Havana Room (5 page)

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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

BOOK: Havana Room
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Terminaré rápidamente, aunque sólo sea por mí.

Larry Kirmer me invitó a comer y me dijo que me había vuelto «ineficiente en el bufete». Aunque no se equivocaba, se mostró poco amable. Habló en nombre de todo el comité ejecutivo del bufete. No iba a haber ninguna baja, ni un arreglo de media jornada, ni siquiera una explicación para salvar las apariencias. Por muy socio que fuera, eso no cambió nada a la hora de la verdad. Según el acuerdo que había firmado hacía mucho tiempo, me pagarían lo correspondiente a siete años de socio. Lo habían extendido para comprar mi silencio. Si cuestionaba el acuerdo, el bufete podía suspender el pago. Debía irme en dos semanas, concluyó Kirmer, y ¿por qué no te tomas ahora las vacaciones que tienes pendientes?

Así fue como de pronto nuestro motor financiero empezó a dar trompicones. Habíamos conducido alegremente un enorme V-8 familiar que consumía depósitos de dólares, cientos de miles al año, ya que el rendimiento del combustible del vehículo era muy bajo. Pero ¿a quién le había importado? ¿A quién le había importado cuando habíamos tirado el dinero en una cocina nueva que no necesitábamos? Tenía en la mano el talón de mi indemnización por cese, consumiéndose ya, pero más allá de él no iban a bombear más dólares y centavos al motor, y a lo largo de los seis meses siguientes emprendimos el descenso a ocho kilómetros por hora. No hacer nada, sólo respirar, costaba miles de dólares a la semana. Liquidé mi cuenta del mercado monetario Schwab (246.745 dólares). Me quedé mirando la factura de la hipoteca mensual (3.945 dólares) en estado de shock. Los gastos de mantenimiento mensuales del apartamento (3.945 dólares) eran un robo a mano armada. Despedimos a Selma, la canguro, que había permanecido fiel y leal a nosotros, y que lloró y besó una y otra vez a Timothy mientras se dirigía a la puerta. La cobertura de la asistencia sanitaria privada ascendía a 2.165 dólares al mes. Renuncié a los cortes de pelo (62 dólares) y a los servicios de limpiabotas (4 dólares), apagaba las luces (0,03 dólares/hora), compré pasta (5,90 dólares/500 g) en lugar de pescado (27.99 dólares/kilo), reciclaba las cuchillas de afeitar de usar y tirar (veinte por 9,95 dólares). Judith despidió al profesor de piano (75 dólares la clase). Cancelé las tarjetas de crédito. Los lujos se redujeron hasta desaparecer. Dejé la plaza de parking (585 dólares/mes). Debíamos impuestos del año anterior (43.876 dólares). Tuve que devolver el piano alquilado (259 dólares/mes). Dejé de ser suscriptor del periódico (48 dólares/mes) y di de baja el móvil (69 dólares/mes). Nos robaron los tapacubos del coche y no me molesté en reemplazarlos con los del fabricante (316 dólares) ni con la versión barata Peb Boys (48,99 dólares). Íbamos a tres kilómetros por hora, con la aguja del depósito de la gasolina en rojo.

—¿Vas a buscar trabajo? —preguntó por fin Judith una noche.

—Por supuesto.

—No, hablo en serio, Bill.

—Encontraré un empleo, ¿de acuerdo?

Judith había perdido algo de peso, un par de kilos tal vez. Se había ausentado varios días a la hora de comer sin dar ninguna explicación y había perdido unos kilos.

—Entiendo que inconscientemente necesites castigarte porque te sientes mal. Pero no tienes por qué hacérnoslo pagar a nosotros.

Mi hijo había quitado los posters de Derek Jeter de su habitación y me los había dado, diciendo que podía venderlos si quería. No hay nada inconsciente en todo esto, pensé.

—Me he puesto en contacto con veintitantos bufetes de la ciudad, Judith. He ido a seis agencias de colocación, he revisado el directorio del colegio de abogados, he comido con toda la gente que conozco.

Pero yo era un valor dañado. Había corrido la voz. Lo llevaba escrito en la cara, en los ojos, en el porte. Por mucho que tratara de ocultarlo, me pusiera bonitas corbatas y hablara de que necesitaba «nuevos retos». Cuando estás desesperado se dan cuenta y te compadecen, pero contratan a otro. Es una lógica primitiva, es la naturaleza humana.

