Marcos saludó con un beso a una de las mujeres que venían del mercado, iba con su niña.
—Blanca, ven, ponte con el señor, es un actor famoso —dijo. Le hizo una foto con su pequeña y luego le pidió que firmara un autógrafo en un papel de la cartera.
—Muy guapa la niña.
—Y tan rica… No sabe cuánto. Muchas gracias, que tenga mucha suerte siempre en el cine. Me gustó
Los días más felices
.
—Gracias.
Marcos y yo seguimos caminando. Tras permanecer en silencio unos segundos, me miró y dijo:
—¿Lo ves? A mí también me dicen de usted. Es mera cortesía.
—Ya, pero cuando eres joven no sienta mal.
—Bueno…, suena bien.
—Ya verás cuando seas mayor.
—… Me lo dices como una madre.
Seguí mirando al frente, directa al supermercado. Temiendo que todo lo que iba a cocinar dulce me fuera a salir salado. Me daba miedo verme reflejada en alguna marquesina y descubrirme temblorosa.
—No eres mayor… ¿Cuántos tienes? —dijo Marcos mirando a los dos lados de la calle antes de cruzar.
—Veinticinco más que tú —conseguí decir.
—O sea…, hago cuentas. Entonces tú tienes…
—¡No hagas cuentas! —le corté—. Tengo veinticinco más que tú.
Marcos me miraba sin entender.
—Ya sé que es de mala educación preguntar la edad, pero me hace gracia que hayas hecho las cuentas y hayas restado la diferencia entre los dos. Qué gracia.
—Sí. Las tengo hechas… desde hace tiempo.
Y pronuncié su nombre con delicadeza, como mimándolo pensativa:
—Marcos.
—Ya sé, ya sé… No debo preguntar la edad. Nunca se debe preguntar la edad, sobre todo la edad de las mujeres. Me lo decía mi padre.
—¿Tu padre?
Me pareció que la calle se abría en canal y me entró una fatiga nerviosa. Por primera vez Marcos me hablaba de su familia; yo nunca había querido preguntarle porque tenerle cerca, cocinarle, planchar su ropa, verle dormir por las mañanas cuando llegaba antes de hora a casa, su casa, me resultaba suficiente para vivir. Sobrevivir. No estaba segura de si debía insistir en preguntar por su padre, «qué raro era todo», pensé. El tiempo en el que yo no debía cortar las flores del jardín había pasado, pero presentí a la abuela cruzando el semáforo con nosotros, un escalofrío, diciéndome: «Niña, sentirás el momento en que la canela debe romperse para echarla a hervir con la leche, no hace falta que te lo diga, es una sensación, tus sensaciones son las que moverán tus actos». Era la imagen exacta de lo que debí haber hecho durante años, esperar a sentir el momento, me gustara o no. Miré a mi lado, de donde me venía el escalofrío, por fortuna no se aparecía nadie, porque habría asustado a los que también estaban cruzando por el paso de cebra. La abuela me perseguía con sus plegarias. Dije su nombre completo para mis adentros a modo de invocación silenciosa: Begoña Rojo. Pensé que así ella apreciaría mi cariño desde la distancia y me ayudaría.
—Así que tu padre… te dijo que no preguntaras nunca la edad a una mujer.
—… Ummm. Sí. Hablaba muy bien siempre de las mujeres. Y eso que…
—¿Qué?
—Nunca tuvo una mujer. Siempre ha vivido solo.
No estaba segura de entenderlo todo, pero me di cuenta de que había algo más en la necesidad de hablar de Marcos.
—Mi padre ha sido de pocas palabras.
—Ya.
—Un hombre muy silencioso.
—Casi todos los hombres son así —le dije.
—¿Poco habladores?
