El décimo círculo (53 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: El décimo círculo
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—¿Quieres?

—¿Qué es?


Akutaq
. Helado esquimal.

Trixie metió el dedo. No era Ben & Jerry, pero no estaba mal: bayas con azúcar y algo más que no pudo identificar.

—Aceite de foca y manteca —dijo Willie, sin que ella se sorprendiera lo más mínimo de que pudiera leerle el pensamiento.

La miró a través de la ventanilla abierta.

—Si alguna vez voy a Florida, a lo mejor podríamos vernos allí.

Trixie no sabía qué le iba a pasar al día siguiente y mucho menos a partir de entonces. Pero descubrió que, a pesar de todo lo sucedido, aún tenía la capacidad de fingir, de creer que su futuro iba a ser como en realidad jamás sería.

—Sería genial —dijo con voz blanda.

—¿Vives cerca?

—A dos mil quinientos kilómetros más o menos —dijo Trixie y, al ver que Willie sonreía un poco, ella también lo hizo.

De repente Trixie sintió deseos de contarle a alguien la verdad… toda la verdad. Le entraron ganas de empezar por el principio, y si conseguía que al menos una persona la creyera, eso ya sería un comienzo. Alzó los ojos hacia Willie.

—Donde vivo, me violó un chico al que yo creía que quería —dijo Trixie, porque para ella así era como había sido y siempre lo sería. La semántica poco importa cuando estás sangrando entre las piernas, cuando te sientes como sí te hubieran desgarrado por dentro, cuando te han arrebatado la capacidad de elegir libremente.

—¿Por eso huías?

Trixie negó con la cabeza.

—Está muerto.

Willie no le preguntó si tenía alguna responsabilidad. Se limitó a asentir con la cabeza, con la respiración prendida del aire como con alfileres.

—Así funcionan las cosas a veces, supongo —dijo.

Era noche de bingo en las oficinas del ayuntamiento y Laura se había quedado sola en la casita. Había leído ya dos veces todos los números del periódico
Tundra News
, hasta los que estaban apilados en la entrada para llevarlos a vender. Había visto la televisión hasta que le dolieron los ojos.

Se sorprendió a sí misma preguntándose qué tipo de persona podía elegir vivir en un sitio como ése, donde la conversación parecía algo anormal y donde hasta la luz del sol se mantenía alejada. Era capaz de apreciar más que nunca lo lejos que había llegado Daniel.

Pero ¿qué habría llevado a su madre allí?

Como Annette Stone, Laura también era profesora. Sabía que podías cambiar el mundo de un estudiante en un momento. Pero ¿durante cuánto tiempo podías estar dispuesta a sacrificar la felicidad de tu hijo por la de todos los demás?

Quizá ella no había querido marcharse. Daniel le había hablado a Laura de su padre nómada. Hay personas que te marcan con tal fuerza que te dejan una señal indeleble para el futuro. Laura comprendía que pudieras pasarte la vida entera esperando que un hombre así volviera.

Era una elección que la madre de Daniel había hecho por los dos, una opción que a su hijo le había puesto de inmediato en desventaja. A Laura le parecía egoísta, y ella tenía que haberlo sabido.

¿Era amor, hacer pasar a tu hijo por un infierno? ¿O era ser buena madre: una forma de garantizar que tu hijo iba a saber vivir sin ti? Si no hubiera sido porque le hacían la vida imposible, Daniel podría haberse sentido a sus anchas en la tundra. O podía haberse convertido en uno de esos jóvenes sin rostro, como Cane, incapaces de encontrar una salida. Podía haberse quedado en Alaska para siempre, a la espera de algo que no llegaba.

Tal vez lo único que había hecho Annette Stone era asegurarse de que Daniel tuviera una vía de escape, ya que ella no la tenía.

Oyó fuera una furgoneta que se adentraba en el patio. Dio un salto y salió corriendo cruzando la antecámara ártica para ver si eran Daniel y Trixie que volvían. Pero la furgoneta tenía una barra de luces azules sobre el techo de la cabina, que proyectaba unas sombras alargadas en la nieve.

Laura enderezó la columna vertebral. Harías cualquier cosa por proteger a una hija. Incluso cosas que seguramente nadie más entendería.

—Estamos buscado a Trixie Stone —dijo el policía.

Trixie se quedó dormida durante el viaje de regreso a Akiak. Daniel había arropado con su propio anorak y su pasamontañas a Trixie, que iba en la motonieve abrazada a la cintura de su padre y con la mejilla apoyada contra su espalda. Él seguía la dirección del sol poniente, que, como una corista, parecía salir de escena con coquetería por el horizonte dejando tras de sí una cinta rosa en forma de estela.

Daniel no sabía a ciencia cierta qué pensar de la confesión de su hija. En ese rincón del mundo, la gente creía que un pensamiento podía convertirse en acto en cualquier momento; una palabra en la mente tenía el mismo poder, tanto para herir como para sanar, como la que se pronunciaba en voz alta. En ese rincón del mundo, lo que Jason Underhill le había hecho a Trixie sí era una violación.

