Había hablado con Judith a primera hora de la tarde para decirle que la vería al día siguiente. Fue una de esas conversaciones conyugales llenas de irritación con mar de fondo. «Timothy te echa de menos —me había dicho—. Le habría encantado que estuvieras aquí».
Me había planteado decirle que iba a coger el vuelo anterior. Pero quería sorprenderla a ella, además de a Timothy. Llevaba cuatro días fuera de casa. Mi hijo cumplía ocho años, y él y sus amigos iban a ir a la bolera, después a un entrenamiento de los Knicks y por último a un restaurante del centro de la ciudad donde los camareros iban disfrazados de extraterrestres. Luego, saturados de tantos estímulos, se quedarían todos a dormir en casa. Y cuando abrí la puerta me encontré en el pasillo con el rastro de una manada de lobos: unas doce zapatillas de deporte desperdigadas por el suelo, una montaña de abrigos y gorros, un montón de bolsas de regalos y de despojos de categoría más refinada: gominolas, cartas de béisbol, golosinas aplastadas por zapatillas de deporte, dentaduras de vampiro de quita y pon, globos, cubiertos de plástico, serpentinas, pastel de chocolate e incluso dedos de goma de los que manaba sangre de goma. Con los niños uno aprende a interpretar el desorden doméstico y sus pautas como el forense que examina los restos de un avión estrellado. Judith, concluí, había acorralado a los niños en la habitación para que se acostaran y luego había pasado de limpiar detrás de ellos. Una mirada a nuestro dormitorio confirmó mi sospecha; allí estaba Judith, durmiendo agotada, sus pechos subiendo y bajando. (Casi no había dado de mamar a nuestro hijo y seguían siendo, como yo siempre decía, «la franquicia», lo que a ella le desagradaba tanto como la complacía, y lo que ambos sabíamos —e íbamos a saber de nuevo— que era exacto; a los treinta y cuatro años, sus pechos todavía tenían valor en el mercado; de hecho, más de lo que ninguno de los dos se había imaginado).
Cerré la puerta con suavidad —la noche que iba a terminar mi vieja vida— y me asomé a la habitación de nuestro hijo, donde había nueve niños apiñados unos sobre otros como cachorros dentro de sus sacos de dormir. Uno de ellos suspiró, o se movió, o se dirigió, en un susurro íntimo y en sueños, a un atleta profesional. Dejé la luz del pasillo encendida por si alguno buscaba el cuarto de baño (¿quién ha olvidado la caliente vergüenza de la orina, el rozamiento del pijama que te aprieta las ingles?) y entré en nuestra nueva cocina, que había costado casi cien mil dólares, y recogí varios platos y trozos de un mantel de papel roto. El caos multicolor del apartamento hacía pensar nada menos que en el paso de un huracán por un pueblo costero, un huracán que deja tras de sí árboles pelados y furgonetas volcadas. No era de extrañar que Judith estuviera agotada.
En la encimera de nuestra cocina nueva, un mármol brasileño grisáceo con vetas de cuarzo violeta («¡Oh, parece que tenga dos dedos de grosor!», había exclamado nuestro diseñador ante la perspectiva de sacarnos aún más dinero), había una lista, mecanografiada por mi secretaria, de los nombres de cada niño, el de sus padres y/o padrastros y/o niñeras, y los números de teléfono (oficina, casa, móvil); además, mi mujer había anotado al lado del nombre de algunos niños la hora de recogida, las dosis de una medicación para la infección de oídos, etcétera. Bastante inocente en su intención, esa hoja de papel era muy reveladora desde el punto de vista sociológico. Allí estaban los hijos de algunos de los padres cuarentones o, en caso de segundas nupcias, cincuentones, más destacados de la ciudad, y de sus mujeres seguramente igual de destacadas. Todos los días aparecían en la prensa financiera local sus compañías y sus bancos. Citibank, Pfizer, IBM. Ese hecho no se me había pasado por alto. Nuestro hijo tenía a sus favoritos entre los niños de la clase, pero sus favoritos no se correspondían exactamente con los hijos de los padres cuya amistad quizá convenía cultivar Tal vez yo le había sugerido que invitara a unos cuantos niños, «para ser imparciales». ¿Tal vez? Por supuesto que lo había hecho.