—Sí. Poco habladores. Y los que hablan al principio, al final no dicen nada… Es como si se agotaran, como si la pila de lo sentimental tuviera una caducidad distinta a la nuestra. Siempre estás pensando que te van a decir algo más de lo que sueñas que te van a decir. Pero sólo lo deseas, porque ese hombre del que te enamoraste se esfuma. Las mujeres nos acostumbramos con el tiempo, si te fijas, las parejas de jubilados acaban todas silenciosas, mirándose en las cenas, apenas se dan los buenos días, las buenas tardes, las buenas noches… Se va mitigando.
—¿Tú crees?
—El tiempo nos va callando, a todos. Pero sobre todo a nosotras.
—A lo mejor tienes razón. Pero el silencio no es malo.
—Según a qué silencio te refieras.
—Me gusta ese silencio en el que no hace falta decirte nada, en el que todo se sobreentiende.
—Ese es de amor —dije.
—¿Y tú qué silencio dices?
—Yo hablo del silencio por agotamiento, el que hace olvidar las palabras que se dijeron. Es la pérdida.
—Ese es de daño —dijo.
—Yo lo llamo silencio violeta. Las palabras que iban a decirte se quedan escondidas. Un día, los hombres cambian. No sabes cómo, no sabes cuándo llega, pero llega. Y todos nos callamos.
—Virginia es muy habladora ahora.
—¿Quién es Virginia? ¿La chica de los labios gruesos?
—¿¡Cómo la has llamado!?
—… La chica de los labios gruesos.
Marcos empezó a reírse.
—La verdad es que tiene los labios demasiado gruesos. Son falsos. Bueno, son de silicona.
—Hinchados.
—Demasiado tal vez. Yo creo que no me siente cuando me besa. Que el plástico nos separa en lo más básico, los besos. Hay una barrera artificial, me estoy dando cuenta últimamente.
—Pero… ¿la quieres?
—No lo sé.
—Perdona que te lo haya preguntado, no debo meterme, no es cosa mía.
—No importa. No lo sé. No lo sé…
—Dicen que si no lo sabes es que no. Cuando se quiere se sabe.
—Yo estuve enamorado de otra chica. Pero la dejé, lo dejamos. Y, sin embargo, sigo queriéndola. En su momento estaba convencido de que debía dejarla, le parecía que el cine era cosa de famosos y de estrellas y ella no se veía en este mundo. Pensé que si no entendía mi mundo, acabaríamos no entendiéndonos nosotros. Pero… no es así. La sigo echando de menos. ¿Cómo puede ser, Begoña? Si yo la dejé voluntariamente…
—Porque el dolor no tiene memoria. Uno no siente el dolor más que en el momento, al día siguiente no se recuerda. Y ahora sólo recuerdas lo bueno.
—El dolor no tiene memoria. Qué curioso… Tienes razón. Con la chica de los labios gruesos, como tú dices, con Virginia, no sé qué siento. Me acompaña, me entretiene, me divierte…, sí, pero nada más. Le gusta mi mundo, siente fascinación por el cine, pero creo que le gusta más que yo.
—Y…
—No sé, no sé adónde vamos. La verdad es que tiene bemoles la historia. Nos conocimos bajo los Seguros Ocaso, el edificio de la glorieta de Bilbao, ya sabes. Era un 16 de septiembre, a las siete menos cuarto, llovía…, la cubrí con mi paraguas porque me reconoció por un amigo suyo. A mí me pareció la escena más romántica del cine y pensé que se había hecho real. Como si fuéramos…
—
Los paraguas de Cherburgo
.
—Justo. Qué guapa es Catherine Deneuve…
—Mucho.
—Sin embargo yo creo que la relación nació muerta. Bajo los Seguros Ocaso. Qué paradoja, ¿verdad? Por mucha escena romántica bajo el gigantesco paraguas negro, la esquina del edificio Ocaso era una señal, pero no me di cuenta. Por eso no creo que vaya a más. Bueno, por eso o por los labios. Yo qué sé.
