Laura abrió la boca, y lo que podía haber sido una réplica salió en forma de nube de vapor hecha de lo que no había podido decir. Confianza era precisamente lo que ya no existía entre ellos, lo que necesitaban reconstruir poco a poco.
—Voy más de prisa si no tengo que preocuparme por ti —concluyó.
Daniel vio en sus ojos auténtico miedo.
—¿Volverás? —preguntó ella.
—Volveremos los dos.
Laura miró a su alrededor, a la irregular superficie de la calle con roderas de motonieve, a los depósitos de agua públicos al final. Las calles, barridas por el viento, estaban silenciosas, gélidas. Parecía, como sabía Daniel, un final sin retorno.
—Ven conmigo.
Subió delante de Laura el tramo de escalones de madera y abrió la puerta sin llamar. Entraron en una pequeña antecámara. Había bolsas de plástico que colgaban de clavos en los marcos, periódicos apilados y un par de botas tiradas. En la pared del fondo, junto a la puerta que daba paso al interior de la vivienda, había una piel curtida estirada. En el suelo de linóleo había una pezuña de alce cortada y medio costillar congelado.
Laura pasó por encima de todo aquello, vacilante.
—¿Aquí es donde… donde tú vivías?
Se abrió la puerta interior y apareció una mujer yup’ik de unos sesenta años, con un niño en brazos. Al ver a Daniel retrocedió un paso, al tiempo que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Yo no —dijo Daniel—. Cane.
Charles y Minnie Johnson, los padres del único amigo de la infancia de Daniel, lo trataron con la misma deferencia que habrían mostrado hacia cualquier otro fantasma que se hubiera sentado en la mesa de la cocina a tomar un café con ellos. La piel de Charles era tan oscura y llena de surcos como un palo de canela; llevaba unos pantalones vaqueros con raya y una camisa roja occidental, y llamaba Wass a Daniel. Tenía los ojos empañados por las cataratas, como si la vida fuera algo que se vierte dentro del cuerpo, y éste fuera una vasija cuya capacidad estuviera limitada, y más allá de ese límite los recuerdos flotaran por las ventanas de la conciencia.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Charles.
—Sí.
—¿Has estado viviendo Ahí Fuera?
—Con mi familia.
Se hizo un largo silencio.
—Nos preguntábamos cuándo volverías a casa —dijo Minnie.
Los yupiit no hablaban de los muertos, por eso Daniel tampoco. Pero él no tenía tanta práctica con el silencio. En un hogar yup’ik podían pasar diez minutos entre una pregunta y su respuesta. A veces ni siquiera tenías que responder en voz alta, bastaba pensar la contestación. En un hogar yup’ik, un torrente de palabras lo único que hacía era dificultar el pensamiento.
Permanecieron sentados en silencio en torno a la mesa de la cocina, hasta que entró una mujer joven por la puerta principal. No cabía duda de que era la hija de Minnie; ambas tenían la misma sonrisa amplia, la misma piel suave como el nogal, pero Daniel sólo la recordaba como una niña a la que le gustaba explicar historias con un cuchillo: se servía de un cuchillo para la mantequilla para ilustrar en el barro las historias que contaba. Ahora, sin embargo, sostenía en brazos a su propio bebé, gordezuelo y nervioso, que, al ver a Laura, la señaló con el dedo y se echó a reír.
—Lo siento —dijo Elaine con timidez—. Nunca había visto a nadie con el pelo de ese color.
Se desprendió de la bufanda y se desabrochó el abrigo, y acto seguido repitió la operación con el bebé.
—Elaine, éste es Wass —dijo Charles—. Vivió aquí hace muchos años.
Daniel se puso de pie a modo de saludo y, al hacerlo, el bebé alargó los brazos hacia él. Daniel sonrió y cogió al niño, que se debatió al soltarse de los brazos de su madre.
—¿Y éste quién es?
—Mi hijo —dijo Elaine—. Se llama Cane.
Elaine vivía en la misma casa que sus padres, junto con sus otros dos hijos y su marido. Lo mismo que su hermana Aurora, que tenía diecisiete años y estaba en avanzado estado de gestación. Y había también un hermano, que ya tenía casi treinta. Laura le había visto en el único dormitorio de la casa, jugando febrilmente con la Nintendo.
En la mesa de la cocina había un gran pedazo de carne congelada en un plato. Si le hubieran hecho adivinar, Laura habría dicho que estaba relacionado con las partes de alce que había visto en el gélido vestíbulo. Había una estufa, pero no había pila, sino un bidón de doscientos litros lleno de agua, en el rincón de la zona delimitada para la cocina. Del techo colgaban unos polvorientos señuelos para pescar peces en el hielo y remos de kayak antiguos tallados a mano; detrás del raído sofá se almacenaban unos cubos de veinte litros de capacidad, llenos de manteca de cerdo y pescado seco. Las paredes estaban repletas de parafernalia religiosa: programas de los servicios de la iglesia, imágenes de Jesús y María, calendarios con las festividades de los santos señaladas. Allá donde había un hueco en el revestimiento de madera de la pared, se había encajado una fotografía: fotos recientes del bebé, viejos retratos escolares de Elaine y Aurora y de su hermano, el chico de cuyo asesinato habían acusado a Daniel.
