—Me atrevería a decir que es un tanto vieja para eso, ¿no crees? —observó Farad’n.
—Con una Bene Gesserit no hay nada seguro —dijo Tyekanik.
Farad’n experimentó un estremecimiento de excitación mezclada con miedo. Jugar aquel juego de devolver a la Casa de los Corrino el alto sitial de poder que le había sido arrebatado lo atraía y lo repelía al mismo tiempo. Qué atractiva seguía siendo la posibilidad de retirarse de aquel juego y enfrascarse en sus ocupaciones preferidas… la investigación histórica y el aprendizaje de sus principales deberes para reinar aquí, en Salusa Secundus. La restauración de sus fuerzas Sardaukar ya era una gran tarea en sí misma… y Tyek era un valioso instrumento para esta misión. Después de todo, incluso un solo planeta creaba una enorme responsabilidad. Pero el Imperio representaba una responsabilidad aún mucho mayor, muchísimo más atractiva como instrumento de poder. Y cuanto más leía acerca de Muad’Dib/Paul Atreides, más fascinado se sentía con las posibilidades de uso del poder. Como cabeza titular de la Casa de los Corrino, heredero de Shaddam IV, ¡qué gran logro sería devolver a su estirpe el Trono del León! Deseaba hacerlo. Lo deseaba realmente. Farad’n había descubierto que, repitiéndose aquella tentadora letanía varias veces, conseguía superar todas sus momentáneas dudas.
Tyekanik estaba hablando:
—… y, por supuesto, la Bene Gesserit enseña que la paz alienta la agresión, con lo cual enciende la mecha de la guerra. La paradoja de…
—¿Cómo hemos llegado a este tema? —preguntó Farad’n, apartando su atención de la arena de las especulaciones.
—Bueno —dijo Wensicia suavemente, habiendo notado la expresión distraída del rostro de su hijo—, yo simplemente he preguntado si Tyek estaba familiarizado con la filosofía básica que está tras la Hermandad.
—A la filosofía habría que aproximarse con irreverencia —dijo Farad’n, girándose para hacer frente a Tyekanik—. Con respecto a la oferta de Idaho, pienso que deberíamos investigar más. Cuando pensamos que conocemos algo es precisamente cuando debemos mirar más profundamente dentro de ello.
—Así será hecho —dijo Tyekanik. Le gustaba aquella cautela en Farad’n, pero deseaba que no se extendiera a aquellas decisiones militares que requerían rapidez y precisión.
Con un tono en apariencia irrelevante, Farad’n preguntó:
—¿Sabes qué es lo que considero más interesante de la historia de Arrakis? Esa costumbre de los Fremen, en los tiempos primitivos, de matar a la vista a cualquiera que no fuera enfundado en un destiltraje con su capucha convenientemente enfundada, ambas prendas fácilmente visibles desde la distancia.
—¿A qué se debe vuestra fascinación por el destiltraje? —preguntó Tyekanik.
—Lo has notado, ¿eh?
—¿Cómo no podría notarlo? —preguntó Wensicia.
Farad’n lanzó una irritada mirada a su madre. ¿Por qué lo interrumpía de aquel modo? Volvió su atención a Tyekanik.
—El destiltraje es la clave del carácter de ese planeta, Tyek. Es la marca de fábrica de Dune. La gente tiende a concentrarse en las características físicas: el destiltraje conserva la humedad del cuerpo, la recicla, y hace posible la existencia de un tal planeta. ¿Sabes? La costumbre Fremen era poseer un solo destiltraje para cada miembro de la familia,
excepto
para los recolectores de alimento. Estos tenían recambios. Pero observad bien los dos, por favor —hizo un gesto para abarcar a su madre—, cómo las prendas que se parecen a los destiltrajes, aunque realmente no lo son, han empezado a ponerse de moda en todo el Imperio. Es una característica dominante de todos los seres humanos copiar al conquistador.
—¿Realmente creéis que esta información posee algún valor? —preguntó Tyekanik, en tono perplejo.
—Tyek, Tyek… sin tales informaciones, uno no puede gobernar. He dicho que el destiltraje era la clave de su carácter, ¡y lo es! Es algo conservador. Y los errores que cometan los Fremen serán siempre errores conservadores.
Tyekanik miró a Wensicia, que estaba mirando a su hijo con el ceño fruncido. Aquella característica de Farad’n atraía y preocupaba al mismo tiempo al Bashar. Era tan poco propia del viejo Shaddam. Este había sido esencialmente un Sardaukar: una militar máquina de matar con pocas inhibiciones. Pero Shaddam había caído frente a los Atreides al mando de aquel maldito Paul. Por supuesto, lo que había leído acerca de Paul Atreides revelaba exactamente las características que ahora estaba enumerando Farad’n. Era posible que Farad’n hubiera vacilado menos que un Atreides ante las más brutales necesidades, pero su adiestramiento era también Sardaukar.
—Muchos han gobernado sin usar este tipo de información —dijo Tyekanik.