Te lo estoy contando y siento que ya se acabó. A veces, hasta que no verbalizamos lo que pensamos no somos conscientes de lo que pasa alrededor. Uff. Ahora es como si me hubiera quitado un peso de encima.
—Tal vez la culpa la tienen los labios.
Lo dije con un tono amable, pelín cáustico, para quitar drama a sus pensamientos acerca del desengaño. Marcos permaneció unos segundos en silencio, parecía que se había relajado al contarme lo de Virginia. Quizá lo que acababa de contarme era una forma de confesión religiosa, esas que andan atragantadas, pero sin penitencia alguna porque me sonrió.
—Seguramente, demasiado ficticios —asintió Marcos al entrar al mercado. El olor a pan del sótano subía hasta la planta baja, era intenso como las castañas asadas que empezaban a verse ya por las calles en aquellos días. Nos quedamos en el primer puesto de frutas para comprar granadas, naranjas y manzanas rojas. Lo llevaba todo anotado en mi libreta, en la que al principio había anotado horarios y costumbres de los anónimos. El día era frío y el mes era frío y el otoño estaba siendo frío. Pero en esa sucesión de recuerdos que se agitaban en mi cabeza no conseguía que se me congelaran los míos. Mis recuerdos no se enfriaban. Quiero decir que, mientras me hablaba Marcos, sentía que me estaba emocionando demasiado y no era de esas que saben disimular. De puro nerviosa. Llevaba veinticinco años intentando congelar un recuerdo y esto no ayudaba demasiado. Porque en ese momento lo que me estaba pasando era que se me estaban deshilachando las costuras del disfraz. Descongelando. Descongelando. Descongelando. Descongelando. Cuando rascas el hielo de los recuerdos, aparecen dentro todos los olvidos que han sido almacenados voluntariamente (o no), ahí se han quedado archivados por cortesía de la memoria, que actúa de forma diplomática año a año. Sin embargo no hay más que sentir un poco de calor cerca —con una canción, con un aroma, con una mirada, con una pregunta— para que empiecen a descongelarse involuntariamente sacándolos afuera.
Marcos no se daba cuenta, pero me acababa de empujar escaleras abajo buscando mi pasado.
Hay un momento de nuestras vidas en que decidimos proteger todo lo que no nos gusta con hielo, ignorándolo bajo cero, sin saber que enfriando lo mantenemos todo de manera intacta. Es el archivo fatal, el que parece invulnerable para hacernos vulnerables con los años. Una canción a destiempo destroza. Una palabra también. Los más mayores, pienso ahora en mi abuela, al final de sus días optan por dejar todos los recuerdos al aire, sin la protección del frío que los mantiene callados. Como la carne, al aire se van pudriendo, olvidando, desgastando, fermentando…, pero nosotros, ahora, no podemos porque tenemos miedo. El frío mantiene.
Módulo nueve. Prisión.
—Ahora empiezo a tener frío.
—Pero aquel día Marcos… ¿sospechó?
—Tal vez todos los hombres no somos así.
—¿Cómo? —le respondí mientras nos acercábamos al puesto de las harinas.
—Hablabas del silencio violeta, de que los hombres con el tiempo nos callamos. Estaba pensando. Algunos buscamos otras formas de hablar. Mira mi padre.
Él buscó el cine para contarme cosas.
—Qué bonito —dije. Sentí el frío limándose en mi corteza de hielo.
—De hecho, como hablaba poco, ha conversado conmigo siempre a través del cine. Ha sido nuestra forma de hablar. Sentados juntos en las butacas, desde niño. Su fascinación por ir a ver películas ha sido la clave para que yo hoy sea actor… Soy actor por él. Por haber invocado tantas veces a San Cary Grant. Me entra risa, pero es verdad. Me llevaba todos los fines de semana a ver películas y, en coche, a veces íbamos hasta Valencia para colarnos en el «cine de antiguo», así lo llamaba él; a uno en el que sólo ponían películas en blanco y negro. Algunas con un sonido espantoso, pero geniales. Luego, comentábamos la película. «Un día serás actor», me decía al acostarme. Y mírame.
