eso ya había habido dos jugadores de béisbol que se habían colgado.

—Lo lamento —dijo Laura.

—Yo siempre supe que Wass no había matado a Cane. Cane se bastaba para hacerlo solo, fuera lo que fuese. Hay personas que se meten en un agujero tan hondo que luego no son capaces de imaginar a qué pueden agarrarse.

«Y otras —pensó Laura— eligen soltarse».

Aunque sólo eran las dos de la tarde, el sol se hundía ya en el horizonte. Charles se volvió hacia la escalera.

—Sé que este sitio debe parecerle Marte. Y que usted y yo somos totalmente diferentes. Pero también sé qué es lo que se siente cuando se pierde a un hijo. —Se volvió al llegar al descansillo—. No se quede congelada. Wassilie no me lo perdonaría nunca.

Dejó a Laura fuera, viendo cómo se formaba el cielo nocturno. Se sentía arrullada por la ausencia de sonidos. Acostumbrarse al silencio era más fácil de lo que una pensaba.

Cuando los Voluntarios Jesuitas trataron de subir la temperatura del cuerpo de
Kingurauten
Joseph cortándole la ropa congelada y tapándole con mantas, encontraron una delicada paloma hecha de hueso, un cuchillo de tallar y trescientos dólares en una de las botas. Eran sus ahorros en metálico, le dijo Carl a Trixie. El seguro médico de Joseph confiado a su calcetín.

Trixie acababa de volver de su turno en la orilla del río y estaba todavía congelada hasta el tuétano.

—¿Por qué no os calentáis juntos? —sugirió Carl, dejándola al cuidado del viejo.

La verdad era que no le importaba. Mientras los
mushers
proseguían la carrera desde Tuluksak en dirección a Kalskag y Aniak y volvían, lo que hacían los voluntarios principalmente era dormir lo que podían. Pero Trixie estaba desvelada. Ella ya había dormido en la pista, con Willie, y aún notaba en el cuerpo los efectos del desfase horario. Recordaba que todos los años, cuando llegaba el momento de retrasar los relojes, su padre insistía en adaptarse a las horas de luz diurnas para beneficiarse de la hora extra y así tener más trabajo avanzado. El problema estaba en que, aunque todas las mañanas ganaba unos minutos de más, luego se quedaba dormido delante del televisor más pronto cada noche. Hasta que al final renunciaba y seguía viviendo de acuerdo con el mismo horario que el resto del año.

Habría deseado que su padre estuviera allí en esos momentos.

—Te he echado de menos —repuso él, y Trixie se giró en redondo, con el corazón latiéndole con fuerza, pero no vio a nadie en la clase oscura.

Miró a Joseph, tendido. Tenía los rasgos anchos y cincelados de un yup’ik, y el pelo blanco, que se le enmarañaba formando espirales. Su barba incipiente brillaba plateada a la luz de la luna. Le habían dejado las manos cruzadas sobre el pecho, y Trixie pensó que no podían tener un aspecto más diferente de las de su padre. Las de Joseph eran rudas y estaban encallecidas, eran las herramientas de un obrero; las de su padre eran suaves, con los dedos largos y manchados de tinta; las manos de un artista.

—Ay, Nettie —murmuró, abriendo los ojos—. He vuelto.

—No soy Nettie —dijo Trixie, apartándose.

Joseph parpadeó.

—¿Dónde estoy?

—En Tuluksak. Ha estado a punto de morir congelado. —Trixie dudó—. Se emborrachó tanto que perdió el conocimiento en medio de la pista K300, y un
musher
abandonó la carrera para traerle hasta aquí. Le ha salvado la vida.

—No debería haberse molestado —masculló Joseph.

Había algo en Joseph que a Trixie le resultaba familiar, algo que le hacía querer volver a mirar las líneas que rodeaban sus ojos y la forma en que se arqueaban sus cejas.

—¿Eres uno de esos alevines de Jesús?