No dejaba de ser irónico que a uno lo dejaran allí, aunque sólo de pensarlo Laura se ponía a sudar. Seguía recordando lo que le había dicho Daniel de los grandes espacios de Alaska: un lugar en el que las personas tendían a desaparecer. ¿Qué clase de augurio podía ser eso para Trixie o para Daniel? ¿Y qué podía significar para la propia Laura?
En Maine, cuando la vida de Laura había sufrido tal convulsión que se había salido de sus cauces habituales, había sentido miedo a lo desconocido. Aquí, sin embargo, carecía de referentes: no conocer lo que iba a pasar era la norma. No sabía por qué nadie la miraba a los ojos, por qué el joven que estaba jugando con la Nintendo no había salido a presentarse, por qué tenían el más moderno equipo de vídeo del mercado cuando la casa era poco más que un cobertizo ni por qué una familia que en el pasado había creído que habías matado a su hijo te daba la bienvenida a su hogar. El mundo se había vuelto del revés y ella avanzaba tanteando las costuras.
Daniel charlaba apaciblemente con Charles y le hablaba de Trixie.
—Disculpe —dijo Laura, inclinándose hacia Minnie—, ¿podría ir un momento al baño?
Minnie le señaló el fondo del vestíbulo, donde había una caja de cartón de un refrigerador desplegada y colocada como un biombo.
—Laura —dijo Daniel, poniéndose en pie.
—¡Estoy bien! —dijo ella, porque pensaba que si era capaz de hacer que Daniel lo creyera, quizá podía convencerse también a sí misma. Se deslizó tras el biombo de cartón y se quedó boquiabierta. Allí no había ningún baño, ni siquiera un inodoro. Tan sólo un cubo blanco, como los de la sala de estar que contenían el pescado seco, con un asiento de inodoro encima, en precario equilibrio.
Se bajó los pantalones de esquiar y se agachó encima del cubo, aguantando la respiración, rezando por que nadie estuviera escuchando. Cuando Laura y Daniel se habían ido a vivir juntos, aún existía cierta timidez entre ellos. Después de todo, era el hecho de estar embarazada ella lo que había acelerado una relación que, de otro modo, podría haber tardado años en alcanzar ese grado de compromiso. Laura aún se acordaba de los primeros meses, cuando Daniel separaba su ropa para lavar de la de ella, por ejemplo. Y ella evitaba escrupulosamente ir al baño si por casualidad estaba duchándose Daniel.
No recordaba el momento exacto en que sus camisas, pantalones y ropa interior habían ido a parar mezclados a la lavadora, o en que ella había sido capaz de orinar mientras él estaba a un metro, cepillándose los dientes. Era lo que pasaba habitualmente cuando las historias de dos personas se ensamblaban en una sola.
Laura se arregló la ropa —lavarse las manos no entraba dentro de las opciones posibles— y salió de detrás del ligero tabique. Daniel estaba esperándola en la exigua entrada.
—Debería haberte prevenido sobre el cubo de la miel.
Reparó en que Daniel no podía soportar poner el lavavajillas si no estaba a rebosar y en que tardaba menos de cinco minutos en ducharse. Siempre había pensado que era una persona ahorrativa, pero ahora comprendía que si te habías criado en un medio en el que el agua corriente era un lujo y la fontanería un sueño lejano, no malgastar agua era sencillamente un hábito demasiado enraizado.
—Necesito continuar —dijo Daniel.
Laura asintió. Quiso sonreírle, pero no pudo encontrar una sonrisa en su interior. Podían pasar demasiadas cosas desde ese instante hasta la próxima vez que lo viera. Rodeó a Daniel con los brazos y hundió el rostro en su pecho.
Él la condujo hasta la cocina, donde estrechó la mano de Charles y dijo en yup’ik:
—
Quyana
.
Piurra
.
Cuando Daniel volvió a pasar por la ártica antecámara, Laura le siguió. Se quedó en la puerta principal, viéndole arrancar la motonieve y subirse a ella. Él levantó la mano a modo de despedida y articuló unas palabras que sabía que ella no podía oír por el rugido del motor.
«Te quiero».
—Yo también te quiero —musitó Laura, pero para entonces lo único que quedaba de Daniel era lo que había dejado atrás: la estela del tubo de escape, las rodadas en la nieve y una verdad que ninguno de los dos había pronunciado desde hacía tiempo.
Bartholemew observaba la hoja de resultados que le había entregado Skipper Johanssen.
—¿Qué grado de seguridad le merece? —preguntó.
Skipper se encogió de hombros.
