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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (2 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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Zymas había conocido días de gloria en la frontera, donde las tribus salvajes de las montañas del interior se destruyeron contra las puntas de lanza de su ejército. Y hubo días de gloria en el litoral, cuando las incursiones provenientes del este estrellaron sus embarcaciones y perecieron a centenares antes de que pudieran trasponer la línea de la marea. ¡Oh, Zymas era un guerrero imponente! Pero ahora que todos los enemigos exteriores del Rey habían sido vencidos y pagaban tributos, Zymas conducía a sus hombres desde la montaña a la costa, no para defender a Burland de los ataques, sino para proteger a los recaudadores de impuestos, para castigar a los desobedientes y aterrorizar a los débiles e indefensos.

Había quienes decían que Zymas no tenía corazón, que mataba por placer. Otros creían que no tenía pensamientos propios, y que jamás llegó a cuestionar la menor orden del Rey. Pero todos se equivocaban.

Zymas acampó durante la noche con su medio millar de hombres sobre las orillas del Burring, el tramo alto del río, donde los lugareños seguían llamando Banning a la corriente. La aldea era demasiado pequeña para tener nombre: cuatro familias, que en los libros estaban registradas como la séptima aldea cerca de Banningside. Según los registros, el poblado no había pagado su tributo de mil litros de áridos. Eso generaba resentimientos y era un mal ejemplo para las otras aldeas. Zymas estaba allí para castigarlos. A la mañana siguiente iría con sus cincuenta soldados de infantería rodearía la aldea y pediría la rendición. Si se rendían, serían colgados. Si no, recibirían escupitajos y penderían sobre el fuego, o los haría sentarse sobre estacas afiladas, o algo por el estilo. Eso era lo normal por entonces; hombres, mujeres y niños, lo normal. Zymas pensaba en el día siguiente y sentía que su corazón se le escurría como siempre, para no avergonzarse.

Cuando por fin su corazón quedó vacío, se tendió sobre el suelo frío y durmió. Pero esa noche su sereno reposo se vio perturbado por un sueño. Se sorprendió de estar soñando, se sorprendió aun durante el sueño, ya que soñar era algo a lo que había renunciado largo tiempo atrás. Fue un sueño sumamente sagrado, ya que en él vio a un viejo ciervo

caminando penosamente por un bosque. ¿Por qué sufría? Del vientre del venado pendía una rata colgada de los dientes y a cada paso el ciervo temblaba de dolor. Zymas extendió su mano para quitar la rata, pero una voz lo detuvo.

—Si quitas la rata, ¿qué mantendrá cerrada la gran herida que tiene el ciervo en sus entrañas?

Zymas miró con atención y vio que los dientes de la rata unían los labios de una herida larga y perversa que amenazaba con desgarrar al venado desde el pecho hasta el fondo del vientre. Y sin embargo sabia que la rata estaba envenenando la herida.

Entonces un águila feroz se lanzó desde las alturas y se posó brutalmente sobre el lomo del animal. Zymas supo de inmediato qué debía hacer. Tomó el águila entre sus manos, le dio vuelta y empujó sus garras bajo el ciervo. Éstas se extendieron, asieron los bordes de la herida y los cerraron con más firmeza aún que los dientes de la rata.

Entonces, todavía cabeza abajo, el águila devoró la rata, hasta el último pedazo. El venado se salvó porque Zymas había puesto al águila en su sitio.

—Palicrovol —dijo la voz y Zymas supo que se refería al águila.

—Nasilee —dijo el águila y Zymas supo que se refería a la rata.

Nasilee era el nombre del rey. Palicrovol era el nombre del conde de Traffing. Entonces Zymas despertó y permaneció en vela el resto de la noche.

Antes del alba, tomó a sus cincuenta hombres y se encaminó hacia la aldea, y los pobladores se rindieron en un instante. El patriarca de la pequeña aldea trató de explicar por qué no se habían pagado los impuestos, pero Zymas había oído las mismas excusas cientos de veces. No escuchó al anciano. Ni los lamentos de las mujeres, ni el llanto de los niños. Sólo vio que cada uno de ellos estaba de pie ante él con el rostro de un gran venado viejo, y supo que su sueño no se debía al azar.

—Hombres —habló, y aunque no gritó todos escucharon su voz.

—Zymas —respondieron. Lo llamaban Por su nombre, porque él había hecho que éste fuese más noble que cualquier titulo que pudieran darle.

—Nasilee mordisquea las entrañas de Burland como una rata, y nosotros somos sus dientes.

Azorados, no supieron qué replicar.

—¿El rey verdadero cuelga a estos indefensos?

Uno de los hombres atinó a decir, sin saber a qué clase de juego los desafiaba Zymas:

—¿Si?

—Tal vez lo haga —respondió Zymas—, pero si él es un rey verdadero, prefiero seguir a un rey falso que sea bueno, y hacer de él un monarca legitimo, para que el pueblo no tenga que temer la llegada del ejército de Zymas.

A los soldados les resultaba inconcebible que Zymas pudiese expresar semejante traición, pero no tan inconcebible como la idea de que estuviese mintiendo o bromeando.