—¡Dirigías la
Yale Law Review
, eras de los mejores! —exclamó Judith—. ¿Qué va a pasar ahora?

—Estoy esperando el rebote —confesé.

Ella casi se rió.

—¿El rebote?

—No me desmoronaré —prometí—. Rebotaré.

—¿Cuándo?

—No lo sé. —Era la verdad.

La voz de Judith sonó inconfundiblemente amarga, displicente.

—¿Y cuánto más piensas hundirte antes de rebotar?

No respondí.

—Hasta tocar fondo, ¿verdad? —dijo, la voz rebotando en el techo blanco.

Creía que te conocía, murmuré para mí.

—¿Qué va a causar ese rebote? —gritó—. ¿Con qué vas a chocar para volver a salir a la superficie?

Yo quería a Timothy. Eso era lo que quería decir. Sabía moverse con una pelota de baloncesto, era descuidado comiendo sus cereales, se cepillaba los dientes de cualquier manera, estaba aprendiendo a escribir y cometía divertidas equivocaciones con la K mayúscula, era capaz de escuchar por la radio un partido entero de los Yankees y repetirme los resultados de cada carrera, nunca recogía del suelo las toallas, la ropa interior ni los calcetines sucios, daba su semanada a la organización benéfica del World Trade Center, se mareaba en los taxis, le encantaba Bart Simpsom, practicaba conteniendo la respiración en la bañera, era un niño. Era un niño al que yo quería, hasta la última molécula, y había existido otro niño igual de querido al que yo había causado su muerte. El rebote llegaría cuando hubiera logrado perdonarme en la medida de lo posible y me hubiese ganado un poco de paz, pero no antes. Eso era lo único que sabía, en lo más profundo del niño perdido que había en mí, pero no podía decírselo a Judith.

—Mira —dije—, venderemos el apartamento. Sabes que haré todo lo que pueda. Puedo ponerme a trabajar para el gobierno. Venderé casas. Me haré taxista, daré clases en un instituto. Podemos irnos a vivir a otra ciudad donde pueda ejercer de abogado. Sabes que haré cualquier cosa por mantener a esta familia.

Judith no respondió. En lugar de ello ladeó la cabeza, ajustándola a esa perspectiva. Lo que hizo a continuación me asustó. Parpadeó. Reflexionaba. Comprendió algo, si no sobre mí sobre sí misma.

—No lo sé, Bill.

—¿No sabes qué?

—Si puedo hacerlo.

Asentí, ofreciéndole lo que creía que era mi apoyo.

—Es un momento difícil, pero saldremos adelante.

Judith se cruzó de brazos.

—Me siento muy incómoda con todo esto. Nos estamos convirtiendo en pobres. —Esperó a que yo reaccionara. No lo hice—. ¡Pobres!

—Diría que no hemos caído por debajo de lo que educadamente se llama la clase media alta, Judith. No creo que ni tú ni yo tengamos ni la más remota idea de lo que es la verdadera pobreza.

—Bueno, pues yo me siento pobre.

—Eso es una percepción, no un hecho.

—Tampoco me siento bien con respecto a nosotros, Bill, no me siento bien con respecto a ti. —Su voz era estridente, temerosa—. Porque no creo que seas capaz de arreglarlo todo. Sé que te culpabilizas. ¡Fue un jodido accidente! ¡Pero tú crees que tienes que sufrir por ello! Eso es lo que tienes en la cabeza. ¡Y yo no quiero sufrir contigo! ¡Y no quiero que Timmy tenga que sufrir! ¿Por qué no puedes quitártelo de encima, por qué no puedes fingir que no ha ocurrido?

¿Fingir que Wilson Doan hijo no había muerto en la habitación de nuestro hijo? No tenía una respuesta. Sólo veía cómo Judith recorría con la mirada el apartamento, como si todas nuestras pertenencias ardieran ante sus ojos, hasta volver a clavarla en mí con una expresión furiosa, sus bonitos ojos llenos de resolución, hasta de odio. Sí, ahora me odiaba y quería que yo lo supiera.

—No vas a quedarte para averiguarlo, ¿verdad?

—Creo que no ent…

—Entiendo que te avergüenzas del hecho de que no estoy ganando dinero en estos momentos. Entiendo que tu sentido de la seguridad se ha visto amenazado…

—Roto, se ha roto en mil pedazos, Bill.

—Y entiendo, Judith, que me has retirado todas las muestras de afecto conyugal hasta el día que vuelvas a tener dinero en la mano.

