Havana Room (3 page)

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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

BOOK: Havana Room
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* * *

A la mañana siguiente los niños entraron corriendo en el comedor, uno detrás de otro. Judith, que se había levantado pronto, había colocado en el centro de la mesa unas diez marcas diferentes de cereales.

—¿Se ha levantado Wilson? —preguntó al cabo de unos minutos.

—Está dormido —respondió nuestro hijo, mientras leía el lateral de una de las cajas de cereales.

Judith salió de la cocina. Yo volví a concentrarme en el periódico.

—¿Bill? —llegó su voz del pasillo—. Ven.

No me preocupé hasta que vi a Judith arrodillada al lado del chico a quien yo había dado leche. Le frotaba con suavidad la espalda, tratando de despertarlo.

—Wilson —dijo ella—. Wilson, cariño. —Dejó de frotarle la espalda y esperó a que reaccionara, a que se moviera. No pasó nada—. ¿Wilson? El desayuno está preparado —canturreó.

—No me gusta la postura en que está tumbado —dije.

—¿Wilson? —intentó de nuevo Judith.

Pensé que el niño tenía la cara extrañamente hinchada, los dedos blancos.

—¿Wilson? ¿Wilson? —Judith se volvió hacia mí—. ¡No puedo despertarlo!

Yo tampoco pude. Me arrodillé y lo zarandeé. Estaba frío, la cabeza le colgaba sin fuerzas.

—¡Hay que llamar a una ambulancia!

Judith se acercó corriendo al teléfono mientras yo colocaba a Wilson de lado y veía cómo le salía de la boca un poco de vómito mezclado con trozos de pizza. Tenía un ojo casi cerrado, dejando ver sólo una rendija blanca; el otro estaba clavado en un poster del gran torpedero Derek Jeter. Los párpados de ambos ojos estaban secos. El niño parecía muerto. Pero no podía estarlo. Me sentí ardiendo, estúpido, con náuseas.

Mi mujer volvió y cerró la puerta tras de sí, con el teléfono al oído.

—Tenemos un problema —anunció, tratando de no perder la calma—, necesitamos una ambulancia… Tenemos a un niño de ocho años que no respira… ¿Qué? ¡No lo sé! ¡Acabamos de despertarlo! No, no, hemos intentado despertarlo, pero no hemos podido. Oh, vamos, no sé cuánto tiempo hace… —Y luego nuestra dirección y el número de teléfono—. ¡Dense prisa, por favor!

—Anoche estaba bien.

Se abrió la puerta. Timothy asomó la cabeza con expresión asustada.

—¿Mamá?

—Quiero que cierres la puerta, Timmy.

—Mamá.

—Haz lo que te digo.

Timothy me miró.

—Los otros niños…

—Cierra… la puerta —gruñó Judith.

Él obedeció. Hacía lo que decía su madre y seguiría haciéndolo en el futuro. Judith se arrodilló al lado de Wilson.

—¿Qué has dicho? ¿Que estaba bien?

—Sí.

—¿Miraste a todos los niños?

—Wilson se despertó.

—¿Qué hiciste? —En la voz de Judith se torció algo.

—Le di un vaso de leche y lo acosté.

Ella pareció buscar a su alrededor, levantando las almohadas y los sacos de dormir de los otros niños.

—¿No le darías mantequilla de cacahuete?

—Le di leche —repetí.

Judith sacudió la cabeza con violencia, llena de cólera o frustración.

—Es alérgico a los cacahuetes, algo serio. —Cogió la mochila de Wilson y sacó, fuera de sí, unos calzoncillos con insignias de los Jet, una camisa limpia y unos calcetines—. Su madre me hizo jurar que no le daría nada que tuviera cacahuetes. Ni una pizca. Ni una molécula. Provoca una reacción en cadena en su sistema inmunológico. Tuvo que llamar con antelación al restaurante para explicarlo, y él lleva un inyectable en su mochila, por si acaso. —Miró el reloj—. Es demasiado tarde, es… ¡Tiré toda la mantequilla de cacahuete que había en la casa, por si acaso! ¡Tiré los huevos y los anacardos! ¡Examiné las golosinas una por una!