De modo que Zymas se iba a rebelar contra el Rey. ¿Habría algún hombre que eligiera unirse al Rey en contra de Zymas?

Zymas les dejó escoger libremente, pero los quinientos marcharon con él y se alejaron de los sorprendidos pobladores, rumbo a Traffing. No les dijo a quién pensaba poner en lugar del Rey. El sueño había dicho Palicrovol, pero Zymas quería ver al hombre por si mismo antes de ayudarlo en su rebelión. Los sueños suceden con los ojos cerrados, pero Zymas sólo actuaba con los ojos abiertos.

EL GUARDIA Y EL ENVIADO DE DIOS

En las tierras de Traffing, en el invierno letal, una figura de manto blanco caminaba como un fantasma sobre la nieve. El guardia de la fortaleza del Conde tembló atemorizado hasta que vio que se trataba de un hombre, con el rostro enrojecido por el

frío y las manos hundidas en un manto para abrigarse. Los fantasmas no temen al frío. El guardia lo sabia. Detuvo al hombre y lo hizo bruscamente, porque había sentido miedo.

—¿Qué quieres? Ya es casi de noche, y no trabajamos el día del Festín de las Ciervas.

—Me envía Dios —anunció el hombre—. Traigo un mensaje para el Conde.

El guardia se enfureció. Lo había escuchado todo acerca de Dios, cuyos sacerdotes eran tan arrogantes que negaban a las Dulces Hermanas, e incluso al Ciervo, aun cuando el pueblo conocía su poder desde mucho antes que a esta deidad de moda.

—¿Lo harás blasfemar contra la mismísima dama del Ciervo?

—El pasado acabó —dijo el Enviado de Dios.

—¡Acabaré contigo si no te marchas! —exclamó el guardia.

El Enviado de Dios se limitó a sonreír.

—Desde luego, no me conoces —dijo. Entonces, de pronto, ante los ojos del guardia, el Enviado de Dios extendió las manos en súplica y el madero del portal se partió en dos y la puerta se abrió ante él.

—¿No le harás daño? —preguntó el guardia.

—No te inclines —lo detuvo el Enviado de Dios—. Vengo por el bien de Burland.

—¿Conque de parte del Rey? —El guardia odiaba al rey lo suficiente como para escupir en la nieve, a pesar del temor que sentía por este hombre capaz de partir una cerca sin siquiera tocarla—. El bien de Burland jamás es el bien de Traffing.

—Esta noche si lo es —concluyó el Enviado de Dios.

De pronto estalló el crepúsculo, como si una corriente caliente descendiera por las laderas del cielo, y desde ese instante el guardia mismo se convirtió en un Enviado de Dios.

LA PROFECÍA

—¿Estabas invitado? —preguntó Palicrovol.

El Enviado de Dios miró a su alrededor y al hombre semidesnudo sentado ante el fuego sobre unas rocas cubiertas de hielo.

—Estoy invitado a los festines de todos los dioses.

Palicrovol era joven y hermoso, incluso con el manto de corteza de árbol tendido sobre sus hombros; al Enviado de Dios le fascinó verlo, pese a que el Conde estuviera enojado.

La ira pasaría. La belleza del Conde, no.

—Mi guardia ha quedado impresionado contigo —dijo el Conde.

—Ese tipo de hombres se impresiona con facilidad —replicó el Enviado de Dios.

—He visto magia anteriormente —previno el Conde, ya que a su lado estaba sentado Furtivo, el mago de ojos rosados que servía solo al amo que escogía.

—En ese caso te daré algo que ningún otro puede darte: la verdad.

Palicrovol sonrió y miró a Furtivo, pero éste no sonreía, y Palicrovol comenzó a pensar si acaso debía tomar en serio a este Enviado de Dios.

—¿Qué clase de verdad?

—Las palabras sólo pueden decir dos tipos de verdad. Pueden nombrar, y pueden decir lo que uno va a hacer antes de que lo realice.

—¿Y tú qué harás?

—Nombrar a alguien es decir qué hará antes de que lo realice. De modo que te daré un nombre, Palicrovol. Eres rey de Burland.

De pronto el conde Palicrovol sintió miedo.

—Soy conde de Traffing.

—El pueblo odia al rey Nasilee. Le han dado la sangre de su vida, y a cambio él les ha retribuido sólo pobreza y terror. Desean que alguien los libere de este grillete.

—Entonces ve a un hombre de armas.

Si Nasilee se enterase de que Palicrovol había escuchado siquiera a este Enviado de Dios, seria el fin de la casa de Traffing.

—El general Zymas vendrá hasta ti y te seguirá hasta la muerte.

—Que no tardará en llegar, si osa rebelarse contra el Rey.

—Al contrario —dijo el Enviado de Dios—. Dentro de trescientos años tú, Zymas y Furtivo seguiréis con vida, y aún tendréis por delante toda una vida.

Furtivo se echó a reír.

—¿Desde cuándo tu dios que aborrece la magia concede dones a un pobre hechicero?

—Por cada día que os alegréis del don, habrá cinco en que lo detestareis.

Palicrovol se inclinó hacia adelante.

—Debería matarte.