—Se llaman Voluntarios Jesuitas —le corrigió Trixie—. Y no, no soy una de ellos.

—¿Entonces quién eres?

Bueno, ésa no era la pregunta del millón. Trixie no habría podido contestarla ni aunque Joseph le hubiera puesto una pistola en la cabeza. No se trataba de dar su nombre, porque eso no explicaba nada. Ella recordaba quién era antes, una imagen como las figuritas de una bola de cristal con nieve dentro, que se volvían borrosas al agitarlo, pero que si aguantabas la respiración podías ver con claridad. Se veía allí ahora de la misma manera, y lo que hubiera podido decir era lo sorprendida que estaba de haber llegado tan lejos, lo extrañada de descubrir que mentir fuera tan fácil como respirar. Lo que no habría podido expresar con palabras era lo que había sucedido en el transcurso del cambio de una persona en otra.

Su padre le había explicado a veces que, cuando ella tenía ocho años, se había despertado en plena noche, como si le quemaran los brazos y las piernas, como si se los hubieran arrancado de las articulaciones. «Son dolores propios del crecimiento», le había dicho él, comprensivo. Pero ella se había puesto a llorar, segura de que cuando se despertara por la mañana, sería tan grande como él.

Lo asombroso era que, en efecto, sucedía así de rápido. Todas aquellas mañanas en los cursos anteriores al instituto, en que se pasaba el tiempo examinándose el pecho para ver si había echado el más leve brote, todos los besos que había practicado en el espejo del baño para asegurarse de que sabía esconder la nariz llegado el día D, todo el tiempo que había estado esperando a que un chico se fijara en ella… y después había resultado que crecer era tal y como había temido. Un día, cuando sonaba el despertador, te levantabas y te dabas cuenta de que tenías en la cabeza los pensamientos de otra persona… o quizá fueran tus viejos pensamientos de siempre, pero sin la esperanza.

—¿Seguro que no eres Nettie? —dijo Joseph al ver que Trixie no contestaba.

Era el nombre con el que la había llamado antes.

—¿Quién es Nettie?

—Bueno. —Giró la cara hacia la pared—. Está muerta.

—Entonces hay bastantes probabilidades de que no sea ella.

Joseph pareció sorprendido.

—¿No has oído hablar nunca de la chica que regresó de entre los muertos?

Trixie entornó los ojos.

—Aún está borracho.

—Resulta que era una chica que se había muerto —replicó Joseph, como si ella no hubiera hablado—, pero ella no lo sabía. Lo único que sabía era que había partido de viaje y que llegaba a un pueblo. Su abuela estaba allí también, así que vivieron juntas. De vez en cuando iban a otro pueblo, donde estaba el padre de la chica, que le proporcionaba abrigos de piel. Lo que ella no sabía era que en realidad se los estaba dando a su tocaya, a la niña que había nacido justo después de que muriera su hija.

Joseph se incorporó con cautela, enviándole a Trixie una potente vaharada de vapores etílicos.

—Un día volvían a casa desde el otro pueblo, y la abuela de la chica le dijo que se había dejado olvidadas algunas cosas. Le pidió a la chica que fuera a buscarlas. Le dijo que si se encontraba con un árbol de hoja perenne caído, aunque le pareciera que podía pasar por debajo o rodeándolo, debía pasar por encima.

Trixie se cruzó de brazos, resignada a escuchar a pesar de todo.

—La chica desanduvo el camino hacia el pueblo y, naturalmente, se encontró con un árbol caído. Procuró hacer lo que le había dicho su abuela, pero, al encaramarse a él trastabilló, y eso fue lo último que recordó. Era incapaz de recordar el camino de vuelta hasta su abuela, y se puso a llorar. En ese momento, salió de su
qasgiq
un hombre del poblado y oyó los sollozos. Los siguió y vio a la chica que había muerto hacía años. Trató de agarrarla, pero era como atrapar el aire.

«Pues claro —pensó Trixie—. Porque cuanto más cambias, menos queda de ti».