—Judith, le di leche.

Ella abrió la cremallera del saco de dormir del niño y encontró una caja de plástico en la que se leía: «inyección de epinefrina; usar sólo en caso de emergencia anafiláctica».

—¡Está vacía! —gritó. Abrió más el saco. Al lado de la mano sin vida del niño había un dispositivo inyector de plástico amarillo con una aguja corta insertada en él—. ¡Aquí está! —exclamó—. Él trató de… él lo sabía… ¡lo sabía! —Llorando, se inclinó para besar al niño, como si intentara devolverle la vida—. Oh, Dios mío, lo prometí… le prometí a su madre… —Levantó la vista y se enfrentó con fiereza a mí—. ¿Había algo más en el vaso?

—¿Cómo qué?

—¡Como mantequilla de cacahuete!

—No. Tal vez tenía los dedos un poco grasientos de la cena.

—¿Qué cenaste?

—Encargué un poco de comida tailandesa, cariño, no…

—¡Oh, Dios! —Judith se levantó rápidamente, con la mano en la boca.

Salió corriendo de la habitación, horrorizada, y mientras nuestras vidas se desmoronaban minuto a minuto —la llegada de los médicos de urgencias, la policía, la llamada a los padres de Wilson, los demás niños, ahora traumatizados, llorando o hablando nerviosos, la recuperación del vaso asesino vacío, con aceite de cacahuete todavía en el borde, desprendiendo todavía la esencia intensificada de los cacahuetes, la llegada de los demás padres—, mientras todo lo que habíamos conocido se hundía en el olvido, no pude evitar recordar ese vaso de leche, el frío cristal cubierto de gotas de condensación, la superficie de la leche curvada hacia arriba al inclinarse el vaso, la satisfactoria encarnación del amor líquido al alcance de la mano, amplio y lleno, seguro y limpio. ¿Quién lo hubiera creído, quién hubiera creído que yo, Bill Wyeth, hombre-minifurgoneta, cumplidor, contribuyente, respetable socio de un bufete de renombre, mataría a un niño de ocho años con un vaso de leche?

Luego recordé que Wilson era uno de los niños que yo había insistido en invitar porque su padre era Wilson Doan, socio directivo de uno de los principales bancos de inversión de la ciudad y uno de los clientes más importantes de mi bufete, con sucursales en ciento veintiséis países. Su hijo había muerto asfixiado por mi ambición; en realidad era posible verlo así.

* * *

Y una hora después Wilson Doan padre se plantó frente a mí en el pasillo del New York Hospital; su único hijo, del mismo nombre, inmóvil e inerte para siempre. Era un hombre corpulento y de aspecto extraño, con un abrigo negro. Su mujer había entrado en el hospital gritando, y cuando las enfermeras le habían explicado que su hijo no estaba en la sala de urgencias, que estaba «en el piso de abajo», se había desplomado en el suelo, aullando de dolor y retorciéndose a medida que la esperanza abandonaba su cuerpo. Wilson Doan lo había visto. Peor aún, me había visto verlo. Con su mujer sedada, se llevó sus peludos puños a las caderas y me miró directamente a la cara, y recordé que le había estrechado una vez la mano, hacía años, tal vez en alguna función del día de los Padres del colegio de nuestros hijos.

—Dicen que le dio usted un vaso de leche con restos de aceite de cacahuete.

—Sí —respondí.

Wilson Doan era un hombre corpulento, pero el rasgo más llamativo eran sus ojos; ligeramente estrábicos, y uno más alto y más grande que el otro, conferían a su cara una complejidad inquietante: la mitad de su expresión era pública y agresiva; la otra mitad, privada y distante en su escrutinio, con el ojo más pequeño frío y reacio a comprometerse. Probablemente ése era el secreto de su éxito.

—Le dimos a su mujer instrucciones explícitas.

—Sí. Y ella las siguió.

—¿Y usted no?

—No sabía nada.

—¿Por qué no?

—Judith no me lo dijo.

—¿Por qué no?

—No esperaba que fuera a casa.

Él no dijo nada, clavando sus ojos asesinos en mí.

—Volví a casa en plan sorpresa —añadí—. Para estar con mi familia.