Judith se había limitado a suspirar mientras contraponía el esfuerzo adicional y la hipocresía al coste de discutir conmigo. «Está bien», había dicho al final con una profunda exhalación, conociendo mis motivos. Ésa era parte de la razón por la que se había casado conmigo, ¿no? Para comer lo que yo cazara. Mientras tanto, nuestro hijo daba palmadas emocionado; era un niño generoso. De modo que la fiesta había pasado de cinco a ocho invitados. Y allí estaba la lista de todos, borrosa por culpa del zumo derramado y embadurnada de chocolate.
La puse a un lado y exploré la nevera. Un poco de pasta fría, paquetes de ocho natillas para los recreos de Timothy. Pero nada listo para comer para un hombre hambriento. Llamé al tailandés de comida para llevar que había a dos manzanas y pedí una bazofia grasienta y picante que llegó al cabo de quince minutos. El repartidor sonrió al recibir la propina, y a continuación Bill Wyeth, el vuestro y el mío, pasó los últimos minutos de su vieja vida cenando, viendo por la televisión los resultados deportivos, abriendo facturas y consultando su e-mail. Había algo reconfortante en esa multifuncionalidad, en ese satisfacer varias necesidades a la vez. Pero no era suficiente.
Bill Wyeth tiene otra necesidad, de modo que entra sin hacer ruido en el dormitorio para echar otro vistazo. Pero Judith está profundamente dormida, le huele un poco el aliento, tiene el brazo estirado sobre la sábana como si acabara de lanzar una granada de mano para impedir su avance. No es la clase de mujer a la que puedes despertar en mitad de la noche para saltar sobre ella. Judith necesita preparativos, vías de acceso y aceleración paulatina. Hicieron el amor poco antes de que él se fuera a San Francisco, pero de eso hace cinco noches, y él nunca hace uso del porno del hotel por miedo a que aparezca reflejado de algún modo en la factura del bufete. Cada clic, cada selección de canal, guardados para siempre, una secuencia de datos que arrastramos como el hilo de una araña. Había esperado que a ella le hubieran entrado ganas al verlo llegar pronto esa noche. Pero de eso nada. Necesita un alivio, una pequeña descarga en la oscuridad. Necesita algo que lo reconforte. Sólo un poco. Además, dormirá mejor, tendrá más energía al día siguiente para enfrentarse al trabajo que se habrá acumulado en su ausencia, para enfrentarse a Kirmer.
Judith se vuelve, se le mueven los pechos mientras deja escapar su húmedo aliento, y él la observa mientras se masajea, distraído, las ingles. ¿Se siente frustrado? Es difícil saberlo. Bill Wyeth ha alcanzado, desde el punto de vista sexual, la Edad de la Aceptación. Acepta el hecho de que es fiel a su mujer. Acepta su deseo de tirarse a un montón de mujeres jóvenes y otras cuantas no tan jóvenes que se cruzan en su camino. Acepta que no ocurrirá. Acepta que podría ocurrir si mintiera, si repusiera el dinero, si hiciera unos sutiles ajustes en su agenda. Acepta que últimamente su mujer se muestra poco motivada en la cama; «indiferente» sería un término clínico y al mismo tiempo educado. «Perezosa» sería incendiario pero cierto. Acepta el hecho de que la culpa podría ser de él, pero que tampoco tiene por qué serlo. Acepta la idea de que el matrimonio es el mejor entorno para traer hijos al mundo, aunque es muy duro para los padres. Acepta el hecho de que muchas, si no la mayoría de las mujeres que desea tirarse, están sin duda biográficamente magulladas, y que sus misteriosas neurosis se volverían rápidamente aburridas, y acepta el hecho de que, al fin y al cabo, Judith es una persona maravillosa y que tiene muchísima suerte de estar casado con ella. Por encima