—Todo el que puede ofrecer este tipo de análisis. Hay un 0,01 por ciento de la población mundial que comparte el mismo perfil de ADN mitocondrial que su sospechosa. Estamos hablando de seiscientas mil personas, cualquiera de las cuales podría haber estado en la escena del crimen.
—Pero eso significa también que hay un 99,99 por ciento de la población que no estuvo allí.
—Correcto. Al menos si nos basamos en ese trozo de pelo que encontró en el reloj de la víctima.
Bartholemew la miró.
—¿Y Trixie Stone no entra en ese 99,99 por ciento?
—No.
—O sea que no puedo excluir a Trixie Stone.
—Mitocondrialmente hablando, no.
Las probabilidades tenían mejor aspecto, vistas desde ese ángulo, pensó Bartholemew.
—Por mucho que Max diga…
—No es por ofender a Max, pero ningún tribunal apostará por un análisis efectuado por el ojo humano, frente a una prueba validada científicamente como la mía. —Skipper le sonrió—. Yo creo —añadió— que tiene usted una sospechosa.
Los Johnson eran adictos a la cadena de programas concurso. Les gustaba sobre todo Richard Dawson, que besaba todo lo que tuviera dos piernas cuando presentaba «Family Feud».
—Algún día —decía siempre Minnie dándole un codazo a su marido— me voy a escapar con Richard.
—Él sí que se va a escapar cuando te vea llegar —se reía Charles.
Tenían antena parabólica, televisor de pantalla plana, PlayStation y GameCube, así como un reproductor DVD/VCR y un equipo estéreo que habría hecho avergonzar al de Laura. Roland, el hermano antisocial, había comprado todo el equipamiento con su cheque anual de los Fondos Permanentes para Alaska: los dividendos por el petróleo que recibían del gobierno todos los nativos de Alaska desde 1984. Los Johnson habían vivido todo el año de los ]. 100 dólares del cheque de Charles, con los extras que habían aportado las expediciones cíe caza del caribú y el desecado de los salmones del verano del campamento de pesca. Roland le dijo que los residentes de Akiak podían tener incluso conexión inalámbrica gratis a Internet, pues reunían los requisitos exigidos para disfrutar de la tecnología subvencionada por el estado, en tanto que población nativa y además rural, pero que nadie había podido permitírselo. Para ello primero había que tener un ordenador, que costaba casi el montante total de un cheque anual de los Fondos.
Cuando Laura ya tuvo su ración completa de Richard Dawson, se puso el abrigo y salió fuera a pasear. Alguien había colgado un aro de baloncesto en un poste del teléfono; la pelota estaba semienterrada en un montículo de nieve. La desenterró y se puso a botarla, asombrada de) eco que producía. Allí no había cortacéspedes, ni radios vociferantes, ni música rap. Tampoco se oían portazos de cuatro por cuatro, ni el alboroto de los niños al bajarse del autobús escolar, ni el rumor de una carretera cercana. Era el tipo de lugar en el que podías oír las piezas de tus pensamientos cayendo en su lugar al recomponerse, después de haber intentado ajustarías para la acción.
Aunque Laura sabía sin sombra de duda que Trixie no había asesinado a Jason, no entendía qué era lo que la había impulsado a huir. ¿Estaba asustada simplemente? ¿O sabía más cosas de lo sucedido aquella noche de las que fingía saber?
Laura se preguntó si era posible vivir huyendo constantemente. Desde luego Daniel lo había conseguido. Sabía que su infancia había sido diferente a todo, pero jamás había entrevisto nada tan desolado como aquello. Si había creído que había una gran dicotomía entre el hombre al que había conocido cuando era estudiante universitaria y con el que vivía ahora… aún había una distancia mayor entre el Daniel de la época en que lo había conocido y el de su lugar de origen. Eso le hizo preguntarse dónde habían ido a parar todas las personalidades de las que Daniel había ido deshaciéndose. Le hizo cuestionarse también si sólo era posible conocer a una persona en un determinado momento de su vida, puesto que al cabo de un año, o de un día, podía ser diferente. Le hizo preguntarse si todo el mundo se reinventaba a sí mismo o a sí misma, si era algo tan natural como para algunos animales cambiar de piel.
Si tenía que ser sincera, ¿y no había llegado ya el momento de serlo?, Laura debía admitir que también Trixie había cambiado. Había deseado creer que detrás de la puerta cerrada de su habitación, su hija seguía jugando a ser Dios con los habitantes de su casa de muñecas, cuando en realidad Trixie había estado guardando secretos, ampliando fronteras y convirtiéndose en alguien a quien Laura no conocía.
Por el contrario, Daniel no había dejado de mantenerse vigilante respecto a la metamorfosis de Trixie. Se había mostrado en extremo preocupado ante la sola idea de que su hija se hiciera mayor, de que se sintiera dueña del mundo y halagada por tales sentimientos. Pero había resultado que Trixie había crecido de pronto durante el único instante en que Daniel había bajado la guardia, distraído momentáneamente por la traición de su esposa.