Farad’n simplemente se lo quedó mirando unos instantes. Luego dijo:
—Gobernado y fracasado.
La boca de Tyekanik se convirtió en una delgada línea ante aquella obvia alusión al fracaso de Shaddam. Había sido también un fracaso Sardaukar, y a ningún Sardaukar le era fácil recordarlo.
Habiendo demostrado lo que quería, Farad’n dijo:
—Ya ves, Tyek, que la influencia de un planeta sobre el inconsciente colectivo de sus habitantes nunca ha sido apreciado tal como merecía. Para vencer a los Atreides debemos comprender no sólo Caladan sino Arrakis: un planeta blando y el otro un campo de adiestramiento para las más duras decisiones. Esta unión entre los Atreides y los Fremen fue un acontecimiento único. Debemos saber cómo se produjo o de otro modo no seremos capaces de combatirlo, y ya no digo vencerlo.
—¿Qué tiene que ver todo esto con la oferta de Idaho? —preguntó Wensicia.
Farad’n miró compasivamente a su madre.
—Estamos iniciando su fracaso con las formas de tensión que estamos introduciendo en su sociedad. Este es un muy potente instrumento: la tensión. Y su ausencia es también muy importante. ¿No habéis notado cómo los Atreides han ayudado a que las cosas sean cada vez más suaves y fáciles allí?
Tyekanik se permitió un breve gesto de asentimiento. Aquel era un buen tanto. Los Sardaukar no podían permitirse ser blandos. Pero la oferta de Idaho seguía preocupándole.
—Quizá seria mejor rechazar la oferta —dijo.
—Todavía no —dijo Wensicia—. Tenemos un espectro de posibilidades abierto ante nosotros. Nuestra tarea es identificar qué amplitud del espectro podemos abarcar. Mi hijo tiene razón: necesitamos más información.
Farad’n la miró, midiendo sus intenciones más allá del significado superficial de sus palabras.
—¿Pero podremos saber cuándo habremos superado el punto a partir del cual ya no hay elección alternativa? —preguntó.
Tyekanik emitió una ácida risita.
—Si deseáis mi opinión, hace ya mucho que hemos pasado el punto de no retorno.
Farad’n echó la cabeza hacia atrás y lanzó una risotada.
—¡Pero seguimos teniendo elecciones alternativas, Tyek! Lo más importante que debemos reconocer es el momento en que lleguemos al final de nuestra cuerda!
En esta época en la que las medios de transporte de seres humanos incluyen artilugios que pueden atravesar las profundidades del espacio en el transtiempo, y otros artilugios que pueden transferir instantáneamente a las hombres a través de virtualmente inatravesables superficies planetarias, parece extraño pensar en interminables viajes realizados a pie. Sin embargo, este sigue siendo el medio primario de viajar en Arrakis, un hecho parcialmente atribuido a una preferencia generalizada y parcialmente al brutal tratamiento que este planeta reserva a cualquier artilugio mecánico. En las duras condiciones de Arrakis, la carne humana resulta ser el más durable y confiable elemento para el Hajj. Quizás es la implícita consciencia de este hecho lo que hace de Arrakis el supremo espejo del alma.
Manual del Hajj
Lentamente, cautelosamente, Ghanima regresó al Tabr, escudándose en las más profundas sombras de las dunas, agazapándose en la oscuridad cuando las partidas de búsqueda pasaban muy cerca de ella. Una terrible consciencia la inundó: el gusano que había dado cuenta de los tigres y del cuerpo de Leto, los peligros que había que afrontar. Leto ya no existía; su gemelo ya no existía. Echó a un lado todas las lágrimas y aumentó su rabia. En aquello era pura Fremen. Y fue consciente de ello, y se recreó en ello.
Comprendió lo que se decía acerca de los Fremen. Se suponía que no tenían conciencia, que la habían perdido en el fuego de la venganza contra aquellos que les habían hecho huir de planeta en planeta en su larga peregrinación. Aquello era una estupidez, por supuesto. Sólo los bárbaros más primitivos no tienen conciencia. Los Fremen poseían una conciencia altamente evolucionada, centrada en su propia supervivencia como pueblo. Tan sólo los extranjeros venidos de otros planetas podían considerarlos embrutecidos… al igual que los extranjeros venidos de otros planetas les parecían unos embrutecidos a los Fremen. Cada Fremen sabía muy bien que podía llevar a cabo un hecho brutal sin sentirse culpable por ello. Los Fremen no sentían ninguna culpabilidad por cosas que hubieran hecho estremecer las conciencias de otros. Sus rituales los liberaban de la culpabilidad, que de otro modo hubiera terminado destruyéndoles. Sabían en lo más profundo de su conciencia que cualquier transgresión podía ser atribuida, al menos en parte, a circunstancias atenuantes muy bien definidas: «falta de autoridad», o «una tendencia
natural
hacia el mal», compartida con todos los seres humanos, o una «mala fortuna» que cualquier criatura racional era capaz de identificar como una colisión entre la carne mortal y el caos exterior del universo.