de todo, es una mujer entregada a su hijo, que todavía se siente culpable por no haberle dado de mamar, pero a quien no le causa ningún conflicto la inversión de tiempo y energía que exige la maternidad. Echó al traste su carrera para ser madre, y porque ella lo ha aceptado, él también lo hace. También ha encontrado su aceptación el hecho de que Judith —la dulce, encantadora, pechugona, nerviosa y buena de Judith— nunca haya llegado a comprender cuáles son exactamente las necesidades sexuales de él, a pesar de la paciente y serena descripción que él le ha ofrecido; y no se trata de una postura o un comportamiento explícitos, no, para nada (bueno, tal vez sí algún comportamiento), sino más bien de una especie de largueza emocional por parte de ella, una especie de generosidad persistente que él ha anhelado al parecer toda su vida y que sólo ha recibido muy pocas veces. Acepta que ella pueda desear a toda clase de hombres aparte de él, porque salta a la vista —sólo tienes que patearte las calles de Nueva York— que los seres humanos son de una variedad infinita. Probablemente ella piensa en otras mujeres, y seguro que le entra flojera en compañía de hombres mayores y poderosos con una buena mata de pelo canoso, y afirma que no le atraen los negros (pero lo ha repetido quizá demasiadas veces para que él se lo crea), y, de todas formas, él también lo acepta. Del mismo modo que acepta que ahí fuera, en el mundo real, no sólo en el delgado estrato de glaseado económico en el que él vive, la gente está follando, cardando, mamando, jodiendo, en todas las formas y tamaños, y metiéndose pollas, dedos, lenguas, manos, puños, juguetes, hortalizas, virus, etcétera. Y muchas veces se quedan satisfechos con tales actividades, pero muchas otras no. Acepta que hay mujeres que exigen que su hombre sea imberbe, y que hay hombres que esperan que su mujer levante pesas de ciento veinticinco kilos. Acepta que las lesbianas radicales se inyecten testosteronas que consiguen en el mercado negro y que los homosexuales roben pastillas de estrógeno a sus madres posmenopáusicas. Acepta las «clásicas» críticas feministas a los hombres, a la supremacía masculina, etcétera. Acepta el «házmelo» de la revisión feminista de tales críticas. Acepta el terror que sienten las mujeres ante la idea de que las violen, de que las violen de verdad, tapándoles la boca y rasgándoles la vagina. Acepta su propio deseo, intermitente y siempre desenchufado, de hacerlo él mismo. Acepta que en ciertos momentos, en la cama con Judith, está a punto de hacerlo. Acepta que son tonterías. Acepta que a veces a ella le encanta, le encanta, le encanta (¡la enérgica pasión de él!, ¡la sensación de indefensión!), y otras lo acepta sumisa como una tarea más que hay que sobrellevar, tan intrascendente como cambiar el rollo de papel higiénico. Acepta que los travestís que se anuncian en las últimas páginas del The Village Voice a menudo son más atractivos que las mujeres. Acepta que se ha preguntado qué se siente al hacer una mamada o al ser sodomizado. Acepta que nunca lo sabrá. Acepta que cada uno queremos, queremos muchísimas cosas, metros, kilómetros y continentes de cariño, sensaciones y descarga, y que la mayoría hacemos lo que podemos para conseguirlo, o para no conseguirlo, depende. Afrontamos la decepción, sublimamos, nos masturbamos, complementamos, fantaseamos, espolvoreamos con condimentos psicosexuales nuestras gachas. Y él acepta, sí, él lo acepta todo.
Y lo que mejor acepta, al menos en ese momento, es que su mujer duerme y no está disponible, por no decir que está mal dispuesta. No va a conseguir nada, esa noche no, y lo acepta, sí.
