Ésa era Allison, hasta donde yo podía ver. Y de pronto un día, cuando terminé de comer, ella se limitó a acercarse a mí con paso enérgico y resuelto con una taza de café, y dijo:
—Bien, señor Wyeth, parece disponer de mucho tiempo.
Miré sus ojos oscuros.
—Es cierto.
—Parece libre de estorbos.
—Libre de estorbos, sí. Pero no de cargas.
—Bueno, parece que le gusta este local —dijo ella tras un momento de reflexión. Se inclinó hacia mí y sirvió azúcar y leche en mi café sin que yo se lo pidiera—. Supongo que no le importa —añadió mientras removía el café con la cuchara.
—En absoluto. Perfecto. Gracias.
—Bueno… —Dejó de remover—. Sé que le gusta.
—¿De veras?
—Sí, señor Wyeth. Soy observadora.
—Puede llamarme Bill.
—¿Por dónde íbamos? —Ella ladeó la cabeza—. Ah, sí. Libre de estorbos pero no de cargas.
—Sí —dijo—. Pero eso no es ningún secreto.
Ella parpadeó, tal vez a propósito.
—¿Y cuál es?
Eso me detuvo.
—Probablemente lo sabe mejor que yo.
Ella cambió el peso del cuerpo de una cadera a otra.
—Sólo me preguntaba por qué viene aquí todos los días. —Allí estaba: el punto de inserción en la vida del otro. Una vez que ocurre ya no puedes dar marcha atrás—. Por supuesto, nos alegramos de verlo —añadió.
—Espero no ser el único cliente que llama la atención.
—Oh, por favor. —Allison suspiró—. Tendría que ver la cantidad de locos que pasan por aquí.
Hice un ruidito en señal de conformidad, reparando al mismo tiempo en las uñas rojas y nerviosas de Allison clavadas en la lana de sus pantalones.
—Pero hay una clase de personas que es la que más necesitamos.
—¿Cuál?
—Las que flirtean.
—¿Las que flirtean?
Ella me miró inexpresiva.
—A pesar de lo que usted pueda pensar.
—¿Y qué cree que pienso yo?
—Pues que en Nueva York hay más gente que flirtea de verdad. —Allison ladeó la cabeza con la boca abierta, desafiándome a responder.
—Terrible —coincidí.
—Peor. ¡Insoportable! —respondió ella—. ¡Una se siente tan abandonada!
Sólo pude sonreír hacia mi plato.
—Todavía no ha respondido a mi pregunta implícita.
Levanté la mirada.
—¿Cuál era?
—Sabemos que no tiene estorbos, pero no sabemos si es de los que flirtean.
—Es cierto —repliqué yo—, pero sí sabemos exactamente lo contrario de eso.
Allison pareció agradablemente confusa.
—¿Lo contrario…?
—Sabemos —empecé mientras le sostenía esta vez la mirada— que usted es de las que flirtean, pero no sabemos si está libre de estorbos.
—Bueno, sí —dijo Allison, pillándolo y encogiéndose de hombros para quitar importancia a mi agudeza—, pero así es como debe ser.
—¿Ah, sí?
—Pero gracias, de todos modos.
—¿Por,…?
Ella se inclinó sobre la mesa.
—Ha sido un bonito juego de palabras.
—No ha estado mal —coincidí.
—¿Se le suelen dar tan bien los… juegos de palabras?
La miré fijamente.
—Está bien, me rindo —dije.
—Ah, no. Aún no, señor Wyeth.
Le tendí la mano.
—Como he dicho, me llamo Bill.
—Estoy encantada —dijo Allison estrechándola con delicadeza, su pequeña mano fría y experimentada— con este encuentro fortuito.
Y con esas palabras se excusó y se alejó revoloteando para ocuparse de una supuesta crisis en la cocina. Había sido, pensé satisfecho, una conversación banal, una ocurrente muestra de lo que podía seguir Ah, ella me gustaba. Y yo le gustaba a ella, los dos lo sabíamos, pero ¿qué significaba eso? Tal vez era amistad, o algo propicio, o el preludio al sexo desenfrenado. Tal vez eran muchas cosas a la vez. La ciudad te ofrece múltiples posibilidades. Si las aceptas es otra cuestión.