—Entiendo.

Se esforzaba por mantener una apariencia cordial, pero me di cuenta de que se moría por pegarme, por golpearme con los puños hasta romperme todos los huesos o hasta que, al cabo de años, se extinguiera toda su rabia. Y yo quería que lo hiciera. Lo deseaba. Quería librarme de mi sentimiento de culpabilidad; quería sentir la intimidad de sus puños calientes sobre mí, porque al causarme dolor sería partícipe del suyo, y él lo sabría. Podría haberme golpeado y dado patadas mucho rato, y yo habría recibido de buen grado la paliza como una lluvia cálida y purificante.

Pero en lugar de eso nos quedamos allí, tensos, él odiándome, y yo temiendo su odio. Los dos vestidos con ropa de idéntica calidad, estiló y procedencia; dos hombres con mujer, casa de propiedad, reputación, secretarias, orejas cada vez más largas, cartera de acciones y padres ancianos. Él sabía demasiado sobre mí para golpearme. Si me golpeaba, se golpearía a sí mismo, o a la idea de sí mismo, porque éramos intercambiables, y el destino, lo que nos había sucedido, era reversible en un instante. Mi hijo, su grasiento vaso de leche. Él sabía que él podría haber hecho lo mismo.

Pero si Wilson Doan padre no me atacó entonces fue por otra razón. No le habría favorecido. Podría haberse interpretado como una conducta indecorosa. Después de todo, era banquero. Si no era capaz de controlar sus emociones en público, ¿qué ocurriría en privado? La gente hablaría. (Siempre lo hacía). El
Daily News
podría publicar la noticia. Y eso era perjudicial para los negocios. Pero su contención me aterrorizó aún más, porque sabía que ese impulso tendría que descargarse algún día, en alguna parte, y que cuanto más tardara Wilson Doan en reaccionar, cuanto más lejana y postergada fuera la detonación, peor sería para mí. Cada minuto que me odiara sin obtener satisfacción sería otro minuto más para armarse de resolución y perfeccionar sus estratagemas. Sin duda también él lo entendió así cuando se contuvo, prometiéndose a sí mismo que el castigo final superaría con creces la simple paliza. Y lo superó.

Ahora me pregunto qué le movió a actuar de ese modo. ¿Fue por previsión maliciosa o por intuición natural? ¿O ambas cosas, una cólera ambigua recurrente que se resolvió en claros momentos de satisfacción alegremente amarga? No lo sé. Nunca se lo he preguntado. Lo que es evidente, sin embargo, es que Wilson Doan me destruyó. Pieza a pieza, kilo a kilo, dólar a dólar. Y al final, aunque no quedó gran cosa de mí, el resultado no fue desproporcionado con respecto a la intención, porque la intención era poderosa; el dolor de él, infinito.

* * *

A la gente le resulta difícil estar con un hombre que ha matado a un niño de ocho años. ¿Acaso no es normal? Aunque sepan que fue un «accidente insólito, uno entre un millón», se preguntan por qué su mujer no le comentó lo de la alergia a los cacahuetes, que bastaba con una sola molécula. ¿O se lo dijo y a él se le olvidó? Después de todo, los maridos siempre olvidan esa clase de cosas. Hasta yo empecé a preguntarme si Judith me lo había dicho. Podría haberío hecho cuando hablé con ella por teléfono desde San Francisco. Pero no lo hizo. Estaba casi seguro. Por otra parte, estaba cansado y tenía mil cosas en la cabeza. ¿Y si me lo dijo sin darle mayor importancia? Ella nunca afirmó haberlo hecho, pero ¿y si no se acordaba? ¿Cómo iba a olvidarse alguien de una frase como «una reacción en cadena en el sistema inmunológico»? ¿Acaso no sabe todo el mundo que la comida tailandesa a menudo contiene aceite de cacahuete? (Del artículo sobre la muerte de Wilson Doan hijo, en la sección de sucesos del Times se dice: «Varios dueños de restaurantes tailandeses entrevistados confirmaron que utilizan aceite de cacahuete en muchos de sus platos, y todos declararon que pronto incluirían en sus cartas un descargo de responsabilidad, en un intento por evitar esa enfermedad cada vez más extendida y en ocasiones tan grave»). Tal vez él había estado bebiendo, se decía la gente. Eso lo explicaría. O tal vez él y su mujer habían discutido. Cualquier cosa era posible. ¿Y cómo no había oído yo al niño? Después de todo, ¡se estaba asfixiando! Debió de emitir algún ruido, ¿no? ¿No había oído nada? Tal vez estaban haciendo el amor y por eso no lo habían oído. La mujer todavía tenía muy buena percha, pensarían los hombres entornando los ojos con voraz perspicacia. O a lo mejor yo, el asesino, estaba tumbado de espaldas en la cama con una aguja de heroína vacía colgada del brazo. (Un número sorprendentemente elevado de abogados son heroinómanos). Tal vez me arrancaba los pelillos de la nariz escuchando a Louis Armstrong. Lo mismo daba. La muerte del pequeño Wilson Doan ocurrió mientras yo estaba de guardia, en
loco parentis
. Yo era el responsable. Bill Wyeth, lo hiciste tú. Sí, tú eres el malo de la película. Sí, lo hiciste tú, cabrón. Sí, yo y nadie más que yo.

