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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Hijos de Dune (38 page)

BOOK: Hijos de Dune
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Los informes de su muerte estaban en la biblioteca. El Sardaukar que lo había matado había alabado su valor: diecinueve de sus compañeros habían sido eliminados por Idaho antes de que él consiguiera abatirle. ¡Diecinueve Sardaukar! Realmente había valido la pena enviar su carne a los tanques regeneradores. Pero los tleilaxu habían hecho de él un mentat. Qué extraña criatura vivía en aquella carne revivida. ¿Qué se experimentaba siendo una computadora humana añadida a todos sus demás talentos?

¿Por qué ha intentado matarse?

Farad’n sabia cuales eran sus propios talentos, y se hacía pocas ilusiones con respecto a ellos. Era un historiador-arqueólogo y un juez de hombres. La necesidad lo había obligado a convertirse en un experto en juzgar a todos aquellos que le habían servido… la necesidad y un cuidadoso estudio de los Atreides. Sabía que este era el precio exigido siempre a la aristocracia. Gobernar exigía cuidadosos e incisivos juicios sobre aquellos que recibían tu poder. Más de un gobernante había caído bajo los errores y excesos de sus subordinados.

Un cuidadoso estudio de los Atreides había revelado un talento soberbio en elegir a los servidores. Sabían cómo mantener su lealtad, cómo conservar un sutil control sobre el ardor de sus guerreros.

Idaho no estaba actuando de acuerdo con su carácter.

¿Por qué?

Farad’n entrecerró los ojos, intentando ver más allá de la piel de aquel hombre. Había una sensación de durabilidad en Idaho, un sentimiento de que no podía ser desgastado. Daba la impresión de ser autosuficiente, un conjunto organizado y firmemente integrado. Los tanques tleilaxu habían puesto en movimiento algo que era más que humano. Farad’n lo sentía. Había un movimiento que se autorrenovaba en aquel hombre, como si actuara de acuerdo con leyes inmutables, comenzando de nuevo a cada final. Se movía a lo largo de una órbita fija con una inercia parecida a la de un planeta alrededor de una estrella. Respondería a cualquier presión sin despedazarse… tan sólo alterando levemente su órbita pero sin cambiar ninguna de sus coordenadas básicas.

¿Por qué se cortó la vena?

Fuera cual fuese su motivo, lo había hecho por los Atreides, por su Casa gobernante.

Por alguna razón cree que mi posesión de Dama Jessica aquí fortalece a los Atreides.

Y Farad’n se recordó:
Es un mentat quien piensa esto.

Aquello daba a su pensamiento una profundidad adicional. Los mentats cometían errores, pero no muy a menudo.

Habiendo llegado a esta conclusión, Farad’n estuvo a punto de llamar a sus ayudantes y ordenarles que Dama Jessica fuera echada inmediatamente de allí junto con Idaho. Se contuvo a punto casi de dar la orden, luego renunció.

Aquellas dos personas: el ghola-mentat y la bruja Bene Gesserit, seguían siendo dos oponentes cuya función seguía permaneciendo incógnita en aquel juego de poder. Idaho debía ser enviado inmediatamente, ya que seguramente iba a causar problemas en Arrakis. Jessica debía seguir siendo mantenida aquí, para poder drenar su extraño conocimiento en beneficio de la Casa de los Corrino.

Farad’n sabía que su juego era sutil y peligroso. Pero se había preparado para esta posibilidad durante años, desde el momento en que se había dado cuenta de que era más inteligente, más sensitivo que todos aquellos que lo rodeaban. Había sido un estremecedor descubrimiento para un niño, y la biblioteca se había convertido en su único refugio, al igual que en su único maestro.

Sin embargo las dudas seguían atormentándole, y se preguntaba si estaba realmente a la altura de aquel juego. Había alejado a su madre, perdiendo así sus consejos, pero las decisiones de Wensicia habían sido siempre peligrosas para él. ¡Tigres! Su adiestramiento había sido una atrocidad, y su uso una estupidez. ¡Qué fácil había sido seguir sus huellas! Wensicia debía estarle agradecido de que tan sólo la hubiera enviado al exilio. El consejo de Dama Jessica había encajado en este caso con sus necesidades con una admirable precisión. Tenía que conseguir que se divulgara aquel modo de pensar de los Atreides.

Sus dudas empezaron a desvanecerse. Pensó nuevamente en sus Sardaukar, cada vez más duros y resistentes, gracias al riguroso adiestramiento y a la falta absoluta de comodidades que había ordenado. Sus legiones Sardaukar seguían siendo pequeñas, pero volvían a ser capaces de vencer a los Fremen en un duelo hombre a hombre. Aquello era de todos modos de poca utilidad debido a los límites impuestos por el Tratado de Arrakeen que controlaba el tamaño relativo de sus fuerzas. Los Fremen podrían vencerle gracias a su número… a menos que salieran de una dura y agotadora guerra civil.