—El hombre se frotó los brazos con comida y así pudo agarrarla, por mucho que ella se debatiera. Se la llevó hasta su
qasgiq
, pero no podían poner los pies en el suelo de madera. Un anciano frotó a la chica con las gotas de una lámpara de aceite de foca, y así ella pudo permanecer de pie sin flotar en el aire. Todos vieron que esa chica era la misma que había muerto hacía tiempo. Llevaba los abrigos que su padre la había dado a su tocaya todos esos años. Y, ¿sabes qué pasó? Al cabo de poco tiempo de su regreso, su tocaya murió. —Joseph se subió la manta hasta el pecho—. Ella vivió y llegó a mayor —dijo—. Le contaba a la gente cómo era
Pamaalirugmiut
… el lugar que estaba oculto a sus ojos.

—Ah, qué bien —dijo Trixie, que no se había tragado una palabra de la historia—. Déjeme que lo adivine: ¿había una luz blanca y música de arpa?

Joseph la miró, pasmado.

—No, decía que era un sitio muy seco. La gente que se muere anda siempre sedienta. Por eso nosotros siempre despedimos a los muertos con agua fresca. Y quizá es por eso también por lo que yo ando siempre buscando algo con lo que remojarme la garganta.

Trixie se acurrucó, levantando las rodillas hasta el pecho y temblando mientras pensaba en Jason.

—Usted no está muerto.

Joseph se dejó caer de nuevo en la esterilla.

—Te sorprendería —repuso.

—No hace tanto frío para no poder salir a dar un paseo —le dijo Aurora Johnson a Laura en un perfecto inglés sin acento, y se quedó allí plantada, esperando a que Laura dijera algo como si le hubiera hecho una pregunta.

Tal vez lo que quería Aurora era alguien con quien hablar y no sabía cómo pedirlo. Laura podía entenderlo. Se levantó y cogió el abrigo.

—¿Te importa si te acompaño?

Aurora sonrió y se puso un anorak que le llegaba por debajo de las rodillas y cuya cremallera consiguió cerrar a pesar de todo por encima de su abultada barriga. Se calzó unas botas con unas suelas más altas que las de un bombero y salió a la calle.

Laura acomodó el paso al de ella, con movimientos enérgicos para sacudirse el frío de encima. Habían pasado dos horas desde la partida de Daniel y la tarde era negra como la noche, sin farolas que les iluminaran el camino ni ningún resplandor de alguna autopista lejana. De vez en cuando, un haz de luz verdosa procedente del televisor de una casa se elevaba como un espíritu en una ventana, pero, durante la mayor parte del trayecto, el cielo era un ininterrumpido tapete de terciopelo azul oscuro, y las estrellas tan espesas que podías cortarlas con un movimiento del brazo.

Aurora tenía el pelo castaño, con mechas anaranjadas. Por los bordes de la capucha del anorak le asomaban largos mechones rizados. Tenía sólo tres años más que Trixie y estaba, en cambio, a punto de dar a luz.

—¿Para cuándo lo esperas? —le preguntó Laura.

—Tengo hora para el diez de enero.

—¿Tienes hora?

—En Bethel —le explicó Aurora—. Si vives en un pueblo y estás embarazada, tienes que ingresar en la prematernal de Bethel unas seis semanas antes de la previsión de parto. Así los médicos te tienen donde te necesitan. Si no, si hay alguna complicación, el centro médico tiene que mandar al
anguyagta
en un Black Hawk. A la Guardia Nacional le cuesta diez mil pavos la broma. —Miró a Laura—. ¿Tú ya lo has tenido? A tu bebé, quiero decir.

Laura asintió, agachando la cabeza al pensar en Trixie. Esperaba que, donde fuera que estuviese, hiciera calor. Que alguien le hubiera dado algo de comer, una manta… Esperaba que hubiera dejado pistas, como había aprendido a hacer años atrás en las Girls Scouts: una ramita rota aquí, un montoncito de piedras allá.

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