Judith se distanció inmediatamente de mí. Dejó de tener relaciones sexuales conmigo, y mis bromas estúpidas sobre esquís acuáticos y baloncesto desaparecieron como tantas otras cosas. Hubo una noche, aproximadamente un mes después de la tragedia, que noté cómo se volvía en sueños hacia mí, me abrazaba por detrás, como solía hacer, y me rodeaba el pecho con las manos, pero mientras yo sentía el efecto balsámico de ese gesto por todo mi cuerpo, ella se puso rígida con una repentina inhalación, apartó las manos y se volvió hacia el otro lado.
Yo tal vez habría soportado perder a Judith, pero no a mi hijo. Él no comprendía por qué la gente hablaba mal de su padre. Le expliqué lo que había pasado, pero los niños del colegio le habían puesto apodos y le decían que su padre mataba niños. Insistían en que me iban a mandar a la silla eléctrica. «No es verdad —decía Timothy, acalorado, al reproducirme la conversación—. No es verdad». Pero sus ojos escudriñaban los míos buscando una explicación sobre cómo iba a volver a ser todo como antes. «Por favor, papá —me suplicaba con la mirada—, arréglalo», y al ver que yo no podía, su fe en mi fue menguando. La idea de Papa, de su padre, se encogió y enroscó en su interior Me odiaba, yo lo sabía, porque había destruido su universo.
Sí, a todo el mundo le resulta difícil. El colegio nos pidió que tanto Timothy como nosotros hiciéramos una terapia, y nos sugirió que buscáramos «otros centros». Tuvimos que sacarlo del colegio a causa de la tensión, y él preguntó una y otra vez por qué sus amigos ya no lo invitaban a jugar a sus casas. Las demás familias de nuestro edificio de apartamentos parecían menos interesadas en llevarlo al parque con sus hijos, como si un niño rubio de ocho años pudiera suponer alguna amenaza, como provocar un relámpago en un día despejado. Era muy injusto pero previsible. Todos seguimos siendo supersticiosos. Hombres monos agarrados a plumas mágicas y olisqueando el viento. Las secretarias del bufete, que solían cotorrear y mostrarse afablemente maleducadas, me hablaban de pronto con tono formal, sobre todo después de que el bufete me excluyera de su mayor operación del año, la financiación con posibilidad de adquisición para su posterior alquiler de un bloque de oficinas de cuatrocientos millones de dólares en el centro de Manhattan. La gente dejó de mirarme a los ojos. Mi contable no me devolvía las llamadas. El chico de la tienda de comestibles examinaba los billetes que yo le daba como si estuvieran infestados. El ascensorista del edificio, que había subido a los empleados de la ambulancia y bajado el cadáver del niño, silbaba y desviaba la mirada.
Mientras tanto, Wilson Doan padre atacó. Tenía la suficiente influencia en su banco para presionarlo para que renegociara la relación que tenía con nuestro bufete. Nuestro rendimiento había sido, en términos generales, excelente, pero yo me aseguré de no estar presente en la reunión, que tuvo lugar en sus oficinas. Enviamos a un colega mío, un socio mayoritario llamado Dan Tuthill. Un buen tipo, un amigo. Era la perfección absoluta en el bufete, pero un auténtico desastre en todo lo demás: comía poco sano al mediodía (carne de ternera, pastel de chocolate alemán), tenía citas extra-maritales con putonas de ojos de mapache que conocía en bares, y siempre compraba acciones cuando estaban por las nubes. Pero era leal y recto, y estaba resuelto a apoyarme. Tal como habíamos quedado, al entrar en la sala de conferencias del banco me llamó por el móvil al despacho y dejó el teléfono en la mesa entre sus papeles. Yo cerré la puerta y conecté el manos libres. Se hace continuamente, por cierto. A veces los que están al otro lado del hilo graban o transcriben simultáneamente la conversación en secreto. Oí cómo empezaba a llenarse la sala, la charla inicial para romper el hielo, los clics de los maletines al abrirse. Donuts y rosquillas a un lado. El tintineo de las cucharillas al remover el café. Me di cuenta de que Wilson Doan no se encontraba en la sala. Sin embargo, la conversación se desenvolvió bastante bien sin él, y los banqueros hicieron hincapié en que iban a necesitar los servicios del bufete el año siguiente. Se discutieron un par de puntos sobre el personal, media docena de cuestiones tecnológicas y varias quejas sin importancia. Lo típico. Luego Amanda Jenk, la negociadora del banco, dijo:
—El último tema que nos preocupa es el señor Wyeth.
—Explíquese, por favor —dijo Dan Tuthill.
—Creemos que el señor Wyeth presenta serias dificultades.
Una larga pausa. Me quedé mirando el teléfono.
—Es una cuestión de confianza —añadió ella.
—El señor Wyeth es un gran abogado —llegó la voz de Dan Tuthill—. Creo que usted misma lo ha dicho en el pasado.
Se produjo un silencio en la sala.
—Es un negociador despiadado.
Más silencio.