—¿Sí?
—Para dormirme me recitaba frases de películas; nunca me leyó cuentos…, nunca. Es que ni te imaginas la memoria de mi padre para repetir frases de grandes clásicos. Ni te imaginas, Begoña… Ha sido un gran hombre, un buen tipo. Callado pero bueno.
Murmuré casi inaudiblemente:
—Un buen tipo.
—Sí. Un buen tipo. Ahora estará contento, hoy soy actor, ¡soy actor! Lo he conseguido. Y encima me llamo como él, así que cada vez que salga mi nombre en las revistas él se sentirá orgulloso. Marcos Caballero. Me hace gracia. El día que pusieron mi cartel gigantesco en la Gran Vía me acordé de él, su nombre, mi nombre, allí en letras enormes, mi estreno, su estreno… en medio de la gente, es como si los dos hubiéramos sido actores a la vez. Los dos juntos. Él tenía tantas o más ganas que yo de que estudiara cine, de que me metiera en una escuela de arte dramático y me convirtiera en su Cary Grant. Antes de que empezara la película ya me decía: «Elige papel, tú eres uno de ellos». Y yo elegía. Me hablaba del cine eligiendo títulos. Pero, sobre todo, insistía en que yo debía ser actor. Entonces me parecía que me estaba hablando de algo que sólo sucedía a gente con nombre, a las estrellas, esos que aparecían en letras en los carteles… Confía en el azar, me decía. Me he convertido en un actor por azar, te parecerá mentira, pero hay una fuerza invisible que me ha ido acompañando. Llevaba razón: el azar. Lo cierto es que tiempo después caí en la cuenta de que aquella sala tuvo la culpa, conocimos al maquinista del cine de antiguo, ese al que íbamos… y, ya ves, cosas del azar…, yo creo que el azar me ha perseguido toda la vida.
Justo eso, pensé. Y Marcos siguió deshelándome…
—Siempre ha habido algo extraño, como premonitorio, que me ha dado el ánimo para seguir, justo cuando la cosa se pone gris… ¿Sabes, Begoña? Cuando todo parece que ya no, pues ahí sale la luz. De tanto ir al cine mi padre se hizo proyeccionista, Héctor (lo recordaré siempre porque me recordaba a Héctor Alterio) se puso enfermo y mi padre y yo le recogimos en la escalerilla de las máquinas. La gente estaba ya en la sala, el público a tope, todo lleno. Yo cogí un taxi y me lo llevé al hospital y mi padre se subió a la salita y proyectó la película… Era…, me acuerdo perfectamente,
La ventana indiscreta
. Nadie echó en falta al hombre, el pobre nos dio las llaves del cuarto y pudimos seguir poniendo películas sin que los del cine se enteraran. El cine no paró. Y yo empecé a ver como mías las películas. Mi padre y yo nos quedábamos sentados horas, callados.
Tras aquella confesión de Marcos, pensé que no me saldría dulce ninguna de las recetas que me había propuesto para su fiesta. Ya lo sé, me entró miedo. Dios y el diablo estaban juntos en cada una de las palabras. Mi madre habría cerrado la puerta de la cocina, mi abuela se habría puesto a cocer leche de cara a los fogones…, con el vaho llorando en los azulejos. ¿Y yo? Mi posibilidad de articular alguna palabra bien era peregrina, había llegado a la meta del recorrido que empecé aquel día en la Gran Vía.
Los días más felices
. Estreno 29 de agosto. El bucle de mi vida estaba cerrándose. Miré cómo se componía el cartel y apareció su cara llenando toda la fachada del cine Avenida, su nombre, sí, su nombre. Marcos Caballero. Yo, desde la otra acera, temblando de nervios y de felicidad, me desvanecí empapada en sudor. Como ahora. Otra vez.