De modo que, con la boca todavía llena de comida tailandesa picante con frutos secos y pollo, vuelve a su despacho y hace zapping por los canales por cable, esperando ver tetas y culos. Se conformará con cualquier cosa. Los niveles de indecencia de la televisión aumentan rápidamente a partir de las doce de la noche, las cadenas están desesperadas por atraer a todo el que no ha sido enganchado aún por la cornucopia de internet. Cualquier cosa servirá. No es exigente. Es heterogéneo en sus gustos. ¡Es una minifurgoneta, no lo olvidéis! Se ha atiborrado de comida tailandesa, tiene grasa en las manos, la cara y la camisa, y se está toqueteando, qué importa si se mancha de grasa los pantalones, sólo hay que pillar el ritmo, de arriba abajo, de abajo arriba. Hace zapping por montones de canales con unos reflejos impecables, identificando el potencial masturbador de cada programa en tal vez un segundo antes de pasar al siguiente… Y ¡sí! Allí hay una especie de concierto de vacaciones de Semana Santa, chicas en biquini, tíos con sombrero haciendo girar platos de tocadiscos, las chicas untadas lascivamente de bronceador, blancas, negras, todas bailando, con las tetas zangoloteando, bueno, con eso es suficiente, no es exactamente pornografía pero es suficiente, ya pagará después, sólo quiere acabar de una vez, y se desabrocha el cinturón, notando un ligero ardor en la boca por la comida, y… oye pasos en el pasillo.
—¿Sí? —pregunta ansioso, sacándose la camisa por fuera de los pantalones para taparse la entrepierna.
—Tengo sed.
—Muy bien —dice él con cordialidad, aliviado porque nadie le ha visto.
Es uno de los niños, no sabe cuál, que se ha parado en el umbral parpadeando soñoliento, con un pijama arrugado y todavía caliente, una reproducción del uniforme del primer mariscal de campo de los Jets.
—Soy el padre de Tim. ¿Quieres beber algo?
—Sí, por favor.
El bueno de Bill Wyeth se levanta de un salto y va apresuradamente a la cocina para servir un vaso de leche al niño. ¿Desnatada? ¿Normal? Escoge la normal, que tendrá un poco más de consistencia en el estómago del niño y tal vez le ayudará a dormir mejor. Se apresura a salir de nuevo al pasillo. El niño está tan soñoliento que Bill tiene que ayudarle a sostener el vaso, grasiento por sus manos. El niño levanta el vaso despacio. Leche es precisamente lo que le apetece. Un niño encantador, de largas pestañas, con el pelo alborotado por la almohada. Se bebe hasta la última gota de leche, que le deja un bigote blanco en el labio superior.
—Gracias —dice, y vuelve a la habitación.
Bill lo sigue, pasa con cuidado por encima de los otros niños, lo ayuda a instalarse de nuevo en su saco de dormir y le da unas palmaditas paternales en la espalda.
Luego se retira a su despacho, cierra la puerta con llave y encuentra a sus putillas bailando en la televisión, y se masturba, utilizando la grasienta bandeja de cartón del restaurante tailandés como recipiente. Luego paga la media hora y aprovecha para hacer un donativo a un grupo verde que está luchando contra el calentamiento del globo. Los océanos crecen, los desiertos se extienden, el Apocalipsis está garantizado. Cuando termina, deja el vaso del niño en el lavaplatos y recoge la cocina. Eso pondrá contenta a Judith. Nunca está de más complacer a tu mujer. En un momento determinado está de rodillas, arrancando un chicle verde del suelo de pizarra, cuyo mantenimiento el diseñador insistió en que era de bajo coste. Acto seguido coge una bolsa de basura y la llena con los restos de la fiesta, avisos de facturas, folletos propagandísticos, la bandeja de doble función del tailandés y todo lo que encuentra, y lo deja caer por la rampa para la basura del edificio. Luego vuelve a asomarse al cuarto de los niños. Uno de ellos ronca fuerte con ruido de nariz tapada. Luego Bill Wyeth se desviste y se mete en la cama al lado de su mujer. En la punta del pene siente restos de humedad, el cosquilleo de un recuerdo adherido, como si él y Judith acabaran de hacer el amor. Cambia de postura, se hunde en el colchón, relaja las articulaciones y exhala, aparta de sí las preocupaciones del trabajo que crecen rápidamente como frondas en los muros del sueño. No ha hecho nada malo, es un hombre honrado y leal. Paga sus impuestos y no se sienta en los asientos del metro reservados para los minusválidos. Se ha ganado un descanso, y, mientras se entrega al sueño, siente algo muy cercano a la felicidad. Bill Wyeth está a salvo.