—¿Os importa que me quede aquí? —dije al ejército de modernos.
Me quedé allí parada mirando porque nadie me contestó, sólo uno que buscaba enchufes tras el sofá y que iba con una camiseta enorme y rota soltó algo amable. Temí que se manchara la pared con tanta caja metálica y esos paraguas abiertos. El secador hacía mucho ruido y subieron la música para que se escuchara también. En resumen: más bulla. A veces, Marcos me buscaba con la mirada entre los extraños y yo intentaba abrazarle desde la puerta. Había algo diferente. Un silbido de complicidad entre los dos. Las fotos empezaron en cuanto uno de los chicos, el más frágil pero más alto, dijo que tenía todo «okey», era el fotógrafo. Los otros disparaban flashes de luz con unos aparatos manuales que iluminaban la sala a fogonazos en pequeñas detonaciones.
—Begoña, pasa con nosotros.
Pasé a cambio de ir limpiando lo que iban tirando y me quedé lo más alejada del jaleo. Hacían muchas fotos y siempre había algo que no les gustaba. Eso era lo más raro, lo más chocante de todo. Siempre les parecía bien la sonrisa de Marcos, pero alguno ponía alguna pega a la luz, de algo que llamaban «actitud» o expresión. Yo no pintaba nada, pero si me hubieran pedido opinión, habría dicho que se callaran, que le dejaran estar, ¡cómo no iba a estar nervioso con tanto chisme y tanta opinión! En ningún momento se quejó, a pesar de la murga que daba la ceñida y el flaco del dispositivo. La rizada de nombre cortito iba tirándole de la camiseta verde por la espalda como si nunca le parecieran bien al fotógrafo las arrugas que le salían. Una foto y se acercaba, otra foto y retocaba, la siguiente y otra vez. Así todo el rato. Y el del paraguas quejándose de que le pisaban los cables.
—¿Queréis que la planche? —me ofrecí.
—Señora, es así, no hace falta.
Estaba arrugada como un trapo. Normal que les incomodara tanto la dichosa camiseta para las fotos. Marcos me sacó la lengua cuco y advertí que se estaba burlando de ellos, de toda la feria.
—Dame agua —me dijo entre la música y los flashes.
Le pusieron otro conjunto de ropa sin que decidiera si le gustaba o no, a mí particularmente en absoluto porque le prefería con camisa y pantalones antes que con un andrajo de tirantes sobado. Pensé que era moderno, como ellos. En la barra de la cortina habían colgado varias prendas, todas por el estilo. Retales de mercadillo que trataban como oro en paño y que elogiaban con excesivos aspavientos. A Marcos, para no agobiarle, dejé de hacerle pucheros desde la puerta. A él le daba igual una cosa que otra, tenía la misma respuesta, la misma sonrisa a medias cuando le decían las estilistas: «Te gusta, ¿verdad?».
Sonó el timbre. Era ella.
—Abre, Begoña.
—Voy, voy.
Yo me contuve porque mi madre me había enseñado a contenerme y a mirar al infinito cuando no quisieran dolerme los disgustos. Intenté sonreírle pero no pude. Fui hacia la entrada a abrir la puerta. Diez, nueve, ocho, siete, seis… Y volví a contar como contaba mi abuela, sujetándome el pecho, que es como decir reprimiendo la verdad. Cinco, cuatro, tres… Me había pasado la mañana mirándole posar ante los fotógrafos de moda. Estaba eufórica, sobre todo entusiasmada ante la Vida porque me sentía orgullosísima de él, me sentía dichosa como jamás me había sentido en la vida. Su triunfo era mi triunfo, verle sonreír ante los desconocidos, brillar como una estrella de la gran pantalla que elogiaban y aplaudían era maravilloso. El chico más bello del mundo estaba ante la mujer más insignificante y, sin embargo, más importante de su vida. No necesitaba apuntarlo en mi libreta…, pero necesité abrirla cuando tuve ocasión para apuntar una única palabra. Feliz.