—Eso es un disparate. Estamos hablando de un buen hombre.
—Estoy de acuerdo en que las circunstancias son poco corrientes —dijo Amanda Jenk.
—Sí, y todo el mundo es muy consciente de ello —respondió Dan Tuthill.
—Es muy problemático.
—Sí, pero si no me equivoco, el señor Doan no está involucrado personalmente en los asuntos legales cotidianos del banco.
—El señor Doan es un miembro sumamente valioso de nuestro banco —replicó Amanda Jenk sin alterarse—. Creo que lo sabe. Hablemos claro, ¿de acuerdo Dan? No podemos cerrar este trato si está implicado el señor Wyeth.
—¿Implicado?
—Sí.
—Su banco ha tenido una relación satisfactoria de dieciocho años con este bufete, y eso abarca a muchos empleados por ambas partes, ¿y están dispuestos a renunciar a ella por Bill?
Amanda Jenk no respondió. Alguien tosió, como para subrayar el silencio.
—¿Qué nos cobráis? —preguntó ella por fin—. ¿Veinte o veintiún millones al año?
Así fue como oí el disparo de mi propia ejecución.
Dan Tuthill pronunció entonces un discurso muy bonito, pero ellos no cedieron. Más tarde me enteré de que Wilson Doan y unos cuantos socios mayoritarios de mi bufete habían jugado al golf la semana anterior en el club Blind Brook Country del norte de la ciudad, y lo que había que decirse se había dicho alrededor del cuarto hoyo, para poder disfrutar del juego. No se habían molestado en comunicárselo a Dan Tuthill.
Me excluyeron de los temas relacionados con el banco, lo que redujo en más de un tercio mis horas de trabajo en el bufete, pero Wilson Doan no había terminado ni mucho menos conmigo. Como predije, él y su mujer me pusieron una querella de cuarenta millones por negligencia y daños personales. ¿Cómo habían llegado a la cantidad de cuarenta millones de dólares? No teníamos ni de lejos esa suma. Llevó la querella el famoso abogado Adolphus Clay III, un zorro medio calvo y de párpados caídos que se plantó frente a las cámaras de televisión y explicó que los Doan no eran de ningún modo vengativos, sino que querían advertir a los ciudadanos de los peligros de los productos con cacahuetes. «Eso es lo único que los mueve —dijo—. Se lo aseguro».
Clay, conviene recordar, era el abogado que había ganado una demanda colectiva de setecientos millones de dólares contra las compañías tabacaleras, de modo que, naturalmente, tenía un motivo adicional para aceptar el caso: como precursor de otra demanda colectiva contra los fabricantes de comida precocinada que utilizaban aceite de frutos secos sin advertido explícitamente en sus paquetes. El día que hizo pública la querella, el precio de las acciones del fabricante de aceite de cacahuete más importante del país cayó diez puntos y la principal página web sobre la alergia a los cacahuetes recibió trescientas veinte mil visitas más de las habituales. Yo había pasado de la seguridad de mi discreta vida privada al borde dentado de la cultura de masa de Estados Unidos. En nuestra primera reunión mi abogado me dijo que las posibilidades de que el veredicto fuera favorable a Clay eran de cuatro contra cinco, y añadió que sólo defenderme, perdiendo el caso, me costaría alrededor de un millón de dólares, además de un anticipo de cien mil dólares, pagadero en el acto en propia mano.
Cuando informé de esos detalles a Judith, ella asintió y dijo que se iba a la peluquería.
* * *
No estuve presente cuando Judith se reunió por primera vez en privado con Wilson Doan padre a petición de ella, ya que me enteré mucho después, pero la conozco lo bastante bien para apostar que sus deseos de acostarse con él empezaron probablemente en el funeral, al que asistió sola (aunque bastante bien vestida, con una blusa de seda negra no todo lo holgada que podría haber sido). Doan estaba roto por el dolor y eso debió de atraerla calladamente. Debió de parecerle increíblemente irresistible ver a un hombre distinguido y corpulento llorar desconsolado. Y sin duda le excitó la extraña violencia que se traslucía en su rostro. Se reunió con Doan en algún lugar discreto y le dio a entender, con un roce de la mano o tal vez apretándose sin rodeos contra sus gruesos pantalones de lana, que lo deseaba. Para Doan, el hecho de que Judith se ofreciera temblorosa debió de significar un placer inesperado, que, lejos de diluir su cólera contra mí, la aumentó. Los hombres son perfectamente capaces de separar la lujuria de la cólera, o mezclarlas si es necesario.