—¿Y qué ganarías? Sólo soy un pobre viejo, y cuando Dios se marche de mi cuerpo sabré aún menos que tú.

Furtivo sacudió la cabeza.

—En la profecía de este hombre no hay poesía….

—Es cierto —convino Palicrovol—. Pero en ella hay un relato.

—No es una profecía —dijo el Enviado de Dios—. Es tu nombre. Zymas vendrá hasta ti, y en nombre de Dios conquistarás Entrarás en la ciudad Esperanza del Venado y la hija del Rey montará el venado para ti. Construirás un nuevo templo de Dios y llamarás Inwit a la ciudad, y no se venerará a ningún otro dios. Y sobre todo: no estarás seguro en el trono hasta que no hayan muerto el rey Nasilee y su hija Asineth.

Una vez que concluyó sus palabras, el Enviado de Dios se estremeció, la mandíbula cayó laxa y la luz desapareció de sus ojos. Comenzó a mirar a su alrededor con sorpresa y cansancio. Sin duda ya le había sucedido antes, pero no estaba acostumbrado a encontrarse en sitios extraños… particularmente en mitad de algo tan serio como el Festín de las Ciervas.

—¡Qué siervos tan brillantes escoge este Dios! —comentó Furtivo.

Palicrovol no rió. El fuego que se había extinguido en los ojos del anciano encendió una brasa en los de Palicrovol.

—Aquí, delante de todos —comenzó—, os diré lo que nunca antes me atreví a declarar.

Odio al rey Nasilee y todos sus actos, y por el bien de Burland deseo verlo derribado del trono.

Tras escuchar estas palabras de traición, especialmente pronunciadas en el Festín de las Ciervas, sus hombres se sentaron rígidos y lo observaron con cautela.

—Es bueno que te amemos —replicó Furtivo—. Todos guardaremos silencio y no comentaremos que has hablado en contra del rey Nasilee. Y oraremos al Venado para que no seas seducido por la veleidad de un dios extraño y celoso.

Las palabras de Furtivo desalentaban la rebelión, pero Palicrovol había aprendido que las palabras de Furtivo muy raramente expresaban su verdadera opinión. Acaso Furtivo quería señalar que ya era muy tarde para que Palicrovol cambiara de idea, ya que a partir de ese momento viviría con temor constante a que lo traicionara alguno de los que oyeron sus palabras. Y en lo que se refería a la profecía de victoria predicha por el Enviado de Dios, ¿acaso Furtivo la ponía en duda? ¿O la sometía a prueba? Palicrovol observó el rostro irrealmente blanco del hechicero, su piel transparente, su cabello fino y pálido como una tela de araña. ¿Cómo puedo leer en tu rostro extraño?, se preguntó Palicrovol. Y

sabia que Furtivo no quería que se leyera en su rostro. Furtivo escudriñaba a los demás, pero no se dejaba escudriñar; Furtivo comprendía, pero él mismo era incomprensible.

—Viniste hasta mi y nunca había comprendido la razón. Hasta ahora —dijo Palicrovol—.

Pero viniste por esto.

Furtivo frunció los labios despectivamente.

—Sigo las entrañas de los animales. Me valgo del poder de su sangre y a cambio me enseñan a dónde ir. Sean cuales fueren los planes que tiene Dios con respecto a ti, no son de mi incumbencia.

Pero esta negación no hacia sino confirmar, ya que nunca antes Furtivo se había molestado en dar explicaciones.

Más allá de la empalizada se escuchó una trompeta. El conde Palicrovol se puso en pie de un salto. El manto de corteza de árbol cayó de sus hombros.

—El Rey —suspiraron algunos de sus hombres. Era tal el terror que les inspiraban los Ojos y los Oídos del rey Nasilee, que pensaban que ya se había enterado de la traición y que venia a castigar a Palicrovol. No se sintieron mejor cuando vieron que fuera de la fortaleza se congregaba un ejército de quinientos hombres.

—¿Quién eres tú para traer un ejército ante mi puerta? —gritó Palicrovol desde la almena.

—Soy Zymas, ex-general del ejército del Rey. ¿Y quién eres tú para presentarte desnudo en la almena?

Palicrovol sintió el frío del invierno por vez primera en el Festín de las Ciervas: la profecía ya se estaba cumpliendo. En ese momento tomó su decisión:

—¡Soy Palicrovol, rey de Burland!

Pero el ejército no estalló en vítores, y Palicrovol sintió el vértigo de la desesperación: había expresado su traición delante de la mano derecha del Rey, y todo por haber creído en el profeta demente de un Dios loco.

—¡Palicrovol! —exclamó Zymas.

—¿Pueden impedirte el paso estas puertas si deseas entrar? —preguntó Palicrovol.

—¿Pueden retenerte estos soldados si deseas salir? —respondió Zymas.

—Si esos soldados son mis enemigos, en ese caso no saldré. Me quedaré aquí y les haré pagar con sangre cada paso que den para franquear mis muros.

—¿Y si somos tus amigos?

—¿Por qué habéis venido? —gritó Palicrovol desde la almena—. ¿Por qué os burláis de mi?

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