Era demasiado pronto para una batalla de sus Sardaukar contra los Fremen. Necesitaba tiempo. Necesitaba nuevos aliados entre las Casas Mayores descontentas y las Casas Menores que habían accedido a un nuevo status de poder. Necesitaba acceder al financiamiento de la CHOAM. Necesitaba tiempo para que sus Sardaukar se hicieran más fuertes y los Fremen más débiles.

Farad’n miró una vez más a la pantalla que mostraba al paciente ghola. ¿Por qué Idaho quería ver a Dama Jessica a aquella hora? Debía saber que ambos eran espiados, que cada palabra, cada gesto, iba a ser registrado y analizado.

¿Por qué?

Farad’n apartó su vista de la pantalla y la fijó en la mesilla auxiliar situada junto a la consola de control. A la pálida luz electrónica podía ver las bobinas que contenían los últimos informes de Arrakis. Sus espías eran concienzudos: debía darles crédito. Había muchas cosas que le habían proporcionado esperanzas y placer en aquellos informes. Cerró los ojos, y los puntos principales de los informes pasaron a través de su mente en la forma peculiar en que le gustaba resumirlos para su propio uso:

A medida que el planeta se vuelve fértil, los Fremen se sienten libres de las presiones de la tierra y sus nuevas comunidades pierden el tradicional carácter del sietch-fortaleza. Desde su infancia, en la vieja educación del sietch, los Fremen aprendían de memoria: «Al igual que el conocimiento de uno mismo, el sietch forma una base firme sobre la que puedas moverte cuando salgas al mundo exterior y al universo».

Los Fremen tradicionales decían: «Mira al Macizo», significando que la ciencia maestra es la Ley. Pero las nuevas estructuras sociales están relajando esas antiguas restricciones legales; la disciplina se abandona cada vez más. Los nuevos líderes Fremen conocen tan sólo el Bajo Catecismo de sus antepasados, y la historia queda camuflada por los mitos estructurados en sus canciones. La gente de las nuevas comunidades es más voluble, más abierta; litigan más a menudo y son menos receptivos a la autoridad. La gente más vieja de los sietchs es más disciplinada, más inclinada a las acciones de grupo, y tiende a trabajar más duramente; son más cuidadosos con sus recursos. La gente vieja sigue creyendo que una sociedad ordenada es la culminación de la individualidad. Los jóvenes tienden a alejarse de esta creencia. Esos remanentes de la vieja civilización que aún permanecen miran a los jóvenes y dicen: «El viento de la muerte ha borrado muy aprisa su pasado».

A Farad’n le gustaba la agudeza de su resumen. Las nuevas diversidades en Arrakis tan sólo podían engendrar violencia. Había grabado aquellos conceptos esenciales en sus bobinas:

La religión de Muad’Dib está firmemente basada en la antigua tradición cultural del sietch Fremen, mientras que la nueva cultura se aparta cada vez más de esas disciplinas.

No por primera vez, Farad’n se preguntó a sí mismo por qué Tyekanik había abrazado aquella religión. Tyekanik parecía extraño en su nueva moralidad. Parecía completamente sincero, pero daba la impresión de haber sido obligado contra su voluntad. Tyekanik era como alguien que hubiera metido un pie en un remolino para probar su fuerza, y se hubiera visto atrapado por fuerzas que iban más allá de su control. La conversión de Tyekanik molestaba a Farad’n por su integridad sin ningún carácter. Era una reversión a las más antiguas costumbres Sardaukar. Advertía que también los jóvenes Fremen podían revertir en una forma similar, que las tradiciones innatas, inherentes, prevalecerían.

Una vez más, Farad’n pensó en aquellos informes grabados en las bobinas. Hablaban de algo inquietante: la persistencia de un remanente cultural surgido de los más antiguos tiempos Fremen… «El Agua de la Concepción». El fluido amniótico de los recién nacidos era recogido en el momento del nacimiento, y destilado en la primera agua que era dada a beber al recién nacido. La ceremonia tradicional requería a una madrina que sirviera el agua, diciendo: «Esta es el agua de tu concepción». Incluso los jóvenes Fremen seguían esta tradición con sus propios recién nacidos.

El agua de tu concepción.

Farad’n se sintió asqueado ante la idea de beber el agua destilada del fluido amniótico en el que había flotado antes de nacer. Y pensó en la gemela superviviente, Ghanima, en su madre muerta mientras ella bebía aquella extraña agua. ¿Había reflexionado acaso ella alguna vez en aquel extraño vínculo con su pasado? Probablemente no. Había sido educada como una Fremen. Lo que era natural y aceptable para los Fremen era natural y aceptable para ella.

Momentáneamente, Farad’n lamentó la muerte de Leto II. Hubiera sido interesante discutir aquel punto con él. Quizá se le presentara alguna oportunidad de discutirlo con Ghanima.

¿Por qué Idaho se había cortado la vena?

La cuestión persistía cada vez que miraba hacia la pantalla espía. Las dudas asaltaron de nuevo a Farad’n. Ardía en deseos de profundizar en el misterioso trance de la especia tal como había hecho Muad’Dib, y entonces explorar el futuro y
saber
las respuestas a sus preguntas. Pero, no importaba la cantidad de especia que ingiriera, su vulgar consciencia permanecía anclada en su normal flujo del
ahora
, reflejando un universo de incertidumbres.