No odio a Judith por eso. O al menos ya no tanto. Hizo lo que creía que era mejor para Timothy. Creo que ella y Wilson se vieron seis o siete veces en uno de los pequeños hoteles del Upper East Side. Largas comidas, largas tardes. Imagino que Judith se mostró bastante enérgica en sus esfuerzos, bastante variada en su entusiasmo. Probablemente él era un buen amante, el viejo Wilson Doan, probablemente echó con mi mujer unos buenos polvos de la extraña variedad ojo pequeño/ojo grande, y eso debió de hacerla vibrar a ella a un nivel completamente distinto. No dudo que Judith se entregara totalmente a él, que se abandonara al momento, con los pechos dando botes, la boca abierta, los ojos en blanco. ¿Y por qué no? El sexo se vuelve más explícito con la edad. Tiene que serlo. El tiempo pasa. Imagino que ella le dijo que podía metérsela donde quisiera. Y Wilson Doan no sonrió, ni bromeó, ni se relajó, porque el sexo era para él una forma de golpearme, y siendo inteligente como era, experimentó el odio en su propio placer.
El peligro que entrañaba semejante interacción sin duda excitó más de lo normal a Judith, que debió de ver en ese contraste una prueba más de los problemas que tenía con su marido. En algún momento de la conversación que mantuvieron después, ella dio a entender a Doan que iba a divorciarse de mí y a mudarse. A Judith le gustaba planificar. Pagó esos encuentros con nuestra tarjeta de crédito familiar, sin molestarse en ocultármelo. Pero no fue tan cruel como parece. De hecho, la dinámica humana que se creó es bastante complicada y hay que reconocerle el mérito a Judith, porque es sumamente inteligente en lo tocante a dinámicas humanas; al entregarse a Wilson Doan, le autorizaba, como he dicho, a infligirme cierto castigo, y se permitía a sí misma descargar su cólera contra mí e incluso hallar consuelo en su propia alienación. Pero eso no es todo. Probablemente quería llevar a cabo una especie de expiación simbólica y esperaba también atenuar la cólera de Doan al acostarse con él. O tal vez sabía que la ira de Doan iba a llegar de todos modos y quería ponerse a salvo. O tal vez acostarse con Wilson Doan era, paradójicamente, un acto de apoyo femenino a su esposa, que, destrozada por el dolor después del funeral, se había recluido en una bonita habitación del pabellón psiquiátrico del New York Hospital, y obedecía a la lógica de que ella, Judith, comprendía la incapacidad de la esposa y deseaba asumir parte de sus deberes conyugales durante su enfermedad. O todo lo contrario, tal vez golpeaba directamente a la mujer de Doan, para advertirle que no pusiera a Timothy en peligro si no quería perder también a su marido. Podría haber sido cualquiera de esas cosas, o un poco de todas. Y yo podría haber advertido a Wilson, de hombre a hombre, que en Judith había encontrado la horma de su zapato.
Al apelar a la vez a la lujuria y a la cólera de Wilson, Judith logró que Wilson disociara totalmente su conciencia racional de los comportamientos que más respaldaban su querella contra los señores Wyeth y la esperanza de hacerles desembolsar daños y perjuicios, y multas. En cuanto el viejo Wilson deslizó su rígida capacidad de decisión dentro de mi mujer, perdió el interés de su abogado en la querella, así como la rectitud intachable de su esposa y las posibles simpatías del jurado. Porque, por supuesto, Judith lo había documentado todo. Y no sólo con la tarjeta de crédito, grabaciones de las llamadas telefónicas y un par de notas amistosas y casi incriminatorias que había enviado a Wilson a su oficina y que no se habían identificado como privadas (y, por tanto, habían sido debidamente abiertas, fechadas, triplicadas y archivadas por su secretaria, convirtiéndose instantáneamente en propiedad legal del banco), sino también prestando atención a los detalles: siete conjuntos nuevos de ropa interior de seda, muy atrevidos, que sólo se habían utilizado una vez, o más bien después, y en los que todavía había, no sólo algún que otro vello púbico gris del viejo Wilson Doan sino también restos de la misma sustancia que había ayudado a engendrar a su condenado hijo; su semen, seco y protegido para siempre dentro de bolsas transparentes. (Tantas cosas en la vida se reducen a lo que ocurre con el semen, dónde termina: dentro, fuera, de alta o baja calidad, perdido o encontrado). Si Wilson Doan seguía adelante con la querella, podía salir a la luz, y sin duda que así sería, que uno de los demandantes se estaba acostando con uno de los demandados, lo que parecería muy turbio y no complacería a la señora Doan ni a los directivos del banco. Adolphus Clay III, más hábil y astuto que nadie, se enteró de los entretenimientos vespertinos de su cliente y los Doan no tardaron en retirar su demanda de cuarenta millones de dólares.
Pero, sin saber aún la razón, yo lo consideré una victoria, una oportunidad de recuperar nuestra anterior vida.
—¡Buenas noticias! —exclamé cuando volví a casa esa noche. Judith estaba arrodillada junto al armario de su cuarto—. ¡Ha terminado!
Judith se limitó a sonreír inexpresivamente, como quien escucha a un enfermo terminal describiendo un tratamiento milagroso.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté.
—Limpieza.
Volvió a centrarse en el armario y vi cómo arrojaba por encima de su cabeza zapatos de salón, mocasines planos, zapatillas de deporte. Caían sobre la colcha, al pie de la cómoda, por la moqueta. Yo no sabía gran cosa de zapatos de mujer, pero todos me parecieron en perfecto estado.