Y lo sentía mucho, lo sentía muchísimo, aunque eso tampoco importaba. Imaginé a la madre del pequeño Wilson Doan mirando desconsolada su desayuno. Tostadas, huevos fríos. Decían que se había sumido en una grave depresión. Estaba adelgazando y perdiendo el sentido de la realidad. Dentro de unos años los padres podrían donar a los hijos que perdieran, y la sociedad lo aprobaría y les permitiría hacerlo. Pero aún no. Los Doan tal vez tendrían más hijos, pero por muchos que tuvieran, siempre habría un dolor sordo y continuo que lo ensombrecería todo. Bastaba con que me imaginara perder a Timothy para hacerme cargo de su sufrimiento. Había destrozado un montón de vidas: no había leído la lista de instrucciones de cada niño, había buscado saciarme con comida tailandesa y chicas bailoteando, y no había estado todo lo vigilante que debía. Eso es lo que me dije. Idiota, mira lo que has hecho. Tú y tus estúpidas horas facturables, tus planes de jubilación y tu problema de encías. Has demostrado ser un payaso, no, un monstruo-payaso. No importaba si lo absurdo superaba lo improbable. No existen los accidentes absolutos. No hay efecto sin causa. Lo hiciste tú. Tú sugeriste que invitaran al niño. Mereces morir en su lugar. Pero ni puedes ni debes hacerlo; tienes una familia de la que ocuparte.

Sí, a la gente le resulta difícil. No quiere que te acerques a sus hijos. No quiere el estigma, la mácula. Los mejores sonríen inexpresivos y buscan excusas. Los peores sienten cierta curiosidad antropológica y te examinan buscando pruebas de culpabilidad: que hagas rechinar los dientes tal vez, que presentes síntomas repentinos del síndrome de Tourette, que comas cristales o lleves alrededor del cuello un neumático en llamas. Pero si estás tratando de vivir algo parecido a un día normal, si todavía tienes responsabilidades, como comprar manzanas, pagar la factura de la luz y dar un beso de buenas noches a tu hijo («Todo se va a arreglar, pequeño, te lo prometo…»), entonces estás saliendo adelante, lo estás llevando lo mejor posible. Y ellos, los que estudian lo apretado que llevas el nudo de la corbata, desaprueban lo que ven. Te ven suspirar y dicen: «Vamos a tener que tomar cartas en el asunto». Lo desaprueban porque es poco claro. Porque ha quedado impune. Quieren saber si hay «repercusiones legales». Qué importa si fue un accidente, si un pedazo de uña de Dios cayó donde no debía. Estamos en Estados Unidos, donde si no te condenan, te demandan. O. J. Simpson se libró de ir a la cárcel (a pesar de haber decapitado a su mujer), pero lograron demandarlo. Quieren saber cómo está «afectando al matrimonio». ¿Cómo creéis que está afectando?, quiero gritar. Pero no lo hago. Nos estamos muriendo.

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