De modo que empezamos a hablar, o lo hizo Allison sobre todo, diciéndome todos los días en voz baja y divertida al pasar por mi lado: «Los ayudantes heterosexuales se están peleando con los camareros homosexuales», o «Tengo que despedir a mi camarera drogata», o «Una mujer ha vomitado en el lavabo de señoras y no quiere salir». De vez en cuando me señalaba a los famosos que habían acudido esa noche, o a la mujer a la que le esperaban dos limusinas, una para ella y otra para sus perros, o al hombre que era capaz de comerse tres bistecs seguidos. Era un gran espectáculo y ella lo dirigía. Docenas de empleados, cientos de clientes, dinero que fluía de todas partes. Pero aunque cada noche suponía una nueva oleada de calamidades y fatiga, el restaurante se destacaba también por lo que tenía de rutinario, y yo veía a Allison reflexionar sobre su teatralidad. Como en cualquier drama humano, la estupidez se anunciaba al llegar, la probidad dormía plácidamente de noche, la debilidad llamaba por señas a la fuerza y la lujuria invitaba a copas a la soledad. Noche tras noche, Allison, de pie cerca del puesto del
maìtre
, o doblando la esquina de las escaleras enmoquetadas que conducían a las salas de fiesta, advertía cómo una u otra mujer, sola o en grupos de dos o tres, se instalaba entrada la noche en la barra con una sola intención: encontrar a un hombre. Algunas tendrían éxito mientras que otras parecía que iban a terminar dentro del estuche de un trombón a la mañana siguiente. Muchas noches Allison ladeaba la cabeza hacia un hombre, una mujer o una pareja, como si fuera el encargado de asignar los handicaps en el hipódromo, y me susurraba: «Observa a ésa, Bill. Dale una hora». Su escepticismo casi siempre se veía recompensado. Los camareros tenían que separar a los hombres y las mujeres que se abalanzaban unos sobre otros en las salas de arriba, o pedir a una mujer que se abrochara la blusa, o levantar a un borracho que se había caído al suelo. Allison tenía que ocuparse de esos pequeños percances, y yo me convertía en testigo de su trabajo, veía lo que hacía durante todo el día, y eso creaba entre nosotros una especie de íntima proximidad. Ella se sentía observada por mí, y así era. Empecé a comprender que, a pesar de lidiar con montones de personas y protegerse detrás de esas gafas de aspecto eficiente, se sentía sola. Vivía, confesó, en un apartamento opulento, su habitación daba a la calle Ochenta y seis, hacia el norte, y tenía justo enfrente otro edificio de apartamentos, pero desde el comedor estilo occidental se dominaban los ondulantes prados de Central Park. Hacía tiempo que había heredado el apartamento de su padre viudo, un ejecutivo bancario, y se había instalado en él después de su muerte con una sensación premonitoria, porque ¿quién quería realmente vivir en el enorme apartamento de un padre difunto?
—Sobre todo el papel de las paredes y los olores, y todo en general —me explicó—. Es tan deprimente.
Con el tiempo había llegado a gustarle lo espacioso que era, así como las atenciones de los ancianos vecinos de su padre, muchos de los cuales parecían interesados en ella. Las habitaciones eran cómodas, y en Manhattan el cuerpo reclama comodidad contra los duros bordes de las aceras, los coches y las caras, y Allison no era una excepción.
Al cabo de unas semanas hablábamos a diario, normalmente después del ajetreo del mediodía. Ella se sentaba a mi mesa y me hablaba de algún hombre de su vida, y en general eran tipos intelectuales, seguros de sí mismos, agudos y expertos en todo lo que contaba, y sin embargo no era suficiente. Tenían algo insignificante, me confesó. Nunca eran sus logros, ni sus atenciones ni sus billeteras, sino algo que le costaba describir. Al final, por supuesto, todos somos insignificantes, todos y cada uno de nosotros, pero el descubrimiento de Allison acerca de esos hombres revelaba algo. Si no me hubiera gustado tanto, habría pensado que era irritable y un poco suya, incluso que tenía una veta escéptica oscura. O bien intimidaba a los hombres o éstos no estaban a su altura, pensé. Pero vi a varios de esos hombres cuando acudían a recogerla al restaurante y parecían tipos bastante decentes, incluso a mis ojos. Con el tiempo me pregunté si veía un patrón de conducta en el hecho de que Allison conociera a un hombre respetable, dejara que la invitara a cenar o al teatro, y se apresurara a acostarse con él… una vez. Sólo una vez. Como si fuera algo deliberado. Y no tardaba en estar con el siguiente hombre. ¿Qué significaba eso?
—No parece que busques marido —dije.
—No. —Allison se encogió de hombros—. No creo que se me diera muy bien el matrimonio. Quiero decir que ya lo he intentado una vez. —Se había casado a los veintitantos años y había sido una experiencia corta y desastrosa, confesó—. Pero me gustaría tener un hijo, si encontrara al hombre adecuado. O tal vez podría adoptarlo… todos esos preciosos niños chinos sin madres. —Y dejó el tema ahí, con una expresión un poco triste, sin atreverse a pensar siquiera en ello.
A decir verdad, Allison era consciente de que el tiempo iba en su contra. Se había cuidado, pero era una de esas mujeres cuyo rostro enmascara frívolamente una decepción más profunda. Todavía no había sido satisfecha. Su cuerpo parecía no tanto juvenil como inutilizado, sobre todo por la maternidad. La maternidad consume los cuerpos de las mujeres, si no con el embarazo y el amamantamiento, con los años de dormir poco. A las madres que he conocido no parece importarles, porque en su renuncia de sí mismas han sido recompensadas con hijos.