—¿Es que nunca vas a enseñarme fotos del abuelo? —pregunté a la abuela mientras nos mecíamos juntas en la entrada de casa.
—El abuelo ya no está.
—¿Por qué?
—El abuelo se fue.
—¿Cuándo?
—Un día.
Ahí se quedaban las dudas. Ella seguía haciendo ganchillo sobre las faldas del sayo negro y respiraba hondo, entre dolida y satisfecha. Envaraba la respuesta —«un día»— con respeto pero sin levantar la vista de la labor. Por su gesto y su mirada entendía que había algo más en la callada de su respuesta. Tal vez era su secreto, como todas las mujeres de la familia empezábamos a guardar irremediablemente un secreto en los bolsillos. Yo quería tener abuelo, quería que me llevaran a la feria en septiembre como iban el resto de las niñas, con ropa a estrenar y lazo ancho. Pero ni estrenaba ropa ni me llevaban a la feria en comparsa familiar. Iba sólo con ella, cuando tocaba, a sentarnos en la fuente y beber agua. Quizá entonces percibí que las mujeres del pueblo no miraban bien a mi abuela, esperaban a que pasaran los perros para pasar ellas y dejaban caer alguna cosa como un pañuelo para retardar sus andares. Me pareció notar que a mi abuela le tenía sin cuidado porque me apretaba la mano fuerte, más fuerte aún que de costumbre, y tiraba adelante hacia la alameda del mar con disciplina. Eso no se lo pregunté porque a mí no me gustaba que me preguntaran por mis amigas y, en vez de hacer evidente que me daba cuenta, le decía:
—Qué feas son las mujeres del pueblo, abuela. Tú eres guapa, guapa como mamá. Me da igual cómo nos miran.
—Son mujeres. Las entenderás.
No se lo pregunté, pero la densidad de la frase era un relato de medianoche que me inquietó y deseé crecer rápidamente. Hacerme mayor a toda prisa. No creí entonces que pudiera entender la realidad de la frase y renuncié a ella. Si de algo estaba segura es de que iba a crecer como crecen los rabos de lagartija. El día menos pensado tendría edad para entenderlo todo. Por qué nos miraban mal, por qué susurraban a nuestro paso. Con esperar a crecer bastaba. Pero eso no se sabe de pequeña. Me metí a buscar fotos del abuelo en la despensa, donde había un gran baúl de madera vieja que escondía telas, cajas y trastos oxidados.
Escudriñar entre los bultos del cajón era lo más apasionante de mi infancia, podía salir manchada de hollín o con unas monedas machacadas en el bolsillo. Todo era susceptible de embriagarme, de hecho, recuerdo perfectamente el olor del baúl: alcanfor, matamoscas y humedad.
—¿De dónde has sacado ese llavero? —me interrogaba la abuela si me pillaba jugueteando con mi capital.
—De ningún sitio.
—¿De ningún sitio? —insistía.
—No, no.
—Niña, niña…
Ella sabía que registraba el arcón de madera cuando no estaba, que aprovechaba los momentos de ausencia y las misas de tarde; pero —evidentemente— si me dejaba hacerlo, o no rechistaba al sospechar de mi exploración, es que allí no iba a encontrar nada. No valía la pena buscar. Allí no me tropezaría con las fotos que buscaba. Estaba claro. Así que el baúl dejó de tener interés y comencé con los altillos del armario empotrado de la escalera. Allí siempre había restos de telas bien dobladas, cuadros, rayas, lunares, terciopelos…, y ovillos de lana con el instrumental para hacer punto. La caja de hilos se guardaba en ese lugar también.
—¿Te encuentras bien? —preguntó con expresión inquisidora la abuela.
Yo acababa de cerrar el armarito de un portazo.
—Sí, sí, estaba aquí. Sentada.
—Ya te veo que estás aquí. Anda, déjame que guarde una cosa.