La pantalla espía mostró a una sirvienta abriendo la puerta de Dama Jessica. La mujer hizo una seña a Idaho, que se levantó de la banqueta y se dirigió hacia la puerta. La sirvienta rendiría más tarde un informe completo, pero Farad’n, con su curiosidad de nuevo completamente despierta, tocó otro mando de la consola y observó a Idaho mientras entraba en la estancia privada de Dama Jessica.

Qué calmado y controlado parecía aquel mentat. Y qué insondables eran sus ojos de ghola.

33

Por encima de todo, el mentat debe ser un generalista, no un especialista. Es juicioso que las decisiones tomadas en momentos importantes sean sometidas a un generalista. Los expertos y los especialistas os conducirán rápidamente al caos. Estudian las pequeñeces, cavilan ferozmente en dónde colocar una coma. El generalista-mentat, por el contrario, deberá poner en cada decisión que tome un saludable sentido común. No debe situarse fuera de la tempestuosa corriente de lo que está ocurriendo en su universo. Debe ser siempre capaz de decir: «No hay ninguna duda al respecto por el momento. Esto es lo que deseamos ahora. Puede revelarse equivocado más tarde, pero lo corregiremos cuando llegue el momento». El generalista-mentat debe comprender que cualquier cosa que podamos identificar como nuestro universo es tan sólo una parte de fenómenos más amplios. Pero el experto mira hacia dentro; mira al interior de los estrechos límites de su propia especialidad. El generalista mira hacia fuera; mira los principios vivientes, sabiendo que es lógico que estos principios cambien, que se desarrollen. Son las propias características del cambio las que debe mirar el generalista-mentat. No puede existir un catálogo permanente de tales cambios, ningún guía o manual. Debéis contemplarlo con el menor número posible de preconceptos, preguntándoos a vosotros mismos: «¿Qué es lo que está ocurriendo?».

Manual del Mentat

Era el día del Kwisatz Haderach, el primer Día Santo de aquellos que seguían a Muad’Dib. Reconocía al deificado Paul Atreides como a una persona que estaba simultáneamente en cualquier lugar, el macho Bene Gesserit que mezclaba las estirpes macho y hembra en un inseparable poder que lo convertía en el Uno-con-Todo. Los fieles llamaban a aquel día
Ayil
, el Sacrificio, para conmemorar la muerte que había convertido su presencia en algo «real en todo lugar».

El Predicador eligió la primera hora de la mañana de aquel día para aparecer una vez más en la plaza del Templo de Alia, desafiando las órdenes de arrestarle que todo el mundo sabía habían sido dadas. Reinaba una frágil tregua entre los Sacerdotes de Alia y las tribus del desierto que se habían rebelado, y la presencia de aquella tregua podía sentirse como algo tangible flotando entre la gente que se movía inquieta en Arrakeen. El Predicador no contribuyó precisamente a disipar tal sensación.

Era el vigésimoctavo día de luto oficial por el hijo de Muad’Dib, seis días después del rito conmemorativo en el Viejo Paso que había sido retrasado por la rebelión. Sin embargo, ni siquiera los combates habían interrumpido el Hajj. El Predicador sabía que la plaza iba a estar repleta aquel día. Muchos peregrinos habían hecho coincidir su tiempo de estancia en Arrakis con el
Ayil
, «para sentir así la Santa Presencia del Kwisatz Haderach en Su día».

El Predicador entró en la plaza con la primera luz, hallado el lugar casi lleno de gente. Tenía una mano ligeramente apoyada en el hombro de su joven guía, captando el cínico orgullo del muchacho en su modo de caminar. Ahora, a medida que el Predicador se acercaba, la gente fue observando cada detalle de su modo de actuar. Tal atención no era del todo desagradable para el joven guía. El Predicador simplemente la aceptaba como una necesidad.

Ocupando su lugar en el tercer peldaño de la escalera del Templo, el Predicador esperó a que se hiciera el silencio. Cuando el silencio se expandió como una ola a lo largo de toda la multitud y el apresurado paso de los últimos recién llegados pudo ser oído en todos los ángulos de la plaza, carraspeó. En torno a él flotaba aún el frío matutino, y la luz aún no había penetrado en la plaza por encima de los edificios. Pudo captar el gris silencio de la gran plaza cuando empezó a hablar.

—He venido a rendir mi homenaje y a predicar en memoria de Leto Atreides II —dijo, hablando alto con aquella potente voz que recordaba a un domador de gusanos del desierto—. Lo hago por compasión hacia todos aquellos que sufren. Os digo lo que el difunto Leto aprendió, que el mañana aún no ha ocurrido y que es posible que no ocurra nunca. Este momento de aquí es el único tiempo y lugar observables para nosotros en nuestro universo. Os digo que saboreéis este momento y comprendáis lo que os enseña. Os digo que aprendáis que el crecimiento y la muerte de un gobierno se hacen aparentes en el crecimiento y la muerte de sus ciudadanos.

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