—¡Oh, jódete!

—Bueno, a eso me refiero. Tú no lo vas a hacer.

—¿Y por qué iba a hacerlo?

—Porque antes te gustaba.

—Bueno, antes me gustaban unas cosas y ahora me gustan otras —dijo ella fríamente—. Y podrías entenderlo.

Judith se fue de casa un mes después, después de acosarme para que le dejara vender el piso a ella. Sí, se fue… a San Francisco. No conocíamos a nadie allí, que yo supiera. El gigantesco camión amarillo de la mudanza llegó mientras yo estaba fuera comprando café, y los dos me dejaron esa tarde, Timothy con un guante de béisbol vacío en la mano. Sin discusiones ni lágrimas. Como si no estuviera ocurriendo en realidad. «El corredor de fincas vendrá por la mañana —dijo Judith—; todo está arreglado. Lo único que tienes que hacer es irte». Asentí aturdido. «Tendrás que buscarte un lugar donde vivir, Bill». Ella tenía los brazos cruzados. Los labios rígidos. La voz firme. «Entiendes por qué tiene que ocurrir esto». Creo que daba tranquilizantes a Timothy, porque no protestó ni lloró, al menos no en ese momento, y cuando se fueron, cuando realmente me dejaron para siempre, yo…

Bueno, me derrumbé.

Sé que es una historia desagradable, sé que es triste. Si ves una minifurgoneta estrellada fuera de la autopista, con el motor humeando, el parabrisas hecho trizas, las ruedas traseras en el aire, disminuyes la velocidad para echarle un vistazo y luego pisas el acelerador para largarte de allí. Yo también lo hago. Después de todo, hay tantos entretenimientos agradables. Las comedias de situación y los ciberjuegos. Todo es de puta madre. Adelante, ve a por ello si es lo que quieres. Aprietas el botón, cliqueas y desapareces. No encontrarás eso aquí. Esto va en otra dirección. Esto trata de esperar el rebote.

* * *

Por un tiempo alquilé un apartamento de dos habitaciones en una de las anónimas torres nuevas del West Side de Manhattan, con mucha luz, limpio y sin ningún atractivo, con vistas a una pared de granito rosada: un edificio de apartamentos que parecía la obra de un pastelero. El corredor de fincas, un hombre que llevaba encima tres móviles, percibió mi soledad y mi desconsuelo, y anunció que ese apartamento «atrae como un imán a las chicas, permítame que se lo diga». Pero eso no me interesaba tanto como el hecho de que el edificio parecía muy alejado de mis antiguos círculos. Ningún conocido podría imaginar que me había ido a vivir a un lugar así. El apartamento, que estaba orientado al oeste, hacia New Jersey, así como hacia California, donde ahora vivían Judith y Timothy, era lo bastante grande para que Timothy tuviera su propia habitación, y yo dupliqué tantas de sus pertenencias como logré recordar —ropa, zapatos, videojuegos, posters de los Yankees— para mantener vivo el sueño de que mi hijo pronto dormiría en la cama o barajaría sus cartas de béisbol mientras escuchaba por la radio cómo Derek Jeter golpeaba pelotas con efecto fuera de la línea de foul. Pero enseguida descubrí que era incapaz de poner un pie en la habitación, que hacerlo me llenaba de pavor, como si Timothy hubiera muerto y la habitación fuese un santuario en su memoria.

Llevaba unos meses allí cuando uno de los residentes, una mujer de unos cuarenta años con los labios pintados de color azulado, me miró ceñuda en el vestíbulo.

—Perdone —dijo.

—¿Sí?

Se me quedó mirando con una mueca de determinación.

—¿Hay algún problema? —pregunté.

—No lo sé —respondió—. He oído rumores.

—¿Rumores?

—Sobre usted, sí.

—¿Qué clase de rumores?

Clavó la mirada en el suelo y volvió a alzarla hacia mi rostro.

—He oído decir que mató a un niño y que salió impune. Que no hubo suficientes pruebas para enviarlo a la silla eléctrica. —Esperó a que yo respondiera, con los brazos en jarras, atenta a su propia valentía—. Hay muchos niños en este edificio, entre ellos los míos, y…

—Quería saber si es cierto.

—Eso es. Alguien conocía a alguien que le conocía. No me dijeron exactamente la conexión.

No dije nada.

—¿Y bien? —regresó su voz, esta vez con tono de superioridad moral.

Me acerqué un paso a ella para no levantar la voz.