En aquel contexto, Ghanima se sintió pura Fremen, una extensión cuidadosamente preparada de la brutalidad tribal.
Necesitaba tan sólo un blanco… y éste, obviamente, era la Casa de los Corrino. Ardía en deseos de ver la sangre de Farad’n derramándose en el suelo a sus pies.
Ningún enemigo la aguardaba en el qanat. Incluso las partidas de búsqueda habían ido hacia otros lugares. Cruzó el agua por encima de un puente de tierra, se arrastró través de la alta hierba hacia la salida oculta del sietch. Una brusca luz brilló ante ella, y Ghanima se echó de bruces al suelo. Miró hacia adelante a través de los tallos de alfalfa gigante. Una mujer había entrado por el acceso oculto del exterior, y alguien había recordado que había que preparar aquel acceso tal como debía ser preparada cualquier entrada del sietch. En los tiempos difíciles, cualquiera era recibido a la entrada del sietch con una deslumbrante luz que le cegaba temporalmente, el tiempo necesario para permitir a los guardias decidir. Pero tal acogida no había significado nunca que los chorros de luz surgieran libremente al desierto. La luz visible significaba que alguien había dejado abiertos los sellos exteriores.
Ghanima sintió una profunda amargura ante aquella traición a la seguridad del sietch, aquel violento chorro de luz. La blandura de los nuevos Fremen se había infiltrado por todas partes.
La luz continuó bailando en el exterior hasta la base de las rocas. Una mujer joven salió corriendo de la oscuridad de las plantaciones hacia la luz, con movimientos aparentemente temerosos. Ghanima pudo ver el brillante círculo de un globo en el interior del acceso, con un halo de insectos a su alrededor. La luz iluminaba dos oscuras sombras en el interior del acceso: un hombre y una muchacha. Estaban cogidos de la mano y se miraban mutuamente a los ojos.
Ghanima notó algo equívoco en aquel hombre y aquella mujer. No eran tan sólo dos enamorados buscando un momento de respiro en mitad de la búsqueda. La luz permanecía suspendida por encima y detrás de ellos en el pasadizo que se adentraba en el sietch. Estaban hablando, dos siluetas proyectándose hacia la noche en un cerco de luz, visibles para cualquiera que espiara desde fuera sus movimientos. El hombre liberaba ocasionalmente una mano. La mano trazaba un arco en la luz, un seco y furtivo movimiento que, una vez completado, regresaba a las sombras.
Los aislados rumores de las criaturas nocturnas llenaban la oscuridad en torno a Ghanima, pero ella apartó enérgicamente tales distracciones.
¿Qué ocurría con aquellos dos?
Los movimientos del hombre eran tan estáticos, tan cautelosos.
El hombre se giró. El reflejo de las ropas de la mujer lo iluminaron, exponiendo un rostro rojo y blando con una enorme nariz llena de granos. Ghanima inspiró profunda y silenciosamente al reconocerlo.
¡Palimbasha!
Era uno de los nietos de un Naib cuyos hijos habían caído al servicio de los Atreides. El rostro —y otra cosa revelada por un abrir de sus ropas al girarse— le dieron a Ghanima un cuadro completo de la situación. Bajo la ropa llevaba un cinturón, y sujeto al cinturón había una caja que brillaba con mandos y diales. Era un instrumento de los tleilaxu o de los ixianos, sin la menor duda. Era el transmisor que había desencadenado a los tigres. Palimbasha. Aquello significaba que otra familia de Naibs se había pasado a la Casa de los Corrino.
¿Quién era aquella mujer, entonces? No tenía importancia. Era tan sólo alguien a quien Palimbasha había utilizado.
Espontáneamente, un pensamiento Bene Gesserit surgió en la mente de Ghanima:
Cada planeta tiene su propio período, como la vida misma.
Recordó bien a Palimbasha, mientras lo observaba allí con aquella mujer, viendo el transmisor, los furtivos movimientos. Palimbasha enseñaba en la escuela del sietch. Matemáticas. Como matemático era un patán. Había intentado explicar a Muad’Dib a través de las matemáticas hasta que fue censurado por los Sacerdotes. Era un esclavista mental, y su proceso de esclavitud era extremadamente simple de comprender: transfería el conocimiento técnico sin transferir los valores.
Debería haber sospechado antes de él
, pensó Ghanima.
Todas las señales estaban ahí.
Luego, con un ácido ardor en el estómago:
¡Él ha matado a mi hermano!
Se esforzó en permanecer tranquila. Palimbasha podía matarla a ella también, si intentaba penetrar por aquel acceso oculto. Entonces comprendió la razón de aquel tan poco Fremen derroche de luz que traicionaba la entrada secreta. Estaban comprobando por medio de aquella luz si alguna de sus víctimas había conseguido escapar. Debía ser un terrible tiempo de espera para ellos, sin saber lo que ha ocurrido. Y ahora que Ghanima había visto el transmisor pudo explicarse algunos de los gestos de su mano. Palimbasha estaba pulsando uno de los mandos del transmisor con mucha frecuencia, en un gesto rabioso.