Visualicé la clave de mis inquietudes en su mano. Tardé sólo unos instantes en advertir el ovillo violeta que yo había deshecho y rehecho entre sus dedos. Lo llevaba como los niños que tocan los peluches, mimándolo. Tragué saliva y respiré llenando los pulmones hasta el tope de oxígeno. Podía esperarme lo peor. Por ejemplo, que hubiera sentido que ya no crujía en el interior el papel porque la carta la tenía yo. Tampoco sería raro que distinguiera en mi mirada la mirada del pánico. Ella me descubría si el temblor me cegaba, pero empecé a contar…, diez, nueve, ocho, siete…, seis…, cinco…
Miré entre sus dedos comprobando que las dimensiones eran idénticas a las que tenía antes. Entonces ocurrió lo que tenía que ocurrir: la abuela me apartó suavemente, abrió la portezuela forrada de papel y dejó el ovillo violeta entre sus pertenencias con litúrgico esmero. Nada más. Si seguía allí, pensé, es que era el lugar donde se abrazaba de vez en cuando a sus recuerdos de amor. Me aparté y tuve otro de aquellos presentimientos que tendría de mayor. El amor de verdad no se olvida. Tal vez sólo nos enamoramos una vez.
Y, bien, las fotos seguían sin aparecer. Me equivoqué al creer que ese era el único secreto de la abuela, ella, que sabía mirar con los ojos cerrados. Había sido abandonada por el amor, pero ¿quién había sido el que la llevó al altar? A mí lo que me extrañaba era que la abuela no tuviera fotos de boda como las tenían las tías o las vecinas, por eso empecé a recelar de nuestro árbol genealógico. ¿Y si nunca se había casado? ¿Y si mi madre era adoptada? ¿Y si yo también era adoptada? ¿Y si nadie éramos familia? En lugar de buscar parecidos físicos, tan evidentes entre nosotras, prefería desconfiar hasta que encontrara las fotos de boda que me atestiguaran la realidad y dejaran de preocuparme.
—¿El abuelo te quería mucho?
—Ángeles, qué manías tienes de vez en cuando…
—Y… ¿querías mucho al abuelo?
«Qué bien se va, cuánta ilusión, ir a caballo así, como Napoleón…», tiritaba de frío buscando fotos en el desván mientras cantaba una canción para disimular, como si estuviera jugando en el columpio de cuerdas. Porque el miedo que ofrecía el tugurio de polvo y muebles viejos era infinitamente menor que la posibilidad de encontrar algo tras la leña. Deseaba que apareciera la prueba. ¡Las pruebas! Pero cogí unas anginas terribles que me duraron semanas de convalecencia en mi cuarto. Quizá fue el frío, quizá los nidos de palomas que habitaban entre las vigas y que soltaban plumas y mierda en el suelo del desván. Ya era una detective mala, como volví a serlo muchos años después rondando diariamente la casa de Marcos. Allí, abrigada en la cama, mi madre me dijo que dejara de preguntarle a la abuela por el abuelo, que no me aficionara tanto a los jeroglíficos familiares, que «no hacía falta».
—¿Por qué, mamá?
—Porque a la abuela no le gusta hablar, lo sabes. Quiérela mucho.
Alrededor del cabecero de mi cama empezaron a visitarme los fantasmas. Me ataban con cuerdas violetas que me aplastaban la carne en el cabecero conforme me iban rodeando con la lana. Eran señores, hombres sin cara que me tapaban la boca y que si los tocaba, se deshacían en arena de playa. Los fantasmas venían por el pasillo, de frente; pero cuando los veía llegar, la garganta se me anudaba y me resultaba imposible emitir sonido alguno. Respiraba agitada y me tapaba con las sábanas y el cubre de ganchillo, que se transparentaba en sombras con la luz que entraba por la persiana. Sentía cómo llegaban esos hombres, dirigidos por uno más alto y más guapo que susurraba aire al acercarse a mí con las cuerdas violetas. Cuando quería gritar y podía, mi madre se alteraba desde la habitación contigua y venía a salvarme con un vaso de agua en la mano.