Pero también tenía una dolorosa conciencia de las otras cosas que Trixie no había expresado en voz alta: que no había matado a Jason, que era inocente.

Al llegar a Akiak, Daniel aceleró para salvar el talud de la orilla del río y pasó junto a la comisaría de policía en dirección a la casa de Cane. Al doblar la esquina vio la furgoneta.

Por un instante pensó: «Ya empecé de cero una vez, ¿por qué no voy a volver a hacerlo?». Podía seguir conduciendo la motonieve hasta quedarse sin gasolina y entonces construiría un refugio para él y Trixie. Le enseñaría a seguir pistas y a cazar y, cuando cambiara el tiempo, a encontrar salmón.

Pero no podía abandonar a Laura, ni tampoco enviar a nadie a buscarla más tarde. Cuando se hubieran marchado, tendría que asegurarse de que nadie los encontraría jamás.

Notó la tensión en la reacción de Trixie y comprendió que ella también había visto a los policías. Y, lo que era peor, cuando el agente se apeó del vehículo, también él se había dado cuenta de que los habían visto.

—Tú no hables —le dijo a Trixie por encima del hombro—. Ya me ocupo yo.

Daniel dirigió la motonieve hacia la casa de Cane y apagó el motor. Luego se bajó y se quedó unos segundos de pie, con la mano en el hombro de Trixie.

Cuando amas a alguien haces cualquier cosa que creas que es lo mejor para esa persona, aunque en ese momento pueda parecer lo más erróneo y absurdo. Los hombres hacen esas cosas por las mujeres; las madres las hacen por los hijos. Y Daniel supo que él iba a hacerlo por Trixie. Habría hecho lo que fuera. ¿Qué era lo que hacía que un héroe fuera un héroe? ¿Ganar siempre, como Superman? ¿Asumir su tarea aun a su pesar, como Spiderman? ¿Haber aprendido, como los X-Men, que en cualquier momento uno podía caer del estado de gracia y convertirse en un ser perverso? ¿O consistía, como en el caso de Rorschach de Alan Moore, en ser lo bastante humano para disfrutar viendo morir a las personas, si era lo que merecían?

El policía se aproximó.

—Trixie Stone —dijo—, quedas detenida por el asesinato de Jason Underhill.

—No pueden detenerla —dijo Daniel.

—Señor Stone, tenemos una orden de detención…

Daniel no apartaba los ojos del rostro de su hija.

—Ya —dijo—, pero fui yo quien lo mató.

Trixie no podía hablar, no podía respirar, no podía pensar. Se había quedado petrificada, pegada al hielo, como el policía. Su padre acababa de confesarse autor de un asesinato.

Ella se había quedado mirándolo, atónita.

—Papá —musitó.

—Trixie, ¿qué te he dicho? Ni una palabra.

Trixie recordó cuando solía llevarla sobre los hombros, de pequeña. A ella, como a su madre, le producían mareos las alturas, pero su padre le sujetaba las piernas con las manos. «No dejaré que te caigas», le decía y, como él nunca había dejado que se cayera, el mundo visto desde aquella atalaya dejó de infundirle temor.

Pensó en eso y en otras mil cosas: en que durante todo un año él le había cortado los sándwiches para la comida en forma de letras, de modo que formaran una palabra diferente cada semana, «
GUAPA, LISTA, DULCE
», en que siempre disimulaba una caricatura suya en alguna página de sus libros de cómic, en las veces en que al buscar algo en la mochila había encontrado, en uno de los bolsillos, una bolsa de M&M’s de cacahuete que sabía que había escondido para ella.

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Pero eso es mentira —susurró.

El policía suspiró.

—Bueno —dijo—, alguien lo habrá hecho.

Se volvió hacia la furgoneta, en cuyo asiento del acompañante ya estaba sentada la madre de Trixie, mirándolos tras el cristal de la ventanilla.

Había resultado casi cómico cuando se lo habían dicho por teléfono. Las fuerzas de la policía estatal del estado de Alaska habían cumplido con la orden de detención contra Trixie Stone, le dijeron a Bartholemew. Sólo que, al hacerlo, otras dos personas se habían confesado autoras del crimen. ¿Qué querían que hiciera él?

A menos que consiguiera sendas órdenes de detención del gobernador, al detective no le quedaba más remedio que volar hasta allí en persona, interrogar a los Stone y decidir a cuál de ellos detenía, si había que detener a alguno.

Habían llevado a Daniel Stone a la sala de interrogatorios de la comisaría de policía de Bethel, donde también habían llevado a su mujer, tras sus confesiones individuales y por separado. Trixie, en tanto que menor de edad, estaba ingresada en el centro de detención de menores de Bethel. Un radiador escupía calor de forma errática, haciendo saltar la pintura plateada con que habían recubierto su revestimiento.

Al día siguiente, recordó Daniel, era Navidad.