—¡No se mueva!

Me detuve.

—Fue un terrible accidente —dije.

—Eso no es lo que tengo entendido.

—Pero es lo que pasó. Créame, yo estaba allí.

—No le creo. Creo que aquí hay gato encerrado.

Me irritó esa mujer de labios pintados cuyo nombre no sabía, odié su instinto entrometido, su deseo feroz de hacer acusaciones sin tener la más mínima información. Era una persona peligrosa, pero al mismo tiempo trataba de proteger a sus hijos y a los hijos de otros padres, y yo no estaba seguro de si no habría actuado de igual modo de haber estado en su lugar.

—Fue un terrible accidente —repetí—. Es todo lo que puedo decirle. Destruyó a dos familias.

—No pudo ser tan sencillo.

Me dispuse a marcharme.

—¡Espere! Creo que tendrá que explicarse ante la comunidad de vecinos.

—¿Ah, sí? —recordé las circulares que había visto en el vestíbulo sobre la recogida de basuras y dónde debían guardarse las bicicletas de los niños—. ¿Y si no les convence mi explicación?

—Entonces supongo que tendrá que irse.

—Tengo un contrato con los propietarios del edificio, no con la comunidad de vecinos.

La mujer me dedicó una tensa sonrisa de rata. Se alegraba de que opusiera resistencia. Eso significaba que ahora había un problema, algo a partir de lo cual podría desollarme vivo.

—Eso ya lo veremos —amenazó.

Al día siguiente apareció en el tablero de avisos una circular que anunciaba «una reunión de los inquilinos para tratar de cuestiones relacionadas con la seguridad familiar». Dos días después señalaron el día y la hora de dicha reunión, añadiendo que «se había acordado por unanimidad la necesidad urgente de alertar a los administradores del edificio sobre cuestiones relativas al carácter y antecedentes penales de determinados inquilinos».

Se trataba de una inquisición, una caza de brujas y una persecución de vampiros llevadas a cabo a plena luz del día por gente bienintencionada, y el blanco era yo. Doné todo lo que había en mi apartamento —juguetes, muebles, utensilios de cocina— a la iglesia católica que había a diez manzanas al norte y me mudé.

Sí, me mudé precipitadamente a un barrio más humilde, donde esperaba que no me reconociera nadie, a un pequeño apartamento en un tercer piso sin ascensor de la calle Treinta y seis, entre la Octava y la Novena avenidas, en el barrio textil. Era una zona muy deprimida, uno de los numerosos focos de suciedad y hacinamiento de la ciudad, a unas pocas manzanas de la parte trasera de las estaciones Pensilvania y Macy. Me gustó bastante su voluminoso y descascarillado anonimato. A vosotros no se os ha perdido nada allí. Sería un derroche de energía; un barrio sin vecinos de los que merezca la pena hablar, sólo tiendas de impresión con offset agazapadas en imponentes fábricas de diez pisos donde largos tubos fluorescentes se quedan encendidos toda la noche y sale humo de ventanas opacas. Un lugar donde puedes conseguir que te arreglen una máquina de coser industrial en una hora, o tomar un desayuno grasiento por un dólar y medio. Donde hombres cansados empujan burros de blusas de lentejuelas sobre plataformas rodantes o amontonan en la acera cinco docenas de sillas de oficina envueltas en celofán. De noche no hay indicios de decadencia interesante o de intriga glamurosa, sólo sombras que deambulan y hablan entre dientes, y mucho trasiego en el hotel Barbadour a la vuelta de la esquina, uno de los pocos con habitaciones individuales que quedan en la ciudad. Gente triste, mugrienta; tipos con el inevitable palillo entre los dientes, flagelomaníacos. Ociosos y desposeídos. Mi edificio, en mitad de la manzana, daba a un aparcamiento donde una mujer con pantalones rojos y aspecto cansado hacía mamadas a oficinistas en el interior de su furgoneta a la hora del almuerzo. Cuando éstos salían al sol, se detenían para estirarse los pantalones, miraban a izquierda y derecha, y echaban a andar. A veces los hijos de la mujer jugaban fuera de la furgoneta mientras ella estaba dentro. La Novena avenida estaba provista de una lavandería, una charcutería y un quiosco, y ofrecía un encuentro diario con un puertorriqueño de brazos fornidos que aparecía todas las mañanas, con una taza de café White Castle en la mano y a menudo con un ojo morado, cantando borracho mientras hacía eses al sol.

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