—¿Has tenido una pesadilla?
—No, era… un hombre.
—Bébete el agua. Me quedo contigo.
El apagón de luz lo obligaba mi padre con gritos reales desde su habitación. Los fantasmas me daban más miedo que él, menos mal. A mi madre no. Nunca supe hasta qué punto eran producto de la fiebre o del «estirón» que estaba dando, según decían las tías. «Esta chiquilla va a ser más alta que el difunto.» Se decía entonces que el oído se agudizaba al pasar a la adolescencia y yo amplié la circunferencia de radio lo suficiente como para saber que «el difunto» era mi abuelo y que yo iba a ser tan alta como «el difunto».
Años más tarde, cuando conocí el cementerio, supe dónde estaban las fotos.
«Módulo nueve, cerramos puertas.» El altavoz con el aviso sonó metálico. Toda la electrónica de la prisión se puso en marcha para que las reclusas nos aisláramos en las celdas para pasar la noche. Mis fotos se iluminaron en la pared casi a la vez.
—Háblame de Gonzalo.
—Qué quieres que te cuente…
Gaby estaba comiéndose las uñas y yo, repasando mis fotos de Marcos, una a una. La casa podía pasearla con sólo tocar el recorte de las caracolas.
—Qué pasó con él.
—Me enamoré perdidamente porque nunca había estado enamorada. Desde el día que llegué a Cadaqués mi forma de entender la vida se descolocó. Yo venía de otro mar, había visto cómo nada era fácil en mi familia y tenía ganas de ser feliz. Supongo que eran más las ganas y la realidad. Cuando me besaba, era como si me dieran todos los besos de golpe, como si no fuera a besar a nadie nunca más.
—¿Era guapo?
—¿Gonzalo?
Gonzalo era muy guapo. Demasiado guapo. Yo le llamaba Ricardo Corazón de León. Me abrazaba como si fuera a matarme de un zarpazo, como si fuera a quedarme desmayada en su pecho. Solía entrar a la ducha, en una que me gustaba usar en verano, una en el patio interior que daba de frente a una pared de helechos…, preciosa, la hizo él en sus ratos. Allí el agua salía caliente porque teníamos un depósito en el tejado, al sol, y caía por la presión hasta el «hamam», lo bautizó así. Me duchaba después de subir de la playa para quitarme la arenisca del pelo y de los pies, pero no me dejaba. Entraba impaciente a enjabonarme a la fuerza, más impaciente que cariñoso, vestido o desnudo. Todavía siento su presión… Lo había olvidado. Al principio me gustaba, luego ya no. Luego ya no.
Nada. No me fue gustando nada. Cerraba los ojos y escuchaba el sonido del agua salada en las rocas de la playa, imaginaba cómo las piedras se mojaban y se secaban, se mojaban y se secaban sin voluntad. Era mi forma de llorar.
Ya no jugábamos a ser amantes, él jugaba a que yo fuera su amante. Colgó una campana verde en la entrada, que según me dijo era por el poema de Neruda, y la hacía sonar si yo estaba lejos, en el eco del hierro en la bahía me entraba la prisa y aceleraba el paso para volver a casa. En casa —iba a decir «en su casa»— me arreglaba para él, siempre tenía que estar dispuesta a salir a caminar por la bahía o a tomar un agua con gas en el Casino de la playa. Echaba de menos el cine, la pantalla gigante, la oscuridad de los diálogos, que me aprendía de memoria, la música de los títulos de crédito, los actores, las palabras de amor ajenas. Algunos ratos me escapaba a buscar caracolas como las de mi pueblo, pero no me gustaban porque les faltaba el susurro de mis caracolas y optaba por quedarme sentada entre las barcas varadas volviendo a lanzar las caracolas sordas al mar.