—Comprenderá que eso no cambia nada —dijo Bartholemew—. Seguimos teniendo que llevarnos a su hija como delincuente.

—¿Qué significa eso?

—Que, cuando regresemos a Maine, permanecerá en un centro de detención juvenil hasta que se certifique que será juzgada como adulta por asesinato. Luego, si no consigue la fianza, que no conseguirá dada la gravedad de la acusación, volverá a ingresar en el centro después de la lectura del acta.

—No pueden detenerla si fui yo quien cometió el crimen —señaló Daniel.

—Sé lo que está intentando, señor Stone —dijo Bartholemew—. Y la verdad es que no puedo culparle. ¿Alguna vez le he contado la última conversación que tuve con mi hija? Bajó del piso de arriba y me dijo que se iba a ver un partido de fútbol del instituto. Le deseé que lo pasara bien. La cuestión es que estábamos en mayo y no hay liga de fútbol en esa época. Y yo lo sabía —dijo Bartholemew—. Los testigos del accidente dijeron que en ningún momento había llegado a pisar el freno en aquella curva, que el coche se había salido de la carretera en línea recta, a toda velocidad. Dijeron que dio tres vueltas de campana, quizá cuatro. Cuando el forense me dijo que se había inyectado una sobredosis antes de que saltara por encima de la barrera de protección, di gracias a Dios. Quería creer que no había sentido nada. —Bartholemew se cruzó de brazos—. ¿Y sabe qué más hice? Me fui a casa y revolví toda su habitación, hasta que encontré su escondrijo y las agujas que utilizaba. Las metí en lo más hondo de la bolsa de la basura y fui en coche a tirarla a los contenedores. Ella ya estaba muerta y yo aún seguía intentando protegerla.

Stone lo miraba fijamente.

—No pueden juzgarnos a los tres. Al final tendrán que soltarla.

—Tengo pruebas de que estuvo en el puente.

—Había cientos de personas esa noche.

—Pero nadie más dejó rastros de sangre. Ni ningún pelo en el reloj de Jason Underhill.

Stone meneó la cabeza.

—Trixie y Jason discutieron en el aparcamiento de la tienda de comestibles. Sería entonces cuando se le engancharía ese pelo. Pero, cuando él la tenía atrapada aparecí yo, y lo perseguí. Ya fui sospechoso de asesinato una vez. Ya le dije que me peleé con el chico, pero no le conté lo que pasó después.

—Le escucho —dijo Bartholemew.

—Después de que saliera huyendo, lo seguí hasta el puente.

—¿Y entonces?

—Entonces lo maté.

—¿Cómo? ¿Le dio un puñetazo en la mandíbula? ¿Lo golpeó por la espalda? ¿Le dio un empujón? —Al ver que Daniel permanecía en silencio, Bartholemew sacudió la cabeza—. Usted no puede decírmelo, señor Stone, porque no estaba allí. Las pruebas materiales le excluyen… pero a Trixie no.

Se cruzó con la mirada de Stone.

—Ella ya había hecho cosas antes que no pudo contarle. Quizá ésta sea una más.

Daniel Stone bajó la mirada hacia la superficie de la mesa.

Bartholemew suspiró.

—Ser policía no es tan diferente de ser padre, ¿sabe? Haces lo imposible, pero no es suficiente para evitar que las personas que te importan se hagan daño a sí mismas.

—Está cometiendo un error —dijo Stone, pero había un matiz de desesperación en su voz.

—Queda usted en libertad —replicó Bartholemew.

En el correccional, las luces no se apagaban nunca. Los menores no estaban en celdas, sino que dormían, separados por sexos, en unos dormitorios que a Trixie le recordaron el orfanato de
Annie
.

Allí había chicas que habían robado dinero de la caja de la tienda en que trabajaban, y una que le había lanzado un cuchillo al director de su colegio. Había drogadictas y chicas maltratadas, e incluso una niña de ocho años que era la mascota de todas: le había pegado a su padrastro en la cabeza con un bate de béisbol después de que él la violara.

Como era Nochebuena, les dieron una cena especial: pavo con salsa de arándanos, puré de patatas y salsa de carne. Trixie se sentó al lado de una chica que tenía los brazos llenos de tatuajes.

—¿Tú por qué estás aquí? —le preguntó la chica.

—Yo no he hecho nada —dijo Trixie.

Después de cenar, vino un grupo de una iglesia a traer regalos a las chicas. Las que más tiempo llevaban recibieron los paquetes más grandes. A Trixie le dieron una caja de lápices de colores con un dibujo de Hello Kitty en la tapa de plástico. Fue sacándolos uno por uno y comparándolos con el color de sus uñas.

Si hubiera estado en casa en esos momentos, habrían apagado todas las luces de la casa salvo las del árbol de Navidad. Habrían abierto un regalo, según la tradición, y Trixie se habría ido a la cama, fingiendo que dormía mientras sus padres subían y bajaban las escaleras del desván con sus regalos, haciendo de Santa Claus para una chica que se había hecho mayor años antes de lo que hubieran deseado.

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