El problema de Allison, por supuesto, era el restaurante. Llevarlo suponía un trabajo titánico y adictivo que requería jornadas muy largas. Los clientes, los camareros, los cocineros, los proveedores… cada grupo tenía sus propias exigencias. Allison llegaba a las ocho de la mañana y, salvo unas pocas horas libres después de comer, raro era el día que se iba antes de las nueve de la noche, o hasta que el turno del comedor funcionaba sobre ruedas, cosa que casi nunca ocurría, porque lo que tenía lugar en él sólo era parte de un espectáculo más grande. Una tarde de poco movimiento me invitó a cruzar las puertas de la cocina e internarme en el laberinto que había más allá. El restaurante tenía dos enormes cocinas, una para la preparación de los primeros y segundos platos y la segunda exclusivamente para los postres. Los bistecs llegaban en plataformas rodantes de la cámara de la carne, donde habían sido cortados y clasificados por tamaños, y eran colocados en largas parrillas por sudorosos y estresados cocineros que llamaban a los camareros y ayudantes «tontolabas» y «México». A las camareras las llamaban «gatitas» y «labios», apodos que ellas odiaban. Pero eran gajes del oficio.
Debajo de la cocina estaban las despensas y las salas de preparación. Los pasillos eran tan estrechos como los de un barco, y por el techo cruzaban cañerías, las rojas para el fuego y las amarillas para el gas. Allison abrió una gruesa puerta aislada, y me sorprendí; era la cámara de la carne, donde había hileras de medias reses crudas colgadas de ganchos a una luz azul, con las fechas y el sello de la marca de los mayoristas.
—No me gustaría pasar la noche aquí —murmuré.
—Supongo que estoy acostumbrada.
La sala estaba fresca pero no hacía frío, y entramos dentro. Las enormes reses muertas de color rojo —con vetas de grasa, sin cabeza, partidas por la mitad con las costillas serradas y las patas cortadas por encima de las pezuñas— parecieron advertir nuestra presencia a través de alguna afinidad esencial entre los mamíferos. La carne muerta, tan pronto como fuera transustanciada en dinero y risas, también reviviría, por supuesto, y se convertiría de nuevo en carne caliente, pero esta vez humana.
La temperatura y la humedad de la cámara se regulaban para la debida maduración de los bistecs, explicó Allison.
—¿Quién decide cuándo está a punto? —pregunté mientras observaba la nuca de Allison, tan cerca que con sólo inclinarme podía besarla.
—Yo.
Era una sala pequeña de techo bajo, y estábamos los dos solos.
—Hay mucho silencio aquí —dijo Allison volviéndose y mirándome a los ojos.
Asentí. Tómala en tus brazos, pensé, hazlo ya.
—Bill, te pasó algo, ¿verdad?
No estaba preparado para eso y esa extraña sala aumentó la fuerza de la pregunta.
—A todo el mundo le pasa algo, creo.
—Por supuesto —dijo Allison con suavidad—. Sólo quería saberlo.
Tomé aire y exhalé.
—Era un abogado bastante importante especializado en transacciones de bienes raíces, en uno de los mejores bufetes de la ciudad. Estaba casado y tenía un hijo. Pasó algo, sí. Ahora estoy solo. Soy el tipo al que ves todos los días.
Allison asintió, como si confirmara algo.
—¿Quieres contármelo…?
—¿Nos conocemos realmente?
—Me ves casi todos los días.
Reflexioné.
—No suelo hablar de ello, Allison.
—Lo siento. No debería habértelo preguntado. Pero me había gustado la intimidad del momento.
—Estoy versado en otros temas —dije con más energía—. ¿De acuerdo?
Recuperó su picardía.
—Te lo sonsacaré de algún modo.
—¿Sí?
—Aunque tenga que tomar medidas extremas.
—Eso no suena tan mal.
—Por supuesto que no.
Le pedí que siguiera el recorrido y así lo hizo. A continuación llegamos a las despensas, llenas de verduras troceadas listas para ensaladas y huevos de codorniz amontonados por docenas. Todas las provisiones llegaban por puertas laterales. No habría sabido decir dónde estábamos con respecto al Havana Room, si éste estaba por encima o por debajo de nosotros, o si era su situación lo que limitaba el acceso a él. Pero no vi nada extraordinario, sólo cañerías, techos de baldosas y una maraña de cables. Estaba impaciente por preguntar a Allison sobre el Havana Room, pero sospechaba que averiguaría más cosas si no lo hacía.
—Y luego está el piso de arriba —dijo.
—¿Sí?
Se refería al segundo piso, que albergaba tres grandes salas de fiestas privadas. En la más grande había un piano, tenía capacidad para sesenta personas sentadas y solía utilizarse para reuniones de empresa, bodas y cosas por el estilo. La segunda, también espaciosa, estaba amueblada con sofás de mejor calidad y solían frecuentarla mujeres casadas de mediana edad para sus recepciones. La tercera, considerablemente más pequeña, la alquilaban por las noches exclusivamente hombres de Wall Street. Allí era donde tenían lugar los stripteases. La capacidad máxima era de veinticinco hombres. Cuantos más hombres había, me dijo Allison, más problemas tenían; a veces la chica tenía que salir corriendo tras recibir un mordisco